En aquella primavera de 1996 sucedió otro hecho insólito. Por primera vez en la historia de la música un disco en catalán alcanzaba, y se mantuvo una semana, el número uno entre los más vendidos.
Roger Segura y Nati Baldrich me lo regalaron. Al principio pensé que se trataba de un detalle que me ofrecían para devolverme el favor que les estaba haciendo, pues ya llevaban cuatro años viéndose en casa, lo cual, para mí, no suponía ningún problema, más bien al contrario, me encantaba, y cuando no venía Roger hasta lo echaba de menos.
El disco se llamaba Banda sonora d’un temps, d’un país y contenía una treintena de canciones creadas por distintos autores durante el periodo de la nova cançó, pero en nuevas versiones elaboradas por Serrat. Los dos me recordaron que se trataba de todos aquellos temas que tanto atraían a Jaime, reinterpretados por quien más le gustaba, lo que significaba que a él aquel trabajo le hubiera fascinado.
—O sea, que está «Noia de porcellana» y todo aquel rollo… —los miré y empezaron a reírse—. O sea, que otra vez me voy a tener que tragar la tortura de «Caminem sota els estels, caminem Maria», lo de «Si jo fos pescador»…
—¡Sí! —dijeron los dos, ya muertos de risa.
—No, por favor, pensaba que ya me había librado de ellas para siempre…, otra vez no…, este es un momento muy duro.
Fue divertido volver a escuchar de nuevo todas aquellas canciones que yo tenía grabadas en casetes, que se habían llenado de polvo en cajones que ya ni abría. Recordaba algunos estribillos. Mientras lo escuchaba me dije que ojalá yo también supiera catalán como ellos. Las canciones venían traducidas. Al principio confieso que pasé por el disco de puntillas, agradecí el detalle, lo escuché un par de veces y ya, me dediqué a lo mío, a mi música anglosajona, al rock and roll de Malasaña o los boleros más atormentados.
Luego, con los años, lo fui escuchando más a menudo, y me fui aficionando a aquel universo de canciones en las que brillan el ímpetu de lo espontáneo, el amor y el dolor vistos, en su mayoría, a través del humor; canciones divertidas, demoledoras o comprometidas, «tal com vajan», que decía Nati. Muchas veces escucho yo solo el disco Dioptria de Pau Riba, y oigo en él una psicodelia innovadora, unas letras experimentales pero muy trabajadas, una música insólita en este país. Esas canciones, esa naturalidad tienen para mí el sonido de los Baldrich, sobre todo de Jaime, que tanto las escuchó en silencio, en su momento, y que tanto le remediaron. Son esas melodías que me vuelven cuando menos lo espero y me devuelven a un tiempo que guardo como algo mío, como ese amuleto que se lleva en el bolsillo.
Así, cuando algunas mañanas de domingo, o de sábado, en que visito pequeñas tiendas de barrio, sastrerías ancestrales en los cascos viejos de cualquier ciudad, o mercadillos de saldo, y por casualidad, o por suerte, me encuentro con una prenda de Sandro Carnelli entre el barullo y la despliego con las manos, me vienen esas letras, en ese idioma, y las tararea mi retentiva. En esas ocasiones, siempre que el azar me sorprende con una etiqueta de Sandro Carnelli y me brinda la oportunidad de comprar, me llevo esa ropa, por si acaso, como un fetiche, o un salvoconducto.
Algo que tú, lector, también podrías hacer.
De este modo guardo en los armarios camisas, camisetas de algodón, toallas de dudosa calidad, algo de aquella época en que Sandro Carnelli vivió su epopeya con intensidad de héroe, como un animal mitológico que se levanta por encima del bien y del mal, con máquinas de cera inextinguible y con alas de acero. Porque Sandro Carnelli fue siempre espejo del alma de su dueño, a quien no le gustó nunca que le contaran otros las batallas.
Cuando todos callaban, cuando este país estaba acribillado por calcos de alquitrán en las paredes con la imagen del Caudillo o José Antonio y los mensajes de la Falange, Jenaro Baldrich, como un ladrón, entró para llevarse la fama, que no obstante luego fue efímera, como la cera del triunfo, como casi todo después de que el tiempo pase su aspiradora. Pero así sabemos que hubo una marca de ropa que soñó con el cosmopolitismo. Existió un modo diferente de encarar la supervivencia que había en las consignas, igual que existió luego el derrumbe de un sueño cumplido, disipado con el resplandor que guardan las quimeras consumadas cuando devienen desencanto.
Aquel mismo año, a Rodrigo Baldrich lo vieron más veces en compañía de Lali, en restaurantes caros y en los sótanos sin luz de un Sandro Carnelli atenuado, hasta que se cansó, o se tuvo que cansar, de jugar al escondite, porque el padre de María lo recolocó en su empresa de muebles como jefe de ventas, no se sabe si por la pena que le dio su hija cuando se lo pidió o para marcarlo de cerca.
Ese era el momento en que Mateu iba consolidando su proyecto. Nada más abandonar Sandro Carnelli, Mateu montó por su cuenta un pequeño negocio de distribución de tejidos que llamó TodoMallol y que iba creciendo a un ritmo que jamás hubiera imaginado. TodoMallol tenía su sede en la derecha del Ensanche. Le daba trabajo, sí, y más dignidad que riqueza. Mateu emprendió de cero una nueva vida que no miraba a una jubilación digna, sino a un mercado globalizado, ancho como el mundo. Hábil y diestro, fortalecido por el amor propio, Mateu empezó a surtirse de fabricantes de países árabes, con mano de obra barata, y luego vendía a los italianos, y a muchos otros clientes que le apoyaron en todo momento. En más de una ocasión, estando solo, al sentirse tan estimado, le hicieron llorar de emoción, descubriéndose feliz, no por lo que iba acumulando, sino por la manera en que recogía los frutos. Ahora que sabía a ciencia cierta quién era, recordaba las ayudas que le brindaron sus amigos Franco, Alberto y Emiliano, quienes sin dudarlo, desde aquella noche de Wembley en Barcelona, le dieron apoyo financiero, seguridad en las formas de pago, en los riesgos, en los márgenes, y le aseguraron compras fijas.
Mateu comenzó a viajar de forma continua a Marruecos y a Túnez. Así exportaba su naturalidad, su franqueza, su cultura autodidacta. Mucho antes de lo que él creía pudo olvidarse de Baldrich. Pero jamás tuvo tiempo para lamentaciones.
Fue más tarde cuando la Charo volvió a donde no quería. Regresó al pueblo donde nació, sin otra opción, doblada como un axioma fatídico, casi sin memoria. Pero lo hizo orgullosa de haber vivido con los Baldrich, hablando de ellos, inventándose los recuerdos que le venían a la mente. Se sentía superior a sus hermanas, a las otras ancianas y vecinas a quienes contaba historias de Barcelona como si la hubiera conocido. Un mes después el señor Baldrich la llamó. Le pidió el número de su cuenta bancaria. Delante de Sagrario dijo: «Ha criado a mis hijos, se merece esto y mucho más», y a continuación le hizo saber que desde ese día le ingresaría todos los meses, y hasta que se fuera al otro mundo, el mismo sueldo que recibía en la casa, como si con eso Baldrich metiera en la lavadora la conciencia.
Al mismo tiempo, Sagrario se quejaba, regando el jardín de Valldoreix, o extrañando a la Charo en Barcelona, con la cabeza en alguna parte que su silencio jamás nombraba, comentando lo menos posible con el nuevo servicio venido de no sabía qué país de América Latina, pero al lado de su marido, Jenaro Baldrich, que ya estaba dispuesto a traspasar su empresa, pues sin Mateu se había perdido el rumbo. En efecto, Jenaro tuvo que soplar la vela. Y lo hizo igual que la encendió, sin miedo. Sandro Carnelli se quedó con la luz apagada y la cera pegada en su reflejo, en la yema dura de sus supersticiones. Sin embargo su mentor, con la tensión baja, artritis y reuma, pero con el entendimiento intacto, ya pensaba en reinvertir capital en bolsa y distribuir los beneficios a su manera. Jenaro seguía leyendo la prensa económica, viendo los partidos de su equipo, los avances tecnológicos que la ciudad transmutaba calle a calle. Y a menudo recordaba a Francesca, a su hijo Jaime, a su hermano Gonzalo y al soldado Carnelli, y también las faldas estampadas de la Petra, en aquella trastienda de la pastelería de Tarragona, donde se manchaban sus manos de harina y azúcar y se criaron su talento y su avidez.
Cuando estrenamos el siglo XXI, Nati Baldrich se metió en un piso, una ganga que le había conseguido Roger, que estaba pendiente de reformas, en la mismísima plaza del Dos de Mayo, donde nos conocimos. Debe de ser eso la justicia poética. Así llegó una noche a casa y dijo que, mientras le remodelaban el piso, se volvían a Ópera con Roger para, desde allí, comprobar si les iba bien y decidirse entre alquilar el piso de Malasaña o entrar a vivir en él. Yo ya lo sabía. Se veía venir y, la verdad, me pareció natural. No obstante también me pareció natural la reacción de Uli, que ya iba a cumplir diecisiete años cuando aquella noche su madre le dijo que fuera liando los bártulos, porque se acababa la aventura.
—Uli, niño, vete preparando que nos vamos con tu padre, y luego ya veremos.
—No me voy, mamá. Me quedo aquí. Me quedo con Uge.
No me esperaba esa reacción pero me llenó de ternura. Nati ni siquiera preguntó por qué. Ella sabe que hay cosas que no es preciso llevarlas más allá de la confianza. Uli se quedó a vivir conmigo. A Nati le pareció bien. Así le dio otra lección a su hijo, que algún día sabrá tenerla en cuenta.
Un año después el matrimonio Baldrich, Jenaro y Sagrario, entraron en una residencia de ancianos. Un complejo nuevo, y caro, situado en la zona alta de la ciudad, donde son cuidados con atención extrema. Jenaro Baldrich dejó testamento hecho antes de instalarse, por si acaso. Tan sólo Nati mantiene contacto con la Charo. De vez en cuando, cumpleaños, Navidades, la llama por teléfono a su pueblo perdido en Huesca, desde donde la oye hablar sin saber muy bien lo que dice, con la voz trabada, al tiempo que llora y nombra a los señores, a los nietos uno por uno, a Jaime, a La Valbal, y dice algo sobre los años que ya tiene.
Y todo siguió su curso. Y ahora, ya bien entrados en el nuevo milenio, cuando termino de contar esta historia, aquí, en Rodríguez San Pedro, en un Madrid otoñal de finales de septiembre, en el que empiezan a quejarse las hojas de los árboles, mientras espero que venga un montón de gente, algunos desconocidos, pienso que fue bonito, y que volvería a vivirlo otra vez, desde el primer día, desde la primera noche de La Vía Láctea. Volvería a conocer a Nati Baldrich, y a Roger y a Jaime y a Ulises, sin los que ya no puedo vivir porque sin ellos sé que nada de esto, ni siquiera yo, que soy lo que soy por los demás, por ellos, tendría sentido.
Estoy esperando a que lleguen los amigos de Uli. Sus padres llevan horas en casa. Hoy celebramos su despedida. Se va un año a Finlandia, con una de esas becas Erasmus. Ha escogido irse lejos. Tendrá sus motivos. O a lo mejor mal expediente. Está en tercer curso de Arquitectura, como Ignacio Párbole. Lo voy a echar de menos, y si bien me encanta verlo feliz, con ganas de irse, preguntando temperaturas y diferencias horarias, decidiendo lo que se lleva y lo que no, me siento triste, como si me arrancaran una parte de mi vida. Creo que no se da cuenta de cómo lo voy a extrañar. Porque aunque se deje todo por medio, por más que desprecie mis discos y ponga Los Planetas y Señor Chinarro y Coldplay y toda esa música suya, que no deja de grabar a sus colegas, a todo volumen, sin importarle los vecinos, aunque sea incapaz de tender una lavadora y fregar unos platos, aunque a menudo pensemos diferente, a veces me pregunto cómo puedo querer tanto a esta criatura que tanto me da sin darse cuenta.
Todavía me emociono cuando recuerdo las primeras visitas de sus novias, amigas o amigos a casa, cuando ante la pregunta de «¿Es tu padre?» Uli decía «Qué va, es mi amigo», o cuando alguno de mis amantes venía (qué nostalgia, los amantes…) y me preguntaba «¿Es tu hijo?» también yo decía «Qué va, es mi amigo». Las parejas que tuve hubieron de asumirlo también. Nunca hubo problemas. Todo el mundo lo quiere. Tiene la naturalidad de su madre.
Han sido unos años maravillosos. Nos pillamos los dedos por ser impacientes, pero también el placer nos mordió los labios. Ahora que la edad ha calmado ciertos hábitos sé que el tiempo es un gran juez que hasta mitiga los fracasos. No se cumplieron ni una décima parte de los sueños que tuvimos pero he terminado este libro, y a Nati y a mí nos quedan unas cuantas cartas por abrir. Gracias a ella, a su hijo y a Roger he podido escribir esta historia y sé lo que es llegar lejos en la vida porque sé lo que es una familia y quiénes son mis amigos. No olvido que el oro es tenerlos. Por eso no me importa que Roger y Nati a ratos se peleen y que se separen cuantas veces quieran, mientras tarden muchos años en poner a prueba el temor a perderlos que siempre va conmigo, y no se separen de mí y sigamos siendo una familia bien, en el buen sentido de la palabra bien.
El piso se está llenando de gente. Saludo a chicos y a chicas de la edad de Uli. Son agradables, se expresan en su jerga, tienen sus códigos. Hablan de programas de ordenador que no conozco, de juegos, de películas bajadas, de la resaca de la fiesta de ayer y de los planes de ir a visitar a Uli a Helsinki. Se apuntan en papeles direcciones de correo electrónico. Comentan goles de Ronaldinho, Eto’o, Drogba o Villa. Nombran disc jockeys, conciertos y grupos extranjeros que ignoro. Todavía no saben que tienen la vida por delante. Detecto la presencia de marihuana al fondo, cerca del balcón. Uli está al lado y abre la puerta. Por poco se le cae el vaso. He cocinado con Nati durante toda la tarde. No hemos dejado de reírnos ni un segundo haciendo malabarismos al girar las tortillas de patata. Roger se ha encargado de lo suyo, de la bodega. No deja de ofrecer bebidas a los chicos. Nati me dice que me fije en cómo siempre ofrece primero a los que tienen el porro. El mundo gira con el desequilibrio perfecto. Hay quien se ríe a carcajadas. Tengo el salón lleno de gente, de humo, de buenas intenciones. Subo un poco más la música. Me alejo un segundo a la cocina a por otra cerveza. En el pasillo me encuentro a Nati, que me la está trayendo:
—Y tú, ¿no quieres vaso?
—¿Vaso? Pero qué dices, Uge, paso.
Me encanta. Con ella habría que hacer otra novela.