8.

Antes de partir a Barcelona, estuve escuchando las cintas en catalán que me había grabado Jaime. Quería darle una sorpresa y aprenderme de memoria «Noia de porcellana» o «L’home estàtic», pero no me fue posible recordar más de dos estrofas.

Hasta que no nos sentamos en la sala de embarque del aeropuerto de Barajas no reparé en que hacía diecisiete años que Roger Segura no pisaba Barcelona. Ni él mismo podía creerlo. Allí, sentados ante el anuncio de un breve retraso de nuestro vuelo por problemas técnicos, me dijo que había pensado en volver millones de veces, y que era un tema que había hablado con Nati, sobre todo después del nacimiento de Ulises, pues los dos querían enseñarle al pequeño la ciudad responsable de que fueran sus padres, pero que por una cosa o por otra lo había ido postergando:

—Son cosas que vas dejando, vas dejando, y luego…, pues luego hasta te acojona.

El problema técnico se hizo un poco más técnico y resultaba ser grave. Al oír las quejas de los viajeros, Roger compró latas de cerveza y dejamos los ceniceros de la sala tiritando. Desperté segundos antes de aterrizar por el manoseo de Roger, y con el cuello de la camisa empapado por la baba. Al bajar del avión, en El Prat, en mitad de un estruendoso bullicio que nos acribillaba los tímpanos, despertamos de un estado letárgico incomodísimo, como recién salidos de una siesta espesa. Cualquier cosa nos molestaba. Roger aprovechó para decir una de sus típicas observaciones:

—El avión es un buen invento, pero carece de alma, justo lo que tienen los trenes. Así que Uge, la próxima vez, ya sabes…

Nati nos alojaba en Muntaner. Fuimos en taxi. Me avivé en el trayecto. La humedad de Barcelona se concentraba en la espalda y traía hasta el taxi un leve olor a salitre. Pese al inicio de las vacaciones la ciudad parecía llena. Al entrar en Francesc Macià, en la Diagonal, unas obras nos obligaron a un rodeo considerable. Al fin llegamos al portal de Muntaner, despiertos, y con todo el equipaje. Roger cargaba una ancha caja marrón en la que podía leerse NAKAMICHI que pesaba como un reproductor de compact disc. En el ascensor, sin hablarnos, volvimos a reírnos.

Al verse, Nati y Roger se dieron dos besos, como si fueran amigos. Y nadie hubiera dicho que eran más que eso, de no ser por el sprint que se marcaba Ulises por el pasillo gritando:

—¡¡Papáááá!!

Nati no tardó en comentarme que estaba sola en Muntaner, que yo dormiría en la habitación de Rodrigo. Sagrario y la Charo se habían ido a La Valbal. No irían a la fiesta de Jaime, según dijeron, porque «Eso es para los jóvenes». Y Roger y ella ya verían dónde y cómo dormían. «Ventajas de ser una pareja moderna», me dijo al oído.

Jaime y Nati habían estado toda la tarde llevando la comida que había dejado preparada la Charo hasta la calle Verdi. Según dijo íbamos a cenar unas tortillas de patata «cojonudas», unos embutidos ibéricos de primera, un bacalao «para morirse» y algunas sorpresas más que no decía y que, por favor, no se nos ocurriera preguntarle.

—Sólo falta la Vespa. Vamos a ir a por ella antes de que cierren. La tienes que coger tú, y la aparcamos en la plaza de la Revolución. Entonces lo hacemos bajar y le damos las llaves envueltas en este papel de regalo que tengo preparado… La verdad, el tío está contentísimo, todo el día llamándole gente, se le ve muchísimo mejor.

Jaime nos había citado a las nueve. Teníamos dos horas para acabar de organizar todo. La lista de invitados incluía a Jenaro Baldrich, que vendría con Rodrigo y con María; de hecho, se iba a quedar a dormir con ellos, en el nuevo piso de estos en El Putxet, y también Mateu, Gloria, los amigos que le quedaban y que heredó de Roger tantos años atrás, el dueño del Canigó y más trabajadores de Sandro Carnelli, proveedores, clientes, dependientes de tiendas… que no conocíamos. La pregunta era tan obvia que Nati contestó antes de que Roger y yo la emitiéramos:

—Y Julia también. Le envió una invitación, pero no sabemos si aparecerá.

Nati nos ofreció cervezas. Roger y yo nos miramos. El primer impulso fue decir que no, no sé, es que… Nati nos las puso en la mano… y nos sacó un plato lleno de un jamón que se deshacía en la boca. Nos sentamos los tres en la terraza. Deberíamos haber enmarcado ese momento. La calle Muntaner lucía los árboles copados de verde, desde lo alto de la azotea se distinguían podados con un mimo casi milimétrico. Corría la brisa. La luz parecía limar el cielo. A lo lejos, muy a lo lejos, se intuía la presencia del mar. El capvespre se iniciaba con el ruido de las obras paralizado. Hasta allí llegaba el rumor de las hojas y las ramas. Y muy de vez en cuando el pitido de algún claxon. Barcelona estaba bonita. Tierna, y con una turbiedad de morbo que se desbarataba en el aire.

Fuimos a buscar la moto al concesionario de la calle Valencia con Aribau. Fui yo quien condujo hasta Muntaner. Con Nati detrás. Tuve que esforzarme por aguantar el equilibrio, cuando todavía se podía circular sin casco. Riéndonos como dos niños que en una boda prueban por primera vez una copa de coñac sin saber lo que es, por pura curiosidad. Mitad mareados, mitad tarumbas. Sentía sus manos apretadas a mi barriga. Los dos metidos de lleno, por inercia y por cariño, en la germinación de la fiesta de Jaime.

Cuando Roger y Ulises, que nos esperaban en la calle, nos vieron llegar, agitados, dando voces ininteligibles como «¡iiiiyeppaaa!» o «¡¡¡uuuuuuuuuhhhh!!!», ambos negaron con la cabeza. Entonces Nati, sin bajarse de la Vespa, dijo:

—¡Quedamos en la puerta del Canigó! —y, mirando con agrado a los ojos de su ex, agregó—: Sabes ir, ¿verdad?

«Pues claro», debió de decir Roger, que sujetaba el regalo que había traído para Jaime con las dos manos, pues ni Nati ni yo lo oímos.

Seguimos calle arriba, poniendo a prueba la estabilidad de la moto, los contrapesos de la felicidad. Recuerdo que notaba la brisa en la cara. Por muy suave que fuera, si levantaba la cabeza tenía que arrugar los párpados y cerrar brevemente los ojos. Entonces Nati empezó a guiarme. Después de unos cuantos semáforos, esperas que llenamos tragando saliva, con risas y bromas, y con el oculto sabor a miedo que tiene el riesgo, nos acercamos al barrio de Gracia, donde las calles empezaron a estrecharse, y yo me las vi y me las deseé para no comerme un par de contenedores. Acelerar era ir dejando atrás estridentes rastros de placer. En cada curva cabía el mundo. En cada susto la aventura del presente continuo. Tras recorrer media calle en dirección prohibida y a toda velocidad, llegamos a la plaza de la Revolución y buscamos un hueco donde aparcar la Vespa, naranja, aún brillante, frente a una tienda de muebles. Pudimos fijar el candado y la cadena a la rueda delantera de la moto, y al girarme y mirar hacia el inicio de la calle Verdi vi el Canigó. Nati me puso la mano en el hombro. Yo la cogí por la cintura. No hizo falta decir nada. Entramos en el bar y nos pedimos una Estrella mientras esperábamos a que llegaran Roger y Ulises, que aún tardarían diez minutos, y el resto de invitados. Al no haber aire acondicionado, nada más pisar el bar se notaba la sensación de tener más calor.

—Cuando llegue Roger le picamos —catalanismo típico de Nati— y que baje.

—Vale. Chinchín —y chocamos las botellas. Bebimos a morro.

Después del primer trago, lo primero que hizo Nati fue guardar la llave de la moto en el envoltorio que tenía preparado. Era un sobre de color verde, de tamaño pequeño, que cerró pasando la punta de la lengua por la superficie adherente. Luego colocó ese mínimo embalaje en mi bolsillo, que era más ancho que los suyos. Sabía que Nati aprovecharía el momento para preguntarme por Roger. Y así fue:

—¿Y? ¿Cómo lo ves?

—No me hagas hablar, no seas mala…

—Vaaaa —y se retorció, en plan melindrosa, apoyada en el mostrador, suplicando de forma exagerada, al tiempo que arrancaba la etiqueta de Estrella, que estaba tan húmeda que se desarmaba con facilidad.

—Pues igual que tú. Estáis los dos como putas cabras y me tenéis harto.

Nati se rio. Volvió a dar un trago. Exhaló. Me acarició el brazo por debajo de la manga corta, arriba y abajo. Entonces Nati dijo:

—¿Y la canción? ¿Te has aprendido «Noia de porcellana»?

—«Noia de porcellana, buscava una ànima dintre teu, i això era com buscar papallones blanques damunt la neu…» y ya, nada más, no hay quien pueda con ese acento…, qué pesadilla…, qué tortura…

Nati volvió a reírse. Del techo del Canigó colgaba un ventilador que alguien puso en funcionamiento y cuyas hélices aportaban soplos de aire. Miramos el reloj. Ya no faltaba nada. Pagamos las cervezas. Ninguno de los dos pudo acabarla. Decidimos esperar en la calle, entre la brisa del anochecer que saneaba Gracia. Grupos de jóvenes subían Verdi arriba, en dirección a los cines. Un agradable trasiego urbano se iba adueñando del espacio y de la atmósfera. Todavía no eran las nueve en punto, por lo que la luz, pese a haber iniciado su despedida, mantenía su consistencia y se posaba sobre las cosas con complacencia. Las farolas de la plaza se habían encendido. Las dos cabinas telefónicas estaban ocupadas. También los bancos.

Por la calle Terol aparecieron Ulises y Roger. Fue difícil que este último, al ver la esquina del Canigó con sus ventanales, su puerta de madera, su interior de espejos y humo, no sonriera sintiendo la punzada de un doloroso placer. Pero, por más que le hiriera la añoranza, no quiso entretenerse, sólo nos dijo, con aire de amenaza:

—Luego venimos, eh, no me jodáis…

Así enderezamos por Verdi y remontamos la calle. Uli me cogió la mano. Sentí entre mis dedos los suyos, tan minúsculos todavía, como de una carne tierna y fría. Después de subir media calle nos detuvimos ante el portal. No había nadie esperando, por lo que una de dos: o los invitados ya estaban arriba o éramos los primeros. En cualquier caso Nati Baldrich fue decidida a llamar al interfono. Lo hizo. Esperamos la respuesta. Nati se miró los zapatos, eran unas albarcas, bastante nuevas, y yo bostecé brevemente y me entraron ganas de mear… Como no hubo respuesta, Nati reincidió en la llamada. En ese mismo momento, mientras Nati todavía tenía el dedo en el timbre, aparecieron Rodrigo, María, Eduardo y Jenaro, cuya silla de ruedas era conducida por su hijo. Nos saludamos con besos y apretones, y oímos a Nati decir:

—Este está en la ducha, o habrá salido a por tabaco, seguro.

Así que esperamos en el portal. Los dos primos pequeños se acercaron y, después de un momento de dudas, dieron rienda suelta a su palabrería. Roger seguía sujetando el regalo, aquel bulto sin envolver. Noté que empezaba a incomodarle el peso y el volumen. Cuando fui a sujetarle la caja aparecieron Mateu y Gloria. Roger me dio el paquete. Gloria, que iba muy maquillada, agarraba con las dos manos una tarta envuelta en un cartón en el que podía leerse la firma de la pastelería Sacha. Eso me hizo fantasear con una tarta de crema y frutas. Al ver que todos vestían de manera impecable, me arrepentí de no haberme arreglado un poco más. Al menos me podría haber cambiado de camisa… Mientras seguían los saludos Nati volvió a llamar al timbre. Esperó. Yo la estuve mirando, de espaldas. Agachó la vista. Y luego se giró hacia mí, y dijo:

—Nada…, será que ha ido a por Ducados… Qué tío más pesado…

Un par de viejos amigos de Roger aparecieron y le arrancaron una sorpresa que tomó forma de abrazo. En ese instante, me pesaba tanto el paquete que lo apoyé en el escalón del portal. Fui a saludar a Jenaro Baldrich. Se acordaba de mi nombre. Me apretó la mano con fuerza. La espera se fue prolongando. Disuelto entre la brisa flotaba un mejunje de perfumes que no resultaba desagradable pero que tampoco convencía. Entre Mateu y los Baldrich no hubo una palabra. Un asomo de timidez nos mantenía a todos medio callados. Era temprano para soltarse a hablar. Cuando ya eran las nueve y veinte Nati Baldrich volvió a llamar. Esta vez con firmeza, como si quisiera despertar, o provocar, a su hermano. Noté en mi bolsillo la rugosidad del fardo que envolvía la llave de la Vespa. Aproveché para tocarme un segundo ahí por donde me estaba meando. A las nueve y veinticinco la oscuridad se había apropiado del cielo casi con totalidad. En ese instante Nati me palpó el brazo y me dijo algo sobre el horario del estanco. Luego me miró y vi cómo levantaba las cejas y se le arrugaba la frente expresando confusión. Seguía llegando gente, muchos desconocidos. Traté de encontrar a Julia entre los recién llegados pero no la vi. Frente al portal nos habíamos congregado una veintena de personas. Nati, después de volver a mirar el reloj, llamó por quinta vez al timbre. Le pregunté si estaba segura de que ese era el piso y, frunciendo la frente, respondió:

—Pues claro que lo estoy. Si he venido cuatro veces esta misma tarde…

De tanto esperar la respuesta y comprobar que esta no llegaba, Nati empezó a sentirse incómoda. Sin saber a quién, con voz templada, dijo:

—Esto no puede ser.

Y así seguimos aguardando, prorrogando la espera como pudimos, entre la gente que caminaba por la calle Verdi y los cumplidos, las formalidades, las miradas momentáneas a los desconocidos, esa vergüenza que después de un par de copas desaparecería.

Pero fue un poco más tarde, a eso de las diez menos cuarto, cuando después de mirar el reloj pensé por primera vez en la posibilidad de que Jaime Baldrich no contestara nunca. Una vecina abrió la puerta, y Nati aprovechó para subir. Rodrigo y Roger también hicieron lo propio, guiados por la preocupación. Yo me quedé mirando a Jenaro Baldrich y todo su esplendor que se le iba contrayendo en la piel más próxima a los ojos. De tanto aguantarme se me habían pasado las ganas de mear. También vi a Uli y a Eduardo haciendo un juego de manos. Y a María de Arana, con la mirada atravesada de desconfianza. Mateu y Gloria permanecían callados. Ninguno se acercó a la silla de su jefe. Y fue en ese momento, mientras notaba la cara seria de Jenaro esperando un acercamiento por parte de Mateu, cuando tuve la certeza de lo que hubiéramos visto de haber estado en el piso cincuenta minutos atrás: porque Jaime Baldrich, después de ducharse, de malvestirse, de ver que todo estaba impecablemente preparado sobre la mesa del salón, de cerciorarse de que el cava estaba bien frío en la nevera, a continuación de probar sus comidas preferidas, seguramente con las manos, y de dejar encendidas las luces del salón y el equipo de música, se dirigió al patio de luces y tras asomarse y escrutar el vértigo dejó que el vacío se lo llevase. De ese modo, y no de ningún otro, dibujó Jaime Baldrich su última metáfora.

Se entregó al vacío con dedicatoria incluida a todos nosotros, y trazando una especial, un croquis con una línea lúcida, medida con rigor de maestro de obras, con la exactitud técnica de cuarenta años de curvas y parábolas, como si se la tuviera jurada, a Ignacio Párbole.

Después de que una vecina de los pisos más bajos descubriera, al ir a tender, el cuerpo de Jaime Baldrich contra el suelo de cemento, gris y húmedo, en mitad de una negrura difuminada por la sangre, salió de casa. En las escaleras encontró a Nati y a Rodrigo, que bajaban asustados después de llamar a la puerta de Jaime sin resultado. Los dos, seguidos de Roger, entraron en la vivienda de esta, atravesando un olor a cena caliente impropio del verano y un programa de televisión emitido en catalán, y llegaron al patio interior para ver a Jaime Baldrich descompuesto, entre convulsiones ya muy lentas, que se iban apagando, con las gafas hechas añicos a su lado, medio desnudo, sin camisa y con el cinturón mal abrochado, y con un complemento de piel atado en la muñeca que sólo supo identificar su hermano Rodrigo al ir a palpar de manera inútil, por inercia, el pulso: era la pulsera que le regaló Guendalina una tarde perdida en el olvido. Días después Nati me dijo que también tenía restos de bacalao entre los labios.