Un año después, cuando terminaba el verano de 1991, Jenaro Baldrich había vuelto a caminar y nadie, a tenor de su vitalidad, hubiera dicho que sufrió un accidente que casi se lo lleva al otro mundo.
Como era su costumbre seguía pasando largos ratos, de manera intermitente, en Sandro Carnelli. Sabía cuándo aparecer y cuándo no hacía falta que lo hiciera. Caminaba más lento, tratando de mantenerse erguido. La rehabilitación había impuesto cierta parsimonia en su actividad. Había engordado considerablemente después del accidente. También los años se cobraban lo suyo, pues a menudo parecía que la estatura de Baldrich hubiera menguado. O quizás era la ropa, más ancha, y la visible despreocupación en el modo de combinarla, lo que hablaba de la ausencia de Francesca. O tal vez era que a ratos se le cargaban las espaldas. El pelo había vuelto a crecerle, un raudalito blanco se espesaba en su vasta cabeza. Y también sabía que su empresa, desde hacía unos años, había perdido su fuelle y estaba sumergida en la supervivencia del esfuerzo de Mateu.
Hacía tiempo que Jenaro Baldrich sabía que Rodrigo jamás tomaría su relevo. En absoluto pecaba de ignorancia: su hijo era de su misma sangre, pero no de su misma raza. Sus hijos, desde jóvenes, se habían permitido el lujo de discernir la vida privada y el trabajo. La mayor decepción de Baldrich era Rodrigo, de quien más había esperado. No sabía enfrentarse al progresivo desapego de su hijo, a su bienestar, o mejor, a su mentira, pues aquella actitud atenta exhibida en los primeros años, con el paso del tiempo, y al ver que el atrevimiento tenía que ir en serio, se transformó en mentira. Fueron gestos de una comedia que tenía por propósito contentar al patriarca, meterse en el bolsillo cuánta razón hubiera por delante. Qué bien sabía el padre lo cómodo que se había vuelto el hijo bajo la protección de sus beneficios. Trabajaba sin gusto, sin duda algo despreciable para Baldrich. Por eso se culpaba de ello, por no haber sabido transmitir lo que su padre le transmitió a él como algo natural. Ahora entendía que a Rodrigo le vinieron los frutos antes que el esfuerzo. Así el brillo de otras épocas perdía consistencia. Las minutas se iban olvidando del fulgor. Tolvaneras de polvo crecían bajo los pedidos. Los reclamos publicitarios se carcomían en los paneles, bajo la estampa de flamantes imagotipos modernos. Aquel esplendor de los días de antaño, cuando Sandro Carnelli era una draga diestra en vencer cualquier aspiración, iba poco a poco cerrando sus pequeñas tiendas en pueblos, extraviados ahora en el olvido de cajas y realidad sin horas extras, y en los distritos en los que nuevos grandes almacenes dejaban sin luz el faro de Baldrich.
Es cierto que la marca resistía en los barrios, pues todavía había tiendas en Hospitalet, Poblenou, Sant Andreu, Sant Adrià…, y en los pueblos de tradición obrera como Sant Andreu de la Barca, La Llagosta o El Masnou, que la hacían sobrevivir como una marca añeja que la modernidad se iba merendando como si no hubiera remedio ni fuerza capaz de detener el reemplazo. Todo ello a pesar de que sí, de que Sandro Carnelli tuvo su momento y en su momento fue precoz, y marcó un hito en el desarrollo económico. Porque fue un proyecto arriesgado, fraguado con ínfulas de quimera que traspasa fronteras, renovador, generador de riqueza y de elegancia, buen mentor, consejero en tiempos deslucidos, hasta que las fronteras dejaron de marcarlas el ensueño y la ambición y las marcó la ley de la selva de la oferta y la demanda, el mercado común de la avidez. Y ahora otros nombres como Massimo Dutti, Zara, Emidio Tucci colgaban sus letreros. Instauraban sus logotipos y se iban instalando en el mobiliario urbano del centro de la ciudad, adonde se acudía a comprar en masa, sobre todo los sábados, desde cualquier punto de la comarca. Esas nuevas marcas atraían la atención de la clase media, al igual que en otro tiempo Sandro Carnelli superó a los Tejidos Rius, y derrotó el aburrimiento de una ciudad gris en su fisonomía y en el modo de gestionar sus recursos y su hacienda, cuando dejó en la cuneta los tranvías, el estraperlo, la España de convento y sacristía, y tantas otras casas de tejidos artesanales que no pudieron con su industrialización y dinamismo.
Porque Sandro Carnelli fue verdad.
Y eso contaba para Jenaro.
La realidad carcomía las médulas de la empresa. Pero Baldrich se mantenía: Sandro Carnelli era su espejo, seguía produciendo, distribuyendo y aguantando achaques y ventas, y algunos clientes, gracias a la fibra que concede la historia, a la voluntad de esfuerzo de su trabajador más prematuro, a la saliva que tragaba su dueño. La palabra mantenimiento no cuadró jamás con el espíritu de Jenaro Baldrich, cuyo talante, además de emprendedor, era invulnerable. Baldrich, un personaje singular que, conforme se enteraba de que algunos colmados del barrio cerraban, sucumbiendo ante la dictadura que imponían las grandes superficies y los llamados supermercados, dibujaba media sonrisa y decía «Eso es porque no tienen nombre. Los que tienen nombre y apellido no cierran». Y sabía lo que decía. Las había visto de muchos colores desde que nació en Tarragona, en 1920, y empezó a familiarizarse con los avances tecnológicos: las máquinas, los coches, la electricidad, las comunicaciones, la evolución de las monedas, su soñado cosmopolitismo, su disposición a la responsabilidad.
En mitad de aquel desbarajuste, Mateu recibió una llamada. Una nueva marca de ropa llamada Zara se estaba adueñando del mercado, no sólo a nivel peninsular, sino con gran mentalidad exportadora, porque esa marca y muchas otras formaban parte de potentes grupos industriales textiles que acabarían abriendo una tienda al día por todo el mundo y que superarían a todo cuanto se pusiera por delante. Tenían clara su destreza para ofrecer ropa de tendencia de calidad media y asequible, barata, como Sandro Carnelli, pero con mayor disposición y tonelaje logístico, con muchos más cambios en los diseños y en los colores, además de una gran habilidad para captar instantáneamente los gustos del mercado y rapidez de respuesta a los mismos.
Alguien, entre la competencia, habría dado la voz de la buena labor de Mateu Mallol, impulsor de tanta riqueza en Sandro Carnelli, desde su puesto de gerente a lo largo de tantos años de dedicación sin descanso. Su cualidad para atraer clientes y conservarlos, su facultad para chapurrear idiomas y no cortarse, sus criterios modernos heredados de la astucia de Baldrich y sobre todo su capacidad de convicción, su don para persuadir, su labia y su eficacia estaban por encima de su edad. Porque en realidad ese hombre estaba abocado a un éxito que no podía imaginar para sí mismo, pero que en cambio nunca dudó para la empresa a la que prestaba los servicios. No obstante, en algo fue sumamente listo Baldrich, pues del mismo modo que le inculcó la fuerza también le fue inculcando grandes dosis de miedo. Todas las cualidades que Jenaro le había infundido, Mateu las poseía de forma innata, y aún no lo sabía. Y aunque pasaba los cincuenta, y un matiz de cansancio se infiltraba en su mirada, entre los lumbreras del sector era conocida su reputación. Apostaban por él. Se lo llevaron a comer a un salón del Quo Vadis, que dicho sea de paso, ya conocía, y recordaba. Y es probable que tuviera su ración de elogios antes de las proposiciones que engalanaron el postre. Responsabilidad, cosmopolitismo, dinero. En el momento de estampar la firma no pudo. Se lo tenía que pensar, pues era algo para lo que necesitaba tiempo, tiempo para decidirse porque Mateu, en verdad, no quería volver a trabajar para alguien, no aceptaba volver a prestar sus servicios bajo la presión del yugo de otro jefe.
Aquella misma noche, al comentar la jugada con Gloria, ella le pidió que abandonara de una vez por todas Sandro Carnelli, que se pusiera por su cuenta o que firmara por otra empresa, pero que se fuera por fin, por favor, de aquella mentira. Por segunda vez, se lo volvió a suplicar.
—Tienes que hacerlo, hasta el humor te ha quitado Jenaro…
Mateu le dijo que estaba en ello, pero que todavía no era el momento, pues aunque su trato con los clientes y los proveedores era impecable, había otras cosas en juego, como el capital. Estaba buscando socio. Ya casi lo tenía. Esperaba una respuesta de los italianos, si ellos le apoyaban al inicio, si ellos le aseguraban compras, podría despegar con el proyecto que tenía en mente.
—Pero aún no es el momento. Las cosas se hacen cuando es posible hacerlas…
Un día después su mujer pensó que sí era el momento de hablar y de decirle la verdad a su marido. Él no podía abandonar Sandro Carnelli, pero ella sí podía abandonarlo a él. Así se lo hizo saber. Eso sí era posible. Modosa y sin gritos se fue de casa, diciendo que estaba enamorada de un cliente, jugador y con pasado alcohólico, pero tranquilo, que le prometía seguridad, estabilidad económica y, por encima de todo, pasar más tiempo en casa.
Entonces, es fácil creer que Mateu se acordara de Pilar y se arrepintiera de no haber seguido con ella, y de todas las proposiciones que le hizo en su día, cuando le prometía que iba a dejar a Gloria y no lo hizo. Luego, entre juramentos que no llegaban y sábanas de hotel y otros tantos «la semana que viene, en cuanto pueda, te llamo», a Pilar se le pasó el amor, la emoción, y se casó con uno de su edad.
Jenaro Baldrich fingió no enterarse de nada. Pero sabía todo, no le faltaban contactos, incluso con quién se había ido Gloria, pues ella le pidió el finiquito en persona, en el despacho de Sandro Carnelli, de donde salió cosida a preguntas que tuvo que responder, y también el derecho a paro, que se tuvo que ganar a cambio de respuestas.
Así las cosas, una tarde de aquella misma semana Rodrigo Baldrich entró en el salón de Muntaner. Se encontró a su padre sentado a la mesa, ante las idas y venidas, cada vez más lentas y obligadas, de la criada y el murmullo del telediario. Antes de tomar asiento, seguramente alertado por algún conocido del sector, mientras arrastraba la silla, le dijo:
—Corre el rumor de que Mateu se va. ¿Tú crees que se irá?
—¿Adónde va a ir ese? —Jenaro no dejó de comer, por lo que habló mientras sorbía el gazpacho de siempre, el que tanto le gustaba—. ¿Adónde? Si no se ha ido nunca, ya no se va, yo ya sé que tontea por ahí, pero ya tiene más de cincuenta años, que no ves que está cascado, ya no se va, y además no tiene hijos, ni mujer, así que… ¡nada, miedo ninguno!
Jenaro agarró la servilleta de sus muslos y se la pasó por la boca. Con un golpe de cabeza señaló la botella de vino. Rodrigo, al ver el vaso de su padre vacío, supo leer el mensaje. Mientras volcaba la botella volvió a hablar:
—Yo no estaría tan seguro, si se va de Sandro Carnelli tendremos que…
—¡Tendremos que nada, coño! —entonces Jenaro golpeó la mesa. Temblaron los cubiertos, y el vino, en el vaso, inició un oleaje—. ¡Me he pasado la vida tratando de educaros en el esfuerzo, para que fuerais resolutivos, y ahora me vienes con miedos! —Jenaro no redujo el tono de voz, como si la rabia acariciara sus palabras—. ¡Pareces un acomodado, un burgués acomodado! Eso es lo que eres, pensé que servirías para algo, pero te has dedicado a engañarme… La culpa ha sido mía… —hubo un silencio. Jenaro mantuvo erguida la cuchara—. Así que no me toques los cojones, quieres, siéntate a comer y ¡no me toques los cojones! Además, te voy a decir otra cosa: los problemas no existen, lo que existen son las situaciones difíciles. Parece mentira que no lo sepas después de toda la vida conmigo. Para solucionarlas hay que pensar, dejarse aconsejar incluso, y después de tener la decisión tomada, ejecutarla, con rapidez y sin miramientos, es entonces cuando tienes que ser rápido, cuando tienes la solución, y no antes, y ahora te estás comportando como un idiota, como si no fueras hijo mío… Qué desgracia… ¡Tener un hijo vago! ¡A mí me tenía que pasar! Pero eres mi hijo, eres hijo mío y no puedo hacer nada, eres el único que me queda y no puedo hacer nada…, pero por suerte todo lo que a ti te falta, a mí me sobra…, ya lo sabes.
—Tengo otra cosa que decirte…
—Dime, coño, dime, y que sea lo último, que no me dejas oír la te…
—Vas a volver a ser abuelo —Jenaro miró a su hijo, por un momento obvió las palabras de Alfonso Guerra en la pantalla—. Y si es niño se llamará Jaime.
—No hagas eso, Rodrigo —Jenaro se puso serio. Como si aquella noticia no tuviera ni un grado de alegría. Un viso de tristeza surcó su mirada—, por lo que más quieras, no hagas eso.
Pero fue niña y se llamó Inés.
El nacimiento de Inés Baldrich llenó de regocijo al matrimonio Baldrich de Arana, pero resultó prácticamente indiferente para el resto. Sagrario tardo dos días en bajar desde Valldoreix para conocer a su nieta. Fue un detalle comentado en voz baja por parte de la familia De Arana. No obstante, Jenaro Baldrich encargó un gran ramo de flores que le fue llevado a María hasta la habitación de la Dexeus, a nombre del matrimonio Baldrich. Allí se encontró con otro ramo que acababa de llegar desde Madrid, enviado, con cariño y deseando lo mejor, por Natividad.
Ya era abril de 1992. La primavera se iba instalando en Barcelona. El polen de los árboles y el polvo que generaban las obras mantenían las gamas cromática y sonora de la ciudad en estado catatónico. Los Juegos Olímpicos estaban a la vuelta de la esquina. Una insólita excitación exprimía su jugo por los comercios, los bares, las calles. Definitivamente las diferentes caras de la ciudad iban cambiando. Aumentaba la presencia de hoteles. Barcelona terminaba la carrera para convertirse en un hotel de lujo. Al mes siguiente, el padre de la recién nacida Inés se preparaba para acudir a Lóndres. El Barça jugaba en Wembley su tercera final de la Copa de Europa contra la Sampdoria italiana, la de Vialli y Manzini, una delantera inquietante, pero que no intimidaba al Barça de Cruyff y el desparpajo, la alegría de jugar al ataque, una máquina de crear ocasiones.
Y fue precisamente la final de Wembley la que desencadenó la definición del futuro de Sandro Carnelli. Porque cinco días antes de la final, Mateu, que ya tenía la entrada y el billete de avión, entró en el despacho de Jenaro Baldrich.
—Vengo para decirte que me voy a Lóndres, a Wembley, vengo para pedirte ese día, vamos, para avisarte de que…
—No vas, Mateu, olvídate de eso. No puedes ir a ninguna parte la semana que viene. No va a ser posible —Jenaro Baldrich ni siquiera se levantó de la silla—. Y te juro que me sabe mal, Mateu, pero lo primero es lo primero.
Mateu sabía qué decir pero no cómo hacerlo, y se vio forzado a aguardar, desconfiado, una explicación.
—Mira, Mateu, yo sé que tienes ganas de ir a ver al Barça, pero la semana que viene ya he quedado con Franco y Emiliano, y con otros clientes italianos. Vienen toda la semana. Ya han reservado en el Calderón. Y no puedes faltar. Quieren verte.
A Jenaro Baldrich no le temblaba el pulso, ni la voz. Se expresaba con imperturbabilidad. Sabía bien lo que debía decir y cómo hacerlo. Tenía setenta y dos años, pero por encima de todas las trabas de este mundo seguía fiel a sí mismo. El mismo de siempre y para siempre. Sabía exigir:
—Tienes que estar con ellos. Vienen de Nápoles por ti… Hombre, Mateu…, lo primero es el trabajo. Y estableciendo prioridades, no hay otra cosa más importante, en este momento, que levantar las cifras. Estamos en una etapa complicada, y vamos a levantar esto juntos como tantas otras veces, como siempre. Mira, Mateu, sólo el esfuerzo nos sacará de esto. Vamos a regenerar el proyecto. Juntos. Seamos razonables, coño… Tienes que estar aquí, ellos quieren verte, todo el día preguntan por ti… Nos quedan pocos clientes, y ellos son los más importantes, y lo sabes. Ahora nos pueden ayudar mucho, seguro que saben de nuevos proveedores, seguro que nos abren nuevos horizontes, es el momento de estar con ellos.
—Jenaro, tengo la entrada y el billete de avión, salgo el miércoles al mediodía y regreso esa misma noche. Son unas horas, nada más…
—Precisamente el miércoles es el día que quieren verte, coño. Me han pedido que veamos juntos el partido. Y así lo haremos —entonces Baldrich cogió un habano y empezó a mimarlo con los dedos, de abajo arriba, una y otra vez—. En mi casa, en Muntaner. Tenemos clientes, Mateu, no hace falta que te diga lo que eso significa. Lo sabes igual que yo. Nada tienes que hacer en Lóndres más importante que estar aquí. No quieras comparar. No te voy a repetir ahora lo importante que es mantener la exportación cuando aquí atravesamos una mala época, nos va a ayudar a regularizar, Mateu, lo sabes mejor que yo. En los tiempos duros conviene tener capacidad de diseccionar el mercado. Pero tranquilo, te pagaré la entrada… —y entonces le dio donde más le dolía. Ay, Gloria, qué generosa en respuestas…—. Seguro que tú también tendrás cosas que hablar con ellos, no los vas a dejar tirados. Ya les he dicho que te hacías cargo, que estarías por ellos, y no veas cómo se han puesto de contentos.
—¿Tu hijo va? —se atrevió a preguntar Mateu.
—Creo que sí, pero eso qué más da… Mateu, tú eres más importante que él en Sandro… Eres el referente, la cabeza visible. Todos quieren verte a ti, y quieren ver la final contigo. Y así será porque así lo he prometido. Son italianos…, lo pasaremos bien. Y tranquilo, tranquilo, que esta vez ganamos, coño, fuiste a Sevilla y pasó lo que pasó, pero aquest any sí, ya verás… Que nos lo merecemos, coño, que nos lo merecemos.
En ese punto, Baldrich agarró el puro, lo encauzó hasta su boca, mordió una pizca del inicio, sostuvo ese trozo entre los dientes, miró a Mateu a los ojos para ver que los tenía perdidos por la mesa, y lo escupió al suelo, convencido de todo lo que había dicho, con más confianza que nunca, esperando a que Mateu suspirara, levantara ligeramente los hombros y con una naturalidad engañosa dijera:
—De acuerdo.
Los dos sabían que no le quedaba otra.