Capítulo primero

«YO sí que soy un caso para un psiquiatra», se dijo una vez más la doctora en psiquiatría Empire McKinley. Y en cierto modo tenía razón. Porque vamos, estar deseando abandonar su consultorio en el centro de la ciudad para llegar a casa y ponerse a mirar por el telescopio era digno de estudio, de un detenido estudio psiquiátrico; se insiste. Si hubiera utilizado el telescopio para mirar las estrellas, pues muy bien, nada que oponer, que para eso se fabrican los telescopios, aunque sean de aficionados, como era su caso.

Pero… ¿qué se dedicaba ella a mirar por el telescopio? Pues, se dedicaba a mirar al vecino de enfrente.

Aclaremos las posiciones. Ella tenía un precioso apartamento en North West Santanita Terrace, cerca de Hoyt Park y todavía más cerca del Washington Park, donde había aquellos hermosos jardines donde cultivaban rosas con las que se hacían cruces en busca de nuevas y bellísimas creaciones. Todo esto en la ciudad de Portland, Oregón, donde precisamente aquella primavera estaba haciendo todavía un frío que pelaba los huesos. Incluso, en algunos sitios cercanos a la ciudad, quedaban grandes manchas de nieve. El vecino de enfrente. Bien, el vecino de enfrente tenía su apartamento en North West Imperial Terrace, es decir, enfrente mismo de ella pero al otro lado de la manzana de casas que separaba ambas calles. Es decir, que si ella miraba desde la salita de su apartamento veía la salita del apartamento del vecino de enfrente. Y no solo la salita, sino el dormitorio, y la ventana de la cocina. ¿Posiciones aclaradas? Bien.

Naturalmente. Empire McKinley tenía al alcance de su telescopio muchas otras terrazas y ventanas de la parte interior de la manzana de encantadoras casas bajas, pero toda su atención se había concentrado en la del vecino de enfrente desde que se diera cuenta del asunto por primera vez y casualmente.

Sí, sí, casualmente. No era de las que se dedicaban a fisgar en las vidas de sus vecinos. De sus clientes, sí, que ese era su trabajo, para eso había estudiado hasta conseguir el título de doctora en psiquiatría. Pero de sus vecinos, ¡ni hablar!

Hasta que, de verdad casualmente, un día vio a su vecino de enfrente con el telescopio. Oh, por cierto, ya se había enterado muy bien de quién era el vecino y a qué se dedicaba. Y eso era precisamente lo que la tenía desconcertada y hasta un poco furiosa.

Porque vamos a ver: ¿cómo era posible que un abogado fuese un…, un crápula, un golfo, un libertino, un mujeriego, un…, un completísimo sinvergüenza como no había conocido otro la doctora McKinley?

Un poco de serenidad, señores, que un abogado no es un cualquiera y tiene que dar ejemplo, como mínimo, de honestidad y moralidad. Y eso era lo que tenía indignadísima a la doctora McKinley: la moralidad de su vecino, el tal Scott Maning, abogado. Mejor dicho, lo que tenía tan indignada a la doctora McKinley era la inmoralidad del susodicho sinvergüenza Scott Maning.

¿A qué se dedicaba el tal Maning en su apartamento? No a leer, ni a escuchar música, o a hacer llamadas telefónicas después de finalizada la jornada… ¡Nada de eso! Siempre llegaba a su apartamento con alguna chica. A veces, dos. En alguna ocasión, tres. O bien llegaban ellas cuando él ya estaba en batín, guapo cómo un vikingo el condenado.

Porque eso sí: Scott Maning podía ser un sinvergüenza, pero era guapo a rabiar. Y no de esos guapos de cromo postal, sino en plan hombre y a lo bestia. Rubio, alto, atlético, más bien parido que Apolo. Cuando se ponía en plan castigador con su batín, las piernas de la doctora McKinley se ponían a temblar. ¡Y qué decir de las chicas que llevaba al apartamento! Lo miraban como si se lo quisieran comer, parecían a punto de derretirse, y reían como malditas locas estúpidas, y se mostraban… ¡Vamos, se mostraban descaradamente asequibles! Todavía recordaba la doctora McKinley aquella noche en que una de las visitantes del abogado Inmoral se quitó de pronto el vestido y quedó, en cueros en medio de la salita.

Vamos, en cueros vivos.

¿Y qué hizo el abogado execrable? Pues se sentó a la chica en las rodillas, riendo, le dio unas palmaditas en todas partes, y continuó hablando con ella, que al parecer quería comérsele una oreja. ¡Descarada!

Lo que ya tenía mosqueada definitivamente a la doctora McKinley era el desenlace de las visitas: siempre, cuando parecía que las cosas estaban al rojo vivo, el abogado Maning, sinvergüenza donde los haya, se llevaba a la chica hacia la puerta, apagaba la luz, y salía con ella del apartamento. Pero, claro, a ella no se la pegaba: lo que hacían era simular que ella o ambos se marchaban, pero luego, y ahora sin encender las luces del apartamento, debían regresar, y… ¡hala! Claro que esto no lo hacía siempre. A veces, simplemente, pasaban al dormitorio, se acostaban juntos… ¡y hala!

Porque claro, aunque con insospechado pudor el abogado cerrase entonces completamente las persianas, ella no necesitaba ver más para saber de qué iba el asunto, que ya era mayorcita.

Aunque no demasiado, no confundamos. La doctora McKinley tenía exactamente veintiocho años, y estaba en el principio de su apogeo como mujer. O sea, que empezaba a estar abrumadoramente impresionante. Menos cuando se ponía en plan serio, que entonces parecía otra cosa. Pero cuando se ponía sus cositas de estar por casa, o un bikini, o un vestido de noche, y cosas así, la doctora McKinley mataba de gusto de mirarla. Alta y delgada, sin exceso de curvas, pero sin carecer de nada y todo de primera calidad y del mejor dibujo. Tenía, sobre todo, el tremebundo impacto de sus ojos azules, grandes, una barbilla redonda y firme, y una boca de pasmo celestial tenían como marco una cabellera rubia y rebelde que solo conseguía domesticar la doctora cuando la maltrataba en plan moño intelectual.

En fin, que la doctora lo tenía todo: juventud, belleza una carrera con consultorio funcionando, dinero propio, que para eso su papá era un ricacho, un apartamento encantador un coche magnífico, amigos, admiradores, clientes… Pedir más habría sido pecado.

Pero… ¿acaso no somos todos unos pecadores?

La doctora McKinley quería más: quería tener el placer de decirle al abogado Scott Maning que era un sinvergüenza. ¡Y tarde o temprano se las arreglaría para conseguirlo!

Por el momento, ya casi las diez de la noche, tenía que conformarse con mirarlo por el telescopio. Estaba sentado en la salita, en plan guapo solitario, fumando, ojeando un periódico. Vaya, a lo mejor aquella iba a ser una de las pocas noches que no tendría visita el muy…

Pues no. Aquella noche, como otras muchas noches, el abogado Maning tuvo visita. La doctora lo vio dirigirse hacia la puerta, y, enseguida, reaparecer acompañado de dos preciosas muchachas de aire desenvuelto y que ya estaban riendo como grandísimas tontas. Santo cielo: ¿es que aquel caradura solo trataba con bobas? Claro, cuanto más bobas mejor, así podía llevarlas a la cama más fácilmente… ¡Ahora les daba a ellas por besarle!

—¡Ya empezamos! —masculló la doctora McKinley.

Pero aquella noche las cosas iban a cambiar. Acontecimiento insólito en la vida de Empire McKinley, que no admitía visitas ni siquiera de sus amigos en su apartamento, pues allí solo quería descansar: llamaron a la puerta.

Empire pensó que era alguien que se equivocaba, y continuó mirando por el telescopio hábilmente camuflado entre las cortinas para no ser visto desde el exterior. El timbre volvió a sonar, y ahora con una impaciencia, con una exigencia, que soliviantó a la doctora, la cual dio la vuelta y se dirigió a paso de carga hacia la puerta. Quienquiera que fuese la iba a oír por su impertinencia y malos modales.

Abrió la puerta, frunció el ceño, abrió la boca…, y palideció intensamente.

Frente a ella, con la cara y las ropas manchadas de sangre, uno de sus clientes, el señor Silvan Wallen, la miraba fijamente, como queriendo devorarla con la mirada. No le dio tiempo a nada: la empujó, entró en el apartamento, y cerró la puerta. La doctora McKinley miraba horrorizada aquel rostro de expresión acosada, las manchas de sangre, las pupilas ardientes. Había olvidado súbita y completamente al abogado Scott Maning y sus chicas visitantes.

—¿Está usted sola? —jadeó Silvan Wallen.

—Dios… mío… —pudo alentar por fin Empire.

—¿Está sola? —casi gritó Wallen, asiéndola por la ropa del pecho, rudamente.

Empire respingó y se atragantó. Comenzó a decir que si con la cabeza, tan desorbitados sus ojos como los de Wallen que había descendido del rostro al escote de Empire. Esta llevaba una bata, y, debajo, una diminuta camisita de dormir que a efectos de vestimenta prácticamente no servía de nada. Y como la bata, al ser tan rudamente agarrada por Wallen, se había abierto, el resultado era que los espléndidos senos de la doctora quedaban casi completamente a la vista de Silvan Wallen.

—¡No me engañe! —gritó este.

—No…, no le engaño, se… señor Wallen, es… estoy sola… ¡Estoy sola!

Este la contemplaba con terrible fijeza. Miró sus senos, de nuevo el rostro de Empire, otra vez los senos, de nuevo el rostro…, y, de pronto, para sobresalto de la doctora, comenzó a llorar.

Empire no sabía qué hacer. Tenía ante ella a uno de sus clientes más jóvenes, guapos y simpáticos que acudían a su consultorio en el centro de Portland, nada menos que en la céntrica West Burnside Street. Lo había recibido en el consultorio bastantes veces, había escuchado sus confidencias, y, para ella, el señor Wallen era una persona pacífica, prácticamente normal, recuperado de cualesquiera traumas que hubiera padecido tiempo atrás, y que, en definitiva, no habían tenido la mayor importancia. Seguro que había por ahí personas mucho más traumatizadas que Silvan Wallen y que vivían una vida normal y corriente. Seguro.

El llanto de Silvan Wallen era callado y copioso. Era un llanto insólito por abundante, impresionante, acongojable. Lloraba con los ojos abiertos y fijos en los de Empire, que comenzó a sentir cómo se le formaba un gordísimo nudo en la garganta.

Despacio y muy suavemente, Empire alzó sus dos manos, y las posó con un gesto cariñoso en la derecha de Wallen, que asía su ropa rudamente y casi la tenía colocada de puntillas al tirar hacia arriba.

—Por favor, señor Wallen, suélteme. Y dígame en qué puedo ayudarle.

Silvan Wallen estuvo mirándola todavía casi medio minuto. Luego, muy despacio, soltó su presa, y lanzó una temerosa mirada alrededor. Empire le tomó su mano y lo llevó hacia el sofá de la salita, donde le ayudó a sentarse. Nunca recibía a nadie allí, nunca, en circunstancias normales, habría echado del apartamento a cualquiera. Pero no tenía más remedio que pensar que las circunstancias del señor Wallen no eran normales.

Reteniendo la mano de Wallen entre las suyas, la doctora McKinley murmuró:

—Ya sabe que yo no le mentiría, señor Wallen. Estoy sola, y sea lo que sea lo que ocurre confíe en mí. ¿De acuerdo?

—Sí —tragó saliva él—, sí, por eso he venido, sí la llamé a su consultorio, pero no estaba, y localicé su nombre en el listín. Al ver que vivía en esta parte de la ciudad me decidí a venir directamente.

—Muy bien —sonrió Empire—. No recibo aquí a nadie, pero usted será la excepción que confirme la regla. ¿Para qué me llamó al consultorio?

—La llamé desde la casa de ellos, pero me alegré de que no contestara… —Wallen se estaba limpiando las lágrimas con una manga—. ¡Me alegré mucho, porque usted no debe ver aquello!

—¿Qué es lo que no debo ver?

—Lo que he hecho… Lo que hemos hecho mis amigos y yo con otros amigos. Pero yo necesito su ayuda.

—Cuente con ella —sonrió forzadamente Empire—, cuando sepa qué es lo que puedo hacer, claro está. Veamos: ¿qué es lo que ha hecho usted y sus amigos con otros amigos?

—Estábamos allí trece personas, trece amigos: siete hombres y seis mujeres. Claro, el problema era que sobraba un hombre o faltaba una mujer, pero Barry dijo que a él también le gustaba hacer de mirón de cuando en cuando, así que se dedicaría a eso, a mirarnos a los demás cómo hacíamos las cosas. No es de los que les importa mucho que su mujer lo haga con otros, ¿sabe?

—No sé si entiendo bien, señor Wallen —murmuró Empire.

—Sí, sí. Era una reunión sexual. Bueno, se trataba de probar un afrodisíaco preparado por el profesor Chesterton. La verdad es que nadie habíamos hecho caso de sus advertencias, nos lo habíamos tomado a broma… ¡Dios, necesito un trago de whisky!

Empire asintió, se puso en pie, y sirvió un whisky a Wallen, que parecía ir calmándose. Estaba aterrorizado, pero ya no parecía fuera de sí. Sin duda había pasado mucho miedo de ser visto en aquel estado, pero ahora se consideraba a salvo, en lugar seguro. Confiaba en ella, y Empire se dijo que ante todo debía mantener vigente aquella confianza de su cliente hacia ella.

Sentada de nuevo junto a Wallen, le miraba serenamente mientras él ingería los primeros sorbos de whisky. Tenía manchas de sangre seca en todas partes. Wallen captó la mirada de ella, bajó la suya, y pareció no saber qué hacer con sus manos al ver en ellas las manchas de sangre.

De pronto, volvió a mirar a Empire a los ojos.

—Bueno, siete matamos a seis —jadeó.

—¿Qué? —se crispó la voz de Empire.

—Que siete matamos a seis. Los destrozamos a cuchilladas.

—Por el amor de Dios —palideció Empire.

—Ha sido algo…, algo incomprensible… ¡No sé cómo ha podido ocurrir! La verdad es que nos habíamos reunido para reírnos un poco del profesor Chesterton y de sus inventos. El profesor Chesterton es amigo de los Davis, que tienen una hermosa casa en Mayway Drive… ¿Sabe dónde está?

—No… No.

—Bueno, está al Norte de Sunset Hills Memorial Park, y hace cruce con South West Miller Road. Muy cerca de Sunset Hills, ya le digo, apenas a cien yardas. Mayway Drive es una calle tranquila. Apenas hay casas, y las que hay son hermosas quintas con jardines privados… Los Davis son muy ricos. Él se llama Barry y ella Caroline. Son un poco mayores que nosotros, pero forman parte del grupo. Buena gente, sí. Es decir, no sé… No sé.

—Serénese.

—Oh, ahora estoy sereno, de veras. Antes no, cuando vi lo que habíamos hecho… Ah, sí, debió ser por la droga. El profesor Chesterton les había dicho a los Davis que tenía un afrodisíaco muy especial, y entre bromas y veras los Davis le dijeron que ellos y unos amigos lo iban a probar. Bueno, nos reunimos todos allí, y probamos el afrodisíaco: Estábamos dispuestos a todo, ¿comprende?

—No estoy muy segura —murmuró Empire.

—Quiero decir que contando con la actitud pasiva de Barry, éramos seis hombres y seis mujeres. Por supuesto que Walter quería reservarse a Anne pero por lo demás, todos estábamos dispuestos a lo que fuese, a aceptar los…, los efectos del afrodisíaco… ¿Comprende ahora?

—Más bien sí. Digamos que ustedes estaban dispuestos a dejarse llevar por los efectos de la droga. Tanto los hombres como las mujeres estaban decididos a todo, aunque todo terminase en una orgía sexual.

—La verdad es que no creíamos que ese afrodisíaco diese resultado con la intensidad prevista, pero nos hacía gracia el experimento. A fin de cuentas, si nos hacía efecto pues… Bueno, habríamos pasado un rato agradable todos juntos.

—Son puntos de vista, señor Wallen.

—Sí, ya entiendo que usted no es partidaria de esas cosas. Bueno, de todos modos no pasó nada de eso. Es decir… Bien, no lo sé. Sí sé que las chicas fueron violadas… Quiero decir que no recuerdo haberlo hecho de buen grado por parte de ellas… No recuerdo nada, en realidad. Pero cuando desperté, tenía en la mano un cuchillo enorme ensangrentado, y las chicas y Walter Morton estaban allí destrozadas, y los demás se habían ido… ¡Todo estaba lleno de sangre por todas partes! ¡Dios mío, no he visto nada tan espantoso en mi vida!

—Tiene que serlo. ¿Dónde dice que sucedió exactamente?

—En el 18 de Mayway Drive. Es una quinta grande… Nos reunimos todos allí.

—¿Incluido ese profesor Chesterton?

—No, él no. Éramos trece… ¿Es usted supersticiosa?

—Vamos, señor Wallen, no sea infantil. Lo que pasó no tuvo nada que ver con el número de personas.

—Claro… Bueno, éramos trece, en cualquier caso. Estaban los Davis, o sea Barry y Caroline, dueños de la casa; y las otras cinco chicas amigas nuestras: Sheila Gannet, Norah Evans, Rachel Larson, Lilliam Kendall, y Anne Masterton; esta era la novia de Walter Morton, que también estaba allí, así como Dan Buchanan, Jefferson Howells, Edgar Brooks, Albert Fisker, y yo. Tomamos todos el afrodisíaco, y luego… ya no recuerdo nada más.

—Pero ¿está usted seguro de que esas seis personas están muertas?

—Por completo. Están destrozadas a cuchilladas. Y las chicas han sido violadas, están desnudas, maltratadas, bueno…, todo eso, ya sabe…

—¿Y eso lo hizo usted y los demás?

—¡Claro! ¿Quién, si no? ¡No había nadie más allí!

—Tranquilícese. ¿Ha venido aquí directamente?

—Sí… Pensé en avisar a la policía, pero pensé… Bueno, me dije que tal vez… me había vuelto loco, y que todo eran imaginaciones mías…

—¿Lo son, señor Wallen?

—No. Usted sabe que estoy perfectamente. Lo sabe mejor que nadie, ¿no es cierto?

—Sí, es cierto —suspiró Empire—. Una cosa así no puede ser… una fantasía.

—¿Qué puedo hacer? —se abatió Silvan Wallen—. Lo que hemos hecho es una atrocidad, lo sé, pero no sé cómo hemos podido hacerla. ¡Esa maldita droga debía estar estropeada, o algo parecido…! No me acuerdo de nada, solo que de pronto me encontré con un cuchillo en la mano, lleno de sangre, y estaba tendido sobre Sheila como…, como si todavía la…, la estuviese… Bueno, era algo tan horrible que tardé en reaccionar… ¡Usted sabe que yo no estoy loco, doctora, usted sabe que nunca habría podido hacer una cosa así estando en mis cabales, esto ha tenido que ser por causa de la droga de ese chiflado…!

—¿Dónde puedo llamar a ese profesor Chesterton?

—No sé, ni idea… ¡Pero los Davis sí lo saben! Solo que no los va a encontrar, los dos se han ido de su casa, se han ido todos… ¡ellos se fueron, y me dejaron allí rodeado de muertos y de sangre!

—Será mejor que se calme. Si vuelve a excitarse será peor.

—Sí, es verdad… Doctora, ¿qué hago? ¡Tengo que hacer algo, o me volveré loco de verdad!

—No está usted en condiciones de hacer nada. Es más, creo que voy a inyectarle un sedante para que descanse.

—¿Avisará a la policía? ¡Si la avisa yo quiero estar despierto cuando lleguen, no quiero dormirme…!

—Por favor, tranquilícese de una vez por todas. Haremos lo más conveniente, se lo aseguro. Pero tiene que confiar en mí, ¿de acuerdo? Está excitándose de nuevo, y en ese estado no puede recibir a la policía ni a nadie. Acompáñeme a mi dormitorio.

Fueron los dos al dormitorio, y Silvan Wallen, como temeroso, se tendió en la cama, tras quitarse la ensangrentada chaqueta. Respiraba agitadamente, presa de los recuerdos, sin duda. Empire fue a su despachito-biblioteca, donde tenía la caja fuerte con algunas drogas para situaciones de emergencia, eligió una de ellas y una jeringuilla, y regresó al dormitorio. Desde la cama, Silvan Wallen la miró con los ojos muy abiertos mientras preparaba la dosis.

—Súbase la manga —murmuró Empire.

—Doctora, por favor, quisiera…

—No se preocupe de nada. Mire, señor Wallen, está usted sometido a una tensión terrible, y no me atrevo ni a pensar en lo que puede pasar si no se relaja inmediatamente. Es inútil esperar eso de modo natural, así que no tengo más remedio que inyectarle. Y mientras usted descansa yo veré qué es lo mejor que se puede hacer. ¿De acuerdo? Wallen la estuvo mirando muy fijamente unos segundos. Por fin, cerró los ojos, se subió la manga de la camisa, y aspiró profundamente. Empire McKinley se acercó a él, y le inyectó la dosis de calmante. Luego, presenció la relajación en las facciones de Silvan Wallen, en todo su cuerpo. Se estremeció al verlo tan lleno de manchas de sangre.

¿Y bien? ¿Qué podía hacer? ¿Qué otra cosa podía hacer si no llamar a la policía para que investigara todo aquello? Lo sucedido era algo que ella no podía afrontar por sí sola, ni soñarlo, vamos. Era cosa de la policía, y no había nada más que pensar.

Aunque… dada las circunstancias, ¿por qué no recurrir antes a un abogado?