Desde la muerte de Jaime Baldrich el ánimo de la Charo había desfallecido. Las paredes de Muntaner se le habían venido encima y por más que lo intentase no podía salir de ellas. Sagrario pasaba la mayor parte del tiempo a su lado. Cada vez le costaba más levantarse para hacer las faenas. Después de un par de visitas al doctor Balcells lo tuvieron claro: depresión. La Charo, la que siempre había estado activa moviéndose de una habitación a otra, no podía. Salvaba las tardes sentada, junto a la señora, que era quien la obligaba a ir a la consulta, y quien le proporcionaba las pastillas que el doctor le había recetado, comentando en cuentagotas evocaciones que le venían a la mente, haciendo suya la vida que los Baldrich le habían contado. Pese a ello, la Charo ni podía ni quería obrar de manera diferente. Era tan fuerte su dependencia que imaginarse por momentos fuera de esa casa la entristecía aún más. Despojada como estaba de vida propia, desde la muerte de Jaime había entrado en una atmósfera irreal en la que nada suyo quería ni la apaciguaba. Ni siquiera las llamadas de sus sobrinas, sólo las de Nati Baldrich conseguían devolverle un indicio de ánimo. Azuzado por las preguntas que nunca se había hecho, al corazón de la Charo lo atravesaba la frialdad de la angustia. Sus recuerdos, sin rumbo cierto, iban de la vida a la muerte de Jaime Baldrich, de la nada a la nada, para doler en ese espacio que le restaba de vida y no quería vivir.
No obstante, aquella tarde de mayo, cuando el señor le ordenó que preparara cena para cinco, la Charo se avivó como una brasa en su penúltimo estertor. Es posible que hasta le viniera bien que la señora se fuese a Valldoreix. El hecho de que se presentaran invitados del señor la animó. La posibilidad de verse valorada por los demás la tonificaba. Se esforzó por salir de sí misma. Se propuso cocinar tortillas de patatas y brandada de bacalao. Hizo pedidos a Casa Quílez. Se pasó la tarde en la cocina. Sacó fuerzas para pelar patatas, rallar tomates, batir los huevos, cortar pan, cocer patatas, desmigajar el bacalao, girar las sartenes y preparar la mesa baja, de manera informal y delante del televisor, como le había indicado el señor. Rellenó la nevera. Dispuso bastante hielo en el congelador. Se preocupó de que hubiera suficiente biscuit glacé y chocolate. Por supuesto, hizo sitio para dos botellas de Moët Chandon. Cuando parecía que ya lo tenía todo listo se acordó de la escalivada que tanto gustaba al señor y enseguida encendió el horno donde asar los pimientos. Luego dejó limpio el salón. Lo hizo todo con tanta viveza que a las ocho, media hora antes de que llegaran los invitados, aún tuvo tiempo de sentarse un cuarto de hora en un sillón y dejar en reposo las corrientes turbulentas de su pensamiento.
A las ocho y media, cuando apenas faltaban quince minutos para que comenzase el encuentro, sonó el timbre en el piso de Muntaner. La Charo fue a abrir mientras el señor se acababa de arreglar en su cuarto. Nadie en su sano juicio, al ver el talante de rompe y rasga con que Jenaro Baldrich saludó y se abrazó con los italianos, hubiera dicho que aquel hombre recién despertaba de una siesta de tres horas. A Mateu no lo saludó con tanta efusividad. Mientras tomaban asiento, la Charo acercaba la bandeja con los martinis y los aperitivos. Mateu pidió cerveza, bien fría. Franco, Emiliano y Alberto se decantaron por el Cinzano. Hacía muchos años que Mateu no pisaba el salón de los Baldrich, ese espacio en el que se había fraguado la gestación de Sandro Carnelli, al que había ido cuando era un chiquillo que hacía recados en los talleres Mateu y donde se habían llevado a cabo tantas de las promesas que ahora se arrugaban en la frente de Jenaro Baldrich.
Tan pronto se inició el partido Mateu empezó a comerse las uñas. El salón se fue llenando de humo. Los italianos estaban felices con su partita di calcio. En italiano emitían improperios contra el árbitro, carentes de toda maldad. Ese era su ambiente. Tenían a Mateu al lado, siempre pendiente de ellos, de vez en cuando preguntando por sus familias, por sus hijos, por la Liga italiana. Apostaban por la Sampdoria, pero no escatimaban en bromas. Más que el balón les interesaba el vino que se disponía a abrir Jenaro Baldrich diciendo:
—Adesso provate questo, Viña Ardanza, tutto per voi…
A lo que indicaron:
—Ma che cazzo, Jenaro!
—¡Grande, Baldrich!
Los clientes respondían con la satisfacción en la sonrisa. Sabían lo que bebían. Tampoco era la primera vez que probaban aquel jamón, que ya sabían mezclar con pan con tomate. En la mitad del encuentro, la Charo sacó el resto de la comida. Dialogaron entonces de Sandro Carnelli, de futuros negocios. Jenaro habló de nuevos nichos de mercados salientes fuera de España, de competitividad, de la importancia de tener detrás una garantía como Sandro Carnelli. Mateu permaneció callado, como si lo que su jefe decía no fuera consigo, haciendo un vacío al manojo de enseñanzas monográficas acerca de cómo hacer país y empresa, en tanto la suya se desmayaba. Mateu Mallol se sabía la lección de memoria. Quizás por eso, a Baldrich se le acabó pronto la cuerda de su discurso. Sin la clarividencia de otras veces, pasó a temas menores. Rellenó las copas de todos antes de abrir otra botella. Empezó el segundo tiempo. Con los invitados bien atiborrados de jamón, tortilla, escalivada y brandada, y cargados de vino, una vez finiquitados los platos y las tres botellas, Jenaro Baldrich mandó sacar el postre y el carrito con las copas. La Charo recibía elogios en un idioma que no entendía pero cuya entonación bastaba para que se sintiera orgullosa. El chocolate caliente por encima del biscuit dejó boquiabierto a más de uno. Jenaro ofreció puros y se encendió el suyo. El partido concluyó cero a cero. Cuando ya había caído la noche y tras el ventanal de la terraza sólo se veía la opacidad de un cielo sin estrellas, Mateu salió a tomar el fresco para tratar de calmar sus nervios. Al empezar la prórroga regresó al salón. La complicidad de los comentarios delataba la buena relación entre Nápoles y Barcelona. La botella de Cardhu había iniciado el descenso de un contenido que enrojecía los rostros y sofocaba las miradas. Y cuando en el minuto 111 Koeman logró el gol de la victoria superando a Pagliuca, Mateu se levantó del sofá y gritó la palabra gol como si esa expresión, que se estiraba como una onomatopeya, contuviera cincuenta y seis años de delirio y rabia. Jenaro hizo lo propio pero, por obligación de sus piernas, a cámara lenta. El júbilo de la pantalla encontró su reflejo en aquella estancia. Entonces se oyeron los primeros cohetes. Los italianos, en un bonito detalle, abrazaron a Mateu como si él hubiese marcado el gol. Hasta el salón de los Baldrich llegaron gritos de contento que acontecían en terrazas y balcones vecinos. Los tres italianos y Mateu salieron a la terraza y comprobaron in situ cómo empezaba a vibrar la ciudad. Mientras, Jenaro Baldrich gritaba a la Charo que trajera el cava. Las copas estaban preparadas. El propio Emiliano descorchó la botella, y el corcho llegó a tocar el techo. Brindaron. Comentaron una y otra vez la jugada del gol y cada una de las repeticiones que aparecían en pantalla. Cuando Zubizarreta levantaba la Copa de Europa en el palco de Wembley, mientras el presidente de su equipo lloraba, sonó el teléfono. Jenaro no dejó que fuera la Charo quien descolgara. Era el doctor Balcells, para felicitar a su amigo. La alegría iba de teléfono en teléfono. A Baldrich se le oyó decir «collonut» y otras palabras en catalán. Mateu la tenía en los ojos. Se sirvió una copa con muy poco whisky y entonces, con conocimiento de causa, dijo lo que los italianos querían que dijera:
—Emiliano, Alberto, Franco, yo sólo os digo una cosa: esto merece un homenaje. Vosotros mismos.
De este modo se fueron los cuatro de la casa de Baldrich. Jenaro, pese a que había dormido por la tarde para mostrarse ágil y aguantar hasta tarde, pasadas las doce empezó a flaquear. El alcohol le afectaba, pues ya no vocalizaba con claridad. Comentó que se acostaría en breve y recordó a los clientes que los dejaba en buenas manos. Mateu se llevó a los italianos a su territorio, a las barras que más les atraían, para que la conversación discurriera por los meandros de la reserva.
Nada más pedir las primeras copas en el Sutton, antes de que la noche empezara a perderse por mundos de felpa más suave que aquella barra, con la palabra avanti en boca de los italianos, y muchas otras que denotaban una cordialidad demasiado legítima, Mateu lo tuvo claro, retomó la conversación que habían tenido por la tarde, en frío, antes de subir a casa de Jenaro, y empezó a hablar:
—Mirad una cosa, vosotros ya me conocéis, y en la empresa está habiendo cambios generacionales que no son lo que parecen ser. Hay quien quiere tomar el relevo sin haber vivido la empresa. Son más jóvenes y no saben los esfuerzos necesarios para asumir nuevos horizontes, de hecho ya conocéis el bla bla bla. Lo que yo os propongo…
Es probable que fuera esa noche, o quizás unas horas después, cuando la humildad rica en concesiones de Mateu se diera cuenta de que el futuro empezaba a tener sentido. No obstante, lo que Mateu todavía no sabía, pero acabaría sabiendo de manera tan natural como la fuerza que transmitía, pues la naturaleza es sabia y decide a quién atribuye algunos dones, es que tenía clientes porque hacía amigos.
Así que dos días después de la final Mateu decidió, por fin, abandonar lo que había sido su vida: Sandro Carnelli. Y lanzarse de una vez por todas a la gravedad de la dignidad.
Al enterarse por boca de Rodrigo de que Mateu ya no barajaba la idea de irse de Sandro Carnelli porque esa idea era una realidad, Jenaro Baldrich sufrió un bajón de tensión que le blanqueó el rostro. Se hallaba en Muntaner, jugando a las cartas con el doctor Balcells, que había ido a visitarlo, a ver cómo andaba su estado de ánimo. Bebían coñac con la tranquilidad que otorga tener la vida resuelta, la jubilación sin dejar de facturar y sumar. Hablaban de mujeres, de la posibilidad de que Baldrich le comprara un Mercedes 190 que el médico no usaba, del carácter de Cruyff y del delirio de Wembley que todavía seguía burbujeando en la plaza de Sant Jaume, de medicamentos, de reumas, de la primavera que estaba encima con su eterno capricho de dejar en desuso los bronquios de Sagrario.
En medio de la partida apareció Rodrigo Baldrich. No eran todavía las cinco de la tarde, por lo que al señor Baldrich le resultó extraño ver a su hijo tan pronto en la casa:
—Papá, he ido a comer a Casa Leopoldo. Me he encontrado a Mateu. Estaba sentado, comiendo con un proveedor.
—¿Y?
—Luego lo he llamado, al proveedor, era Francesc Amat, de Renoud, y me ha dicho que sí, que ya lo sabe todo el mundo en el mercado, que Mateu se va de Sandro.
—¿Y te ha visto?
—Sí, me ha visto.
—¿Y te has quedado?
—No.
—Mal hecho… Y ahora dime una cosa: ¿con quién has ido a comer a Casa Leopoldo?
Y ahí, cuando la pregunta del padre adquiría forma de respuesta, Rodrigo Baldrich no pudo contestar. Entonces vio cómo el señor Balcells le miraba por encima de sus gafas, con la cabeza ligeramente agachada y las cejas arqueadas. Un instante cargado de silencio atravesó el salón de los Baldrich. Rodrigo no llegó a ver porque miraba cómo le temblaba el cuello a su padre mientras parecía contar cartas, pero sí escuchó lo que el doctor Balcells se atrevió a decir, lustros después de que se lo hubiera dicho a Sagrario en su consulta de la Bonanova:
—Desde luego, con tu padre no hay quien pueda, ¿eh, chaval?
En ese punto algo vibró en el brazo de Jenaro. El doctor Balcells lo ayudó a ocupar el sofá y ordenó acercar la copa y la botella de coñac. La cara se le volvió blanca y es probable que se acusara de todo lo que no nombró.
Mateu entró, al día siguiente, en el despacho de Rodrigo, nervioso, fumando, y sin tanta fluidez verbal como solía, y le dijo:
—Toma, aquí tienes —sobre la mesa dejó un teléfono celular de considerable tamaño y unas tarjetas de crédito—. Me voy de Sandro, si quieres alguna respuesta pregúntale a tu padre.
—Pero, hombre, Mateu —de pie, tras la mesa, Rodrigo Baldrich hasta llegó a esbozar una sonrisa—, eso no puede ser, siéntate y hablamos.
—No me siento, no tengo nada que hablar contigo. Lo que no hemos hablado hasta hoy, no tiene sentido hablarlo ahora.
—Pero ¿cómo es posible? Mateu, ¿qué quieres decir?
—Ya te he dicho que le puedes preguntar a él. Él tiene la clave de todo. Me prometió algo que no ha cumplido. Dudo que alguien haya podido querer más a tu padre que yo… pero me ha engañado demasiadas veces.
—¿Y adónde te vas, a la competencia?
—De momento, Rodrigo, me voy de vacaciones. Ya me habéis arrinconado bastante. Viendo lo que me habéis demostrado ya me dirás lo que se podría esperar de ti. Tú ya tienes experiencia, y capacidad, y grandes dotes. Seguro que puedes conducir el barco solo.
Cuando abandonó, con pasos rápidos, el despacho de Rodrigo, a Mateu todavía se le contraía el corazón, en el que cabían sus cuarenta y siete años de Baldrich.
Bastó poco para que Jenaro reaccionara. Esa misma tarde apareció en Sandro Carnelli. Lo primero que hizo fue agarrar el teléfono celular que había dejado Mateu. Revisó todos los números y se lo llevó a su despacho. Mandó reunir a todos los asalariados. Buscó los contactos para llamar, entre otros, a Emiliano y a Franco, pero Mateu había borrado todos los números salvo los suyos de Muntaner y de Valldoreix. Las llamadas al móvil de Mateu las atendía él, respondiendo a todas de la misma manera: «No, Mateu ya no trabaja en Sandro, afortunadamente se acabaron las mentiras para nosotros, le voy a explicar…». En una hora logró congregar a todos los trabajadores en la sala de juntas. Acompañado por su hijo, con el habano en la mano, y las espaldas cargadas, don Jenaro Baldrich empezó su discurso anunciando que hoy era uno de los días más difíciles en toda su trayectoria profesional, puesto que había recibido una puñalada que todavía sentía clavada en la espalda. Era una puñalada profunda y colmada de perfidia. Sin respiro alguno, con la mirada arrugada por el humo, siguió exponiendo que el engaño y la traición de Mateu Mallol hacia Sandro Carnelli no debían preocupar a nadie, pues hoy, al mismo tiempo que quedaba al descubierto la alevosía de la mala raza de las personas desagradecidas, era un día grande para Sandro, uno de los días más importantes en la historia de la empresa, pues definitivamente habían podido quitarse la losa de tener que mantener a Mateu como gerente, y que de ahora en adelante Rodrigo Baldrich iba a tener más capacidad de decisión, más espacio, más poder, y por fin podría trabajar sin la sombra coartadora del engaño que personificaba Mateu; alguien a quien él había criado, había mantenido desde muy pequeño, desde que tenía nueve años y lo sacó de la tenebrosidad de unos talleres, cuando ya empezaba a tener esa fea manía de mentir y la costumbre, aún más deshonesta, de no pagar boleto en los transportes públicos, que él mismo, Jenaro, le había ayudado a corregir, como otros tantos defectos, por quien había apostado dándole todo, abriéndole las puertas de su casa y de su patrimonio, procurándole trabajo a su familia, y a quien había cuidado como a un hijo, y a quien había deseado tener incluso como yerno. Ese mismo ahora le respondía de esta manera, yéndose a la competencia, con información privilegiada, de la noche a la mañana. El rostro de Jenaro Baldrich estaba inflamado, el vidrio de sus ojos a punto de quebrarse, en su papada por momentos temblaba la cólera, y puede que el arrepentimiento, y también es probable que en ese punto, al anunciar, sin que le quedase otra, que su hijo Rodrigo Baldrich permanecía como única cabeza visible de la empresa, Jenaro empezara a entender que una cosa era lo que él quería y otra muy distinta lo que su edad le iba a permitir hacer.