9.

Fue en el entierro de Jaime Baldrich, tres días después de su muerte, todavía sintiendo en el estómago el golpe, sedado por la incomprensión, incrédulo, sin aceptar el desmantelamiento interior al que nos había sometido a todos la realidad, y aún con la llave de la moto en mi bolsillo, cuando Nati me dijo que la madre de Jaime Baldrich no era su madre.

En un momento dado, ya después de la ceremonia religiosa celebrada en la capilla del tanatorio de Les Corts, casualmente situada a dos pasos del Camp Nou, mientras nos acercábamos a los nichos, caminando lentamente con el mutismo a cuestas, Nati se acercó y me dijo al oído, pero sin bajar el tono de voz, como si con el simple hecho de acercar su boca a mi oreja ya estuviera su mensaje a resguardo del rumor de los pasos sobre la arena y las piedras, unas palabras que no he podido olvidar jamás, ni dejaré que el tiempo lo haga nunca, pues en ellas conocí la esencia de Nati, la naturalidad de las personas que dicen lo que piensan sin llegar a saber lo que están diciendo, sin preocuparse de artificios, tal como lo sienten, con el corazón, manchado por la vida, por todas las veces que se ha puesto ya sobre la mesa, palpitando en cada verbo:

—Mira a mi madre, ni siquiera llora. Te juro que a mí, si se me muere mi Uli, me lo tienen que quitar de las manos.

Las personas como Nati Baldrich no son de este mundo. No saben guardar secretos pero valen más que todos ellos. Nati construía su mundo a golpe de cuentas pendientes con ella misma. Siempre dispuesta a la generosidad y siempre sin tiempo para verse con la envidia. La conozco bien. Transita su biografía sin cumplidos. Me pasaré la vida queriendo ser como ella.

Desde entonces me fue imposible olvidar esas palabras, y a ratos todavía hoy, algunas tardes en que la melancolía de los cumpleaños me devora, las recuerdo y me muerden las entrañas, y me hacen llorar, y me sientan en un banco, me clavan los dientes en los labios y me dejan como un pelele anclado en el dolor, probablemente por la carga dramática de la imagen, o por la fuerza que tienen algunas verdades cuando pesan y se sienten y se expresan sin tapujos.

Sagrario Losada no lloró durante el funeral por su hijo ni un solo segundo. Es posible que se cansara de mirar al suelo. La vi ir de un lado a otro de la piedad, como quien camufla un remordimiento. A ratos me pareció que tenía prisa por solventar el agravio que imponía la certeza de la caja. Puede que alguien más, al mismo tiempo que Nati, se diera cuenta de su incomodidad ante el trance. Por su parte Jenaro Baldrich se veía atravesado por un padecimiento más cercano a la culpa que a la angustia. Desde su posición, sentado, se le pudo ver arrugando la frente y asintiendo como si negara el irrealizable remedio.

Se sabe que pensó en su hermano Gonzalo porque se lo dijo a Rodrigo y fue entonces cuando este, y Nati, supieron que su tío Gonzalo Baldrich murió colgado en Vallvidrera cuando Rodrigo tenía pocos años y Nati ni siquiera era una idea. Rodrigo Baldrich no quiso preguntar ningún otro detalle a su padre. Le bastó oír lo que le dijo antes de salir, en casa de Rodrigo, mientras una asistenta recién contratada en la casa lo aseaba frente al espejo del baño y ante la presencia de su hijo:

—Es el segundo que se me mata. ¿Será por mí? Debe de ser culpa mía, si yo no he hecho nada —y siguió negando como solía, declamando respuestas—, podría haber sido yo, ves…, podría haberme ido yo… Rodrigo, mira que se lo dije, todo lo que quiero, lo pierdo, todo…

Entonces Rodrigo quitó hierro al asunto. Echó tierra encima de la muerte. No quiso saber nada más para no darse de bruces con nuevos detalles pasados de su familia.

El entierro transcurrió sin minutos de más. El bochorno de agosto pesaba en las rodillas y en las respiraciones. A menudo llegaba a asfixiar la atmósfera de hálitos y besos al vacío. No éramos muchos más de los que estuvimos esperando en la calle Verdi. Eran las once de la mañana y el sol daba de lleno en aquel espacio de nadie, y acaloraba nuestros hombros. Noté mi espalda, en lo bajo, empapada. Todas las caras que veía lucían ojos inflados de desavenencia, de querella contra la genealogía y la incomprensión. Cuando María de Arana se acercó a su suegra y, en un arranque extraño, como si se hubiera acordado en ese instante, mientras el encargado de cubrir el nicho, subido en lo alto de una escalera, pillaba pequeños montones de cemento con su espátula creando un compás de golpes secos, le preguntó dónde estaba la Charo, qué raro que la Charo no viniera, con lo que la Charo lo quería… Sagrario, mientras inspiraba por la nariz, dijo:

—No ha querido venir. Mira que se lo hemos dicho, ven, mujer, ven que hoy somos todos iguales, pero ha dicho que no venía, que no era su lugar…, que se quedaba con los críos. Así es la Charo, María, es muy prudente. Siempre lo ha sido.

Una vez enterrado el ataúd de Jaime Baldrich, los reunidos alrededor de su muerte nos fuimos disgregando. Yo me quedé con Nati y con Roger. Dado que Ulises, por indicación de sus padres, había permanecido en Muntaner, con la Charo y con su primo Eduardo, los tres nos fuimos a tomar un café. Nos despedimos sin excesos de casi todos los demás.

Sentados en un bar vecino al cementerio, muy cerca de un hotel de lujo y del bullicio de la Diagonal, en mitad del desangelado panorama de los bares en agosto, Roger, Nati y yo nos vimos en territorio ajeno, sin palabras, pero con la necesidad de hablar. Se venía encima una situación compleja.

—Pues tendré que volver a Madrid antes de que me echen —Nati se refería a su trabajo en televisión, al que llevaba tres días faltando, aunque había avisado y tenía permiso.

—Pues sí —dije yo, por decir algo. Roger deslizó entonces su mano por la espalda de Nati, en un gesto que no desagradó a nadie, antes de que ella me preguntara:

—¿Y tú qué? ¿Qué vas a hacer en tus vacaciones?

—Yo me quedo en Barcelona —me salió así, tal cual. Lo decidí en ese momento, sin plan preconcebido—. Me voy a quedar en el piso de Ignacio Párbole hasta que me canse.

Entonces Nati, como es ella, se giró sobre sí misma, hurgó no sé qué cosa en el bolso y simplemente añadió:

—Pues me parece muy bien. Toma —y me tendió sobre la mesa unas llaves. Estaban atadas a un llavero que representaba el escudo del Barça, tintinearon de manera brevísima. Al ir a cogerlas noté en mis dedos la presencia de granos de azúcar. Me sacudí la mano en el pantalón.

Y en aquel instante, Roger Segura, zarandeando la silla, tal como es él, hay personas que se definen mejor por lo que dicen, sobre todo en determinados momentos, soltó:

—Pero como hagas lo mismo que Jaime, te mato.

Así fue como decidí quedarme en la calle Verdi durante aquel mes de agosto, con intención de afrontar la situación desde la propia yema. Fue una decisión irreflexiva de la que no tuve ni un segundo para arrepentirme.

Antes de pagar los cafés, Roger volvió a intervenir:

—¿Y la moto? ¿Qué hacemos?

Los tres nos quedamos en silencio. Golpeé cuatro veces la taza vacía con la cucharilla. Un camarero se acercó y dejó un ticket en la mesa. Roger se llevó la mano al bolsillo y Nati, que en ese punto dejó de morderse una uña, dijo:

—Pues nada. De momento que se quede donde está. Y tú, Uge —señalándome con la mano—, como te vas a quedar la vas vigilando, y si quieres la coges, total, ya está pagada, y luego ya veremos, que ahora sólo me falta tener que pensar en la moto.

Aquellas vacaciones resultaron decisivas en Sandro Carnelli. La paralización de agosto parecía hecha de un material extensible. Definitivamente ya no era el mismo de antes. Como si se tratase de una marca ancestral que resiste por costumbre, había perdido capacidad de atracción. Había dejado de seducir. Con el accidente de Jenaro, la empresa resistía por esa inercia llamada Mateu, que por lo pronto estaba más preocupado en personalizar contactos, y seguía al pie del cañón, pese al bajón de las cifras. Entre la competencia se decía que Baldrich ya no podía tirar del carro. Rodrigo se fue ganando fama de vago en el sector. Y el cierre de tantas tiendas ponía en duda, si no la capacidad de supervivencia de la empresa, sí la de su superación. Dado que el presente estaba derretido, se puede decir que Sandro Carnelli construía su futuro con pasado.

No obstante, Jenaro Baldrich no se caracterizó jamás por no saber vender. Seguía siendo un hombre con ojo para el negocio. Y el local de Rambla de Cataluña, que había permanecido cerrado desde la clausura de la tienda, consiguió venderlo a buen precio. Desde hacía unos meses colgaba encima de la puerta un letrero en el que se leía MASSIMO DUTTI. Era una muestra significativa del traspaso generacional, de los cambios en el mercado. Aquella competencia de la que tanto hablaba Jenaro cuando comentaba que nuevos productores se le venían encima no era broma. Alertado por sus contactos en Italia, Baldrich estaba sobre aviso de la evolución de la industria. Y también sabía de quién hablaba cuando hablaba de los gallegos y de los asiáticos.

Aquel mes de agosto transcurrió más rápido de lo habitual. Entre unas cosas y otras se me pasaron las dos primeras semanas volando. A partir de la tercera, ya con el rumor de las fiestas de Gracia debajo de casa, subiendo por las ventanas y colándose hasta la cocina, empecé a notar cierta parsimonia en el paso del tiempo. Me animé a salir y sentí que estaba instalado en el barrio. No me cansé de pasear ni de visitar los decorados de todas las calles que ese año entraban en concurso. No faltaron estratagemas al respecto. En el Canigó eran objeto de chisme y habladurías. Escuché conciertos. Me tomé bastantes cervezas. Me manché las manos de aceite al comer pa amb tomàquet y jamón entre el tumulto de gentes y guirnaldas. Pasé tardes enteras en el Canigó. Me cubrí de serpentinas y confeti en más de una ocasión, y viví la heterogeneidad de unas fiestas populares en las que cabían peinados extravagantes, vasos de plástico, tribus urbanas, bailes tradicionales y familias enteras cuyos hijos pequeños llevaban globos sin saber para qué. Luego en casa revisaba todo el material que Párbole había dejado en herencia a Jaime: los discos de Alfredo Zitarrosa, Pink Floyd, Daniel Viglietti, Serrat, La Tana Rinaldi, Silvio Rodríguez, Santana, Los Olimareños, The Doors, Raimon, Fania All Stars, Mercedes Sosa, Mozart, Víctor Heredia, Quico Pi de la Serra, Pablo Milanés, The Allman Brothers Band, Eric Clapton, uno doble de Aute muy usado, llamado Entre amigos… Los fui poniendo con calma, pero sin poder escuchar ninguno entero, más bien canciones sueltas escogidas al azar, en el tocadiscos cuya aguja estaba, la verdad sea dicha, en bastante mal estado.

Fui espiando el piso: repasando de manera veloz títulos y autores, la mayoría desconocidos para mí, algunos me sonaban de algo, en su biblioteca (El astillero, La pell de bou, Idea Vilariño, Moralidades, Bajo el volcán, Costafreda, Diarios, Rama, Cien años de soledad —ese hasta lo tenía por casa—, Borges, Machado, La casa verde, Saint-Exupéry…), sus armarios (camisas, naftalina, seriedad, reserva, elegancia), sus estanterías (mate, bombilla, ceniceros, retratos enmarcados, fotografías sueltas y dobladas —Andrea, Nicolás, Martín, los Litvan, la catedral de Palma de Mallorca, Sendic, Jaime y Párbole juntos en la sala de columnas del parque Güell, el pabellón de Mies van der Rohe…—, detalles de porcelana, una postal de Tacuarembó), su orden y su estilo para decorar los interiores y situar las cosas en función de la luz, aprovechando los espacios, sacando partido de las esquinas. Recuerdo bien dos retratos antiguos en el baño. Era la primera vez que veía en un espacio semejante dos retratos enmarcados. Eran dos litografías muy antiguas que representaban lo que bien podría ser un matrimonio, pero por separado. Ignacio Párbole era un hombre culto. Y solitario.

Y fue el día 20 de agosto, en plena efervescencia de las fiestas de Gracia, cuando llegó una carta desde Buenos Aires. Al abrir el buzón y verla (aquel sobre de ribetes de colores, y la impresión, hecha con tampón, que decía: por avión), confieso que un temblor me prensó el corazón. Subí las escaleras releyendo el remite. Entré en el piso. Preparé una cafetera.

Instintivamente llamé a Nati, como si yo no pudiera decidir sin su mediación. Así, como es ella, en mitad de su estrés, quitando hierro al asunto, con esa forma suya de no ver problemas donde no los hay, me dijo que la abriera y que luego le contara.

Y yo, que ya había abierto la carta de tanto manosearla, saqué las tres hojas y me senté a leerlas en la chaise-longue que Ignacio Párbole había dejado al lado de una planta que casi tocaba el techo, de espaldas al balcón y a las cortinas, justamente preparada en el salón para que yo me sentara aquella mañana de agosto a las once y media, a leer su caligrafía impecable y cursiva bajo un gratificante chorro de luz natural, y acabara sabiendo hasta dónde puede llegar lo irreparable.

Buenos Aires, 2 de agosto de 1990

Queridísimo Jaime:

Se me pasó tu cumpleaños y vuelvo a llegar tarde para felicitarte. Qué manía la mía de no saber llegar a tiempo a las citas importantes. Ya ves que te escribo a Verdi convencido de que te has quedado con el piso y de que seguirás quedándote después del año nuevo y por mucho tiempo. Yo sé que es tu lugar y que serás feliz ahí.

Por acá todo bien, con un frío que obliga a beber grapa desde por la mañana, un frío de verdad, de los que exigen extrañar el Mediterráneo. Te imagino pasando calor, refrescándote en Valldoreix y disfrutando en las noches con brisa y música en las fiestas del barrio, de plaza en plaza, y de cerveza en cerveza.

Desde que llegué no hago más que pasear por una ciudad diferente a la que dejé. De igual fisonomía pero de distinto temperamento, con menos humor y menos cariño, o a lo mejor ambos son producto de lo que la imaginación de cada cual proyecta en la distancia. Será la dictadura, esa bestia que todo lo devasta. Tantos desaparecidos, tantas generaciones de jóvenes desmanteladas tienen que notarse de algún modo. Eso se percibe en el aire, en la atmósfera… Así que de nuevo experimento el malestar que supone idealizar desde lejos las cosas que uno no puede ver ni tocar. A veces el ansia traiciona y la verdad devuelve lo soñado a la realidad.

Carlos y yo acordamos que vamos a vender el departamento que nos dejó nuestro viejo en San Telmo, en el que estoy parando ahora.

En aquel momento llegó hasta el salón el pitido de la cafetera. Por el modo como sonaba pensé que si no me daba prisa en apagar el fuego, el café empezaría a hervir de un momento a otro y ya no sería lo mismo. Atravesé el pasillo a toda prisa, descalzo, dejando las hojas sobre la silla en la que estaba sentado.

En efecto, pillé el café a punto de hervir. Me serví una taza y añadí dos cucharadas de azúcar. Pensé en agregar un par de cubitos de hielo pero me dio pereza. Volví por el pasillo, sintiendo en los pies las baldosas frías, más despacio que antes, con la taza casi llena. Antes de empezar a quemarme los dedos de manera irreparable logré apoyarla en la estantería. Suspiré de alivio. Agarré las hojas y el sobre. Me senté. Volví a contar los folios, aún quedaban cuatro caras. Seguí leyendo.

El otro domingo fuimos a la cancha de Huracán, cerquita de Almagro, el barrio que te decía del tango, con un viejo amigo, para ver a Boca perder dos a uno. Me acordé mucho de vos y le hablé a mi amigo de nuestro Barça recién salido campeón de la Copa. Y de Cruyff y de ese modo suyo de jugar con los tres defensores y de Milla, que tanto te gusta, y de Bakero y de Koeman y de Laudrup.

Hablo de vos a todo el mundo, también a tus primos, les hablo del barrio y de nuestros cafés. De tu pasión y de tu sensibilidad por la música. Y de la belleza de Barcelona cuando se muestra natural y no está envuelta para regalo. ¿Te acordás de Valentina? Hablé con ella el otro día. Regresó a Montevideo y reinició su trabajo como maestra del liceo. Me preguntó por vos, le conté que andabas bien, y bueno, no sabés la cara que puso cuando le conté que estuvimos un año después de que ella se fuera en la plaza de la Catedral, viendo a Serrat en las fiestas de la Mercé, te acordás, cuando sacó «Bienaventurados»… Qué grande…

Y bueno, acá ahora gobierna un tipo raro llamado Menem. Es peronista. Se me hace difícil creer que alguien pueda simpatizar con un señor que parece de plástico. Ciertamente es como uno de esos robots que hacen por Corea. Ni una sola palabra de las que dice le sale del corazón. Alfonsín le entregó el poder. Le dejó como legado una crisis económica y un proceso hiperinflacionario, que quiere decir que todos nos vamos al carajo menos los cuatro millonarios y los muchos milicos de siempre…

Pero ya basta de pavadas.

Si te escribo esta carta es para decirte algo importante que se me quedó por decir nuestra última tarde en el Canigó y que me pesa acá, en el costado, como una mancha enorme de aceite, difícil de borrar. Jaime, acá están Martin y Nicolás, pero ninguno de los dos ha sido padre, y ninguno de los dos quiere verme más de cinco minutos por semana, como mucho, pues siempre tienen prisa y una madre que les contó de mí un sinfín de mentiras que creyeron, y que no vienen a cuento… porque la verdad que te voy a decir es otra. No me atreví a contártela en Barcelona, y no quiero irme de este mundo con esta culpa que me pesa y no sé cómo nombrarla. Me diagnosticaron un cáncer en el páncreas, y me dieron unos pocos meses. Cuando lo vio el doctor del Clínico, el tumor ya estaba muy avanzado. Fue dos semanas antes de irme. No quise ser una carga para nadie en Barcelona. Esa ciudad me había dado mucho como para que yo ahora abusara de ella. No pude. Prefiero morirme acá. Lo entenderás, sólo hace falta tiempo para entender estas cosas. Carlos y su mujer vienen a menudo. La pasamos bien. Me dicen que después de vender el departamento me vaya con ellos a Uruguay. Les digo que voy a pensarlo. Allí, en Tacuarembó, estaré mejor, y aunque Carlos también está mayor seguramente acabaré aceptando. Me estoy medicando y tengo plata que me traje de España para tirar más tiempo del que voy a vivir. Nicolás y Martín no saben nada. Y mucho menos Andrea, que finalmente se volvió a casar.

Tienes que aprovechar, Jaime, que luego la vida se pasa volando. Mirá, te hablo como si fueras un pibe y ya tenés cuarenta años, que no es nada, pues ya sabés bien que sólo hace veinte años que tienes veinte años.

Pero es en estos días de frío en los que, cuando me quedo solo, recuerdo momentos, y me viene la tristeza, y con ella todas las cosas que no te pude decir allá, en el Canigó… Ya no tengo ganas de leer, ni de proyectar, ni tampoco tengo edad para ir a buscar trabajo. Quizás por todo ello, por la vejez prematura, a ratos me siento solo, la soledad ya no me sienta bien, tan bien como otras veces quiero decir, y prendo la bombona, y se me vienen encima versos de Borges. No he sido feliz, y por eso quiero que vos lo seas. Y me vienen a la cabeza, será que veo la muerte cerca y hago repaso, los versos que tantas veces te dije: y «No me abandona. Siempre está a mi lado / la sombra de haber sido un desdichado». En efecto, no me abandonan, siempre están a mi lado, como una sombra.

Entonces pienso en mi vida desde muy lejos, como si fuera algo que ya no me pertenece y a ratos no supiera qué hacer con ella. Y me veo con mil años menos en Altafulla y pienso que tú podrías haber sido mi hijo, porque es cierto que una vez tu madre y yo nos quisimos. Y es verdad que cuando éramos muy jóvenes lo intentamos, ya no sé si hacer el amor o hacerte a ti, en Altafulla, en una de las casas de los pescadores a quienes yo había sobornado. En la playa en la que paseábamos algunas tardes. Entonces no era como ahora. Había poco en lo que distraerse y mucho espacio… Las gaviotas eran nuestra televisión. Y a uno se le iban las manos, y las ideas, volando de un pueblo al otro, pues esos eran nuestros viajes. No pudimos porque no entró, no pude. Ya sabés de lo que te hablo. Vos sos muy sensible, yo lo sé. Todo eran torpezas mutuas que la risa no sostenía. Era la primera vez y era tanto el nerviosismo (y la ignorancia; de hecho le tuve que explicar a tu mamá que, contra lo que ella creía, los niños no salían por la boca…) que acabamos riendo y diciendo otra vez será. Otra vez será. Pero nada es nunca como esperamos. Ni la vida ni la muerte. La vida se mueve sola, y a mentido, eso que uno aguarda con entusiasmo le recibe a uno con indiferencia, sucede con algunas ciudades, con algunas casas, con algunos cuerpos, con algunos corazones. Y «otra vez será» es todo lo que me quedó, y lo que me quedaría.

Y quizás como no fue nunca nada y como la única certeza es que eres el hijo de Sagrario y de mi primo, a quien tanto quise también, y quien supo conquistar a tu mamá porque fue más decidido, más clarividente y seguramente más sutil, y mejor (uno debe saber reconocer sus limitaciones… y tu papá, hay que decirlo, es un gran hombre, capaz de cualquier cosa), me vienen los versos y toda esa literatura del descontento que nunca trajo a nadie nada bueno… Ahora puedo decirte todo eso, quitarme de encima esa verdad, para que luego tú la pongas donde quieras.

A la vuelta de la hoja, la caligrafía de Ignacio Párbole se hizo menos firme, parecía insegura, como si fuera una rara inestabilidad lo que lo mantuviera escribiendo. No llegaba a ser una caligrafía temblorosa, pero sí más irascible, y tremendamente cierta, como si le saliera del corazón sabiendo que serían, en breve, líneas postreras.

Ahora sí que vivo esperando, Jaime. Pienso que tal vez te resulte raro todo esto dicho de este modo, tan tarde, pero no me odies, es porque te quiero por lo que te confieso mi vergüenza y por lo que no te lo dije en Barcelona. No me odies, y si podés no sentirte decepcionado ya será un motivo de alegría. Y es que ahora sé que vivo llevando la muerte encima, dentro, y la veo por todos lados, continuamente, como si su espera fuera la de una tortura de amor de la que no hay manera de librarse. A ratos creo que la necesito como necesito respirar para seguir esperándola, ya sé que no me explico, pero sé que lo entendés. Estas cosas son muy simples. Estoy en un momento en que mi única felicidad se halla en la felicidad de los que querés, sobre todo la de tus hijos. Otros ratos, acá dentro siento una carga de rabia arrepentida de mil cosas que me devuelve una y otra vez a la infancia, y tardo en darme cuenta de que ella es ya una ficción a la que se acude cuando el miedo oprime el corazón. Y me suben los remordimientos de no haber hecho nada bien, de arrastrar esta mala costumbre de creer en lo que ya no existe, esta tendencia que tenemos algunos de volver a lo perdido como si lo perdido juera sólo una bicicleta colgada en el granero que tenían mis viejos en Altafulla y que, aunque no funcionaba porque siempre se le salía la cadena, nunca se tiraba, por si acaso… Pero lo perdido es más que eso, lo perdido no espera, lo perdido duele. Por eso, Jaime, no pierdas el tiempo, y seguí aprovechando como sabés la brisa y la cerveza.

Y «res més», como tú dices a veces, me despido en espera de unas líneas tuyas, dale, no seas chanta, unas líneas nomás, con unos versos de ese poeta de Barcelona del que tanto me hablaba Valentina, Gil de Biedma, cuyos libros tenés en la casa, que dice: «Están estos recuerdos, que sirven nada más / para morir conmigo».

Dicen que todo lo que fue existe, en caso de que sea cierto no sabemos para qué sirve… pero será mejor que lo creamos.

Siempre tuyo, te quiere mucho, mucho, tu tío

ignaciopárbole

Cuando fui a beber el café, ya estaba frío.