En Madrid, Roger Segura y Nati Baldrich llevaban tiempo viéndose. De hecho, no habían dejado de verse nunca más de un mes. Según Nati, ahora que vivían separados, la situación tenía más morbo, era como si estuvieran empezando de nuevo. Ante aquel tipo de respuestas sólo me quedaba preparar la merienda a Ulises, seguir escuchando Losing My Religion y, evidentemente, reírme de todos nosotros.
La tarde anterior me había encontrado a Roger en el pasillo, tapado únicamente con una camisa desabrochada, saliendo de la habitación de Nati, con todo al aire. Así era como Nati y Roger estaban separados. Eran las seis de la tarde. En el salón, Uli veía Los mundos de Yupi, todavía con la cartera puesta, ajeno a los modos arrebatados de sus padres de afrontar sus problemas. Veinte minutos después, Roger apareció por el salón, con el traje puesto. Se acercó a Ulises y le besó la frente.
—Me voy volando que tengo un cliente esperando en Lavapiés. Sois cojonudos, de verdad, los dos, sois de puta madre —ese era Roger, cáustico y con prisa— y os quiero mucho, eh, y os quiero mucho…
Nati apareció por detrás. Llevaba un vestido de viscosa. Debía de ser lo primero que había encontrado en el armario. Se lo habría puesto por ponerse algo. Con la satisfacción en la cara le acompañó a la puerta.
Luego, Nati dijo que iba a Barcelona ese viernes. Tenía previsto ir para conocer a Inés, la hija de su hermano Rodrigo, a la que bautizaban en una iglesia de Sarriá el sábado por la tarde. Nati añadió que ir sola le daba mucha pereza, sobre todo el «tostón» del bautizo, pero que ya se había comprometido y por otra parte Uli tenía ganas de ver a su primo Eduardo y ya no le podía decir que no. Además, llevaba tiempo hablando con la Charo, a quien llamaba por teléfono muchas tardes, y les tenía preparada una sorpresa a las dos «yayas» para que salieran del vacío.
Volver a Barcelona aquel verano de 1992 fue para Nati Baldrich un placer rayado de recuerdos, un goce disuelto en canciones relegadas, como una lágrima abandonada en una caña de cerveza. Nati y Ulises fueron en tren. Acudieron a la ceremonia por el bautizo de Inés Baldrich de Arana. Luego dejó a Ulises con sus primos y aprovechó la tarde del sábado para perderse por Gracia y empaparse de su predisposición a la soledad. Nada había cambiado en la calle Verdi. La ausencia de Jaime ya no era tan física, sino una cuestión más bien imprecisa, como una manifestación que aparecía y desaparecía según el momento, el bar o la conversación.
Era el verano de los Juegos Olímpicos, cuando se palpaba en las avenidas el cambio de orientación urbanística de la ciudad, su itinerario marcado hacia proyectos de reconversión de suelo industrial. El primero fue la Vila Olímpica, que posibilitó a las grandes industrias situadas en este territorio alcanzar importantes plusvalías que estaban expectantes desde el tiempo del Plan de la Ribera. Pese a tanta reconversión flotando en el ambiente, y pese a que en realidad el espíritu olímpico le traía sin cuidado, en aquellos días caminar por la ciudad era un espectáculo radiante. El brillo del sol, el buen humor que destilaba el mejunje de idiomas, el húmedo calor que supuraban las aceras, las cervezas mal tiradas pero frías, las avenidas transpirando salitre y estímulos hacían de aquel verano algo palpitante y único.
Nati Baldrich gustó de ver los balcones del Ensanche, la mayoría engalanados con banderas olímpicas y con senyeras, y aunque le daban igual esas competiciones, y no se enteraba de quién ganaba qué medalla, le gustaba la atmósfera que se respiraba en aquella ciudad enchufada al cosmopolitismo, a eso con lo que Sandro Carnelli había soñado tantas veces, eso que tuvo en sus manos y ejerció con ambición durante muchos años.
Los Juegos Olímpicos no salvaron a Sandro Carnelli de su entumecimiento. Seguía malhumorado, resistiendo sin proezas, como un gigante que paulatinamente se va desilusionando de su propia estatura y se vuelve torpe.
También Nati Baldrich se acercó a Valldoreix. Allí el ambiente olímpico se respiraba de otra manera. En las cafeterías se agolpaba gente a ver retransmisiones por televisión. Pocos balcones lucían banderas. Nati envió a Ulises a pasar todo el verano a casa de su primo Eduardo, a Llofriu. Y Rodrigo y María solían dejar a los chicos semanas enteras en La Valbal, a cargo de la aspereza de su madre y de la cachaza, impuesta por decreto de edad y de clase, de la Charo, y las quejas de Jenaro Baldrich, que conforme pasaban los años se iba volviendo más disconforme con todo lo que le rodeaba.
La misma mañana en que Sergei Bubka quedó destronado en la pértiga, ante miles de espectadores incrédulos, y bajo un cielo curiosamente encapotado cubriendo el estadio de Montjuïc, Nati y Uli se encontraban en Valldoreix. Jenaro Baldrich estaba sentado en el sofá del primer salón mirando el televisor, en el piso de abajo. En el tercer intento, y contra todo pronóstico, el atleta ruso volvió a fallar. Entonces entró la Charo con una taza de café sobre una bandeja de madera, muy antigua, y el señor Baldrich, después de coger la taza, sin llegar a ver el plato, y con mal pulso, dijo:
—¡A la mierda el ruso! ¡Qué se joda!… —declamó, mientras su nieto Ulises cruzaba a toda prisa por delante de él persiguiendo a su primo Eduardo con un balón en la mano. Entonces Baldrich detuvo a Uli. La Charo se alejó por la puerta que conducía al jardín, precisamente para recoger el desayuno de Nati. Cuando tuvo al nieto bien cogido, le dijo:
—Tú, Ulises, dime una cosa, dile una cosa a tu abuelo: ¿por qué tu padre nunca quiere venir a La Valbal? ¿Es que no vive contigo?
—No sé —fue lo que llegó a decir Uli, que no se detuvo más de un segundo. Y Jenaro empezó a reírse solo, como si no supiera realmente de qué.
Baldrich seguía estando alerta. No había manera de que nadie le vendiera una liebre. Pese a todo continuaba lúcido, mantenía bien reglada la cabeza, el discernimiento. Así era Baldrich y así seguiría siendo. Desde la muerte de Francesca se había encerrado en su leyenda y otra vez, como en su juventud, se pintaba la vida a su manera. Otra vez, hasta los sentimientos eran lógicos.
Jenaro Baldrich, por encima del declive de la empresa y del pasotismo de Rodrigo, prolongaba su amor a sí mismo. Es posible que dentro de sí guardara todavía porciones de concupiscencia, pero a estas alturas, su ambición no le dejaba ir más allá de lo impuesto por la sensatez.
Aquel día lo aprovecho Nati para, antes de comer, sentar a la mesa del jardín a su madre y a la Charo. Allí extendió lo que les tenía preparado: el itinerario y los billetes de un viaje de dos semanas a la playa, a Menorca, a un hotel de Cala Galdana, que les iba a encantar y donde estarían de maravilla. La vergüenza no dejó hablar a la Charo. Se puso a llorar y tuvieron que alentarla. La señora, por su parte, se alegró:
—Ya verás, Charo, ya verás qué bien vamos a estar… Yo siempre he oído que Menorca es muy bonita…
—Ay, señora, no sé, no sé si puedo…
—Que sí que puedes, que el doctor Balcells dice que el agua del mar es buena para las rodillas.
Así volvió Nati Baldrich a Barcelona muchas veces, durante aquellos años que fueron pasando como quien no quiere la cosa, entre cortesías de la memoria, que a menudo la devolvía a lo extraviado, y nuevas predisposiciones que encontraban su fecha de caducidad a la vuelta de la esquina.
Entre Nati y su familia se había creado, después de la muerte de Jaime, una reconciliación que halló en los veranos su punto de encuentro. No faltó, ni falta todavía, ni un mes de agosto que Uli y Nati no salieran de Madrid para ir a La Valbal. Como si fuera un convenio.
Al verano siguiente, Sagrario, destemplada como siempre, a quien le encantaba pasar horas hablando en el jardín con su hija, la cogió por banda y se la llevó a su habitación, en el segundo piso. Allí, sin venir a cuento, ajena al miedo, a la angustia y a cuantos estados de ánimo pudieran acosarla, como algo que se hace impulsivamente, abrió el armario y, mientras le decía «Vas a ver, Nati, vas a ver, suerte que me he acordado, porque siempre quiero dártelo, pero luego se me va el santo al cielo, entre los críos y los gritos de tu padre se me olvida, y como no te voy a ver hasta el verano siguiente, si es que llego, pues…», rastreó el fondo, hurgando debajo de sábanas y juegos de toallas, hasta que encontró una bolsa de plástico, blanca y azul, en la que se leía la marca de un supermercado. Se la tendió y, antes de que Nati respirara olor a naftalina y a tiempo detenido, su madre le dijo:
—Toma, anda, aquí están, que tú lo vas a entender mejor que yo, que eres niña y te deben de gustar estas cosas todavía, las cartas del tío Ignacio, Ignacio Párbole. ¿No me dijiste una vez que las querías? Pues aquí las tienes. Todas. Y la mayoría sin abrir…