7.

Cuando Nati Baldrich entró en el piso de Muntaner y vio a la Charo no pudo evitar sentir un sobresalto en el corazón. Once años después volvía a reencontrarse con aquel recibidor, el pasillo tan largo y ese olor de la casa que recordaba cabalmente, un olor que mezclaba puchero y detergente. Se le hizo difícil no apreciarse surcada por un puñado de evocaciones. Y por consiguiente también se vio a sí misma, pequeña y frágil, trasteando por el corredor, a tientas, abriendo de puntillas la nevera, persiguiendo a sus hermanos y suplicándoles que le hicieran caso, tan inocente todavía.

Lejos de apreciar todo más desusado y diferente, tal y como había previsto, a ojos de Nati le pareció igual. Sintió que no había pasado el tiempo, que once años cabían en cinco minutos. Eso sí, vio las habitaciones más pequeñas, como si el paso del tiempo hubiera aprovechado que ella no estaba para encoger el piso, sin pedirle permiso, sin clemencia. No le entusiasmó la idea de verse más mayor, probablemente más madura, pero no por ello dejó de guiar a su hijo por todas las estancias, la terraza, los interminables corredores. También lo llevó a la cocina, donde la Charo le preparó una merienda copiosa.

—Ay… Nati, Nati, Nati, cuántos años… Si llegas a venir una semana antes aquí no había de nada… —dijo la criada mientras removía una cucharada de chocolate en polvo en un vaso de leche.

Una vez que tuvo la merienda dispuesta, la Charo no dejó que Nati hiciera nada y se la llevó en una bandeja hasta el salón, donde el pequeño Ulises se sentó frente a la televisión. Cuando regresó a la cocina, Nati empezó a acribillar a la Charo a preguntas. Las dos, sentadas en la cocina, tantas tardes después.

—Espera, toma, que hay un jamón muy bueno que compró ayer tu madre cuando supo que venías.

Así se expresaba la Charo, con devoción, laboriosa, como si tener de nuevo a Natividad cerca la excitara. La Charo otorgaba a ese regreso matices de aventura que algún día podría contar a alguien, en su pueblo, o a sus sobrinas por teléfono, al tiempo que se ponía en pie y abría la nevera y sacaba un envoltorio que separaba y cuyo interior extendía con tiento sobre un plato. Luego abrió el grifo de la fregadera y pasó por el chorro las manos, que se secó, vuelta y vuelta, contra el delantal, a la altura de los muslos. A sus años, cerca de sesenta y dos, más doblada que antes, con las piernas arqueadas y soportando en las espaldas el peso de toda una vida dedicada a los Baldrich, seguía sabiendo cuáles eran los momentos en que podía hablar. Y cuando Nati le preguntó por qué no empezaba a pensar en jubilarse, ella no tardó ni un segundo en responder:

—No puedo, hija mía, no puedo. No puedo dejaros. Ya me lo dijo el señor, desde antes del accidente que me lo lleva diciendo: Charo, cuando quieras jubilarte te hago los papeles, pero ves…, no puedo…, qué voy a hacer, ¿adónde voy yo?

—Pues a tu pueblo, Charo, a tu pueblo —Nati estaba masticando, por lo que habló con la boca llena—, del que siempre me hablabas.

—Allí a mí ya no se me ha perdido nada…, ya fui el año pasado…, pa qué… ¿Dónde voy a estar mejor que aquí? Yo en La Valbal con la señora, y en Muntaner con Jaime, que me necesitan, Nati, que me necesitan.

—Eso no lo dudo, Charo. Ya lo creo…

—Y tu hermano el que más, que ahora, aunque le haya dado la vena de irse de casa, adónde te crees que viene a comer cada día…, pues aquí, Nati, aquí… Ayyyy, si no puede estar solo, no puede…

—Bueno, Charo, pues después del verano, en cuanto tenga un piso nuevo te quiero ver en Madrid. Te voy a llevar, y a mamá también, os voy a llevar a las dos.

—¿A Madrid yo? Calla, calla, Nati, qué cosas dices…

Cuando llegó Sagrario, la Charo terminaba un sofrito cuyo olor había anegado la cocina y parte del piso. Después de besarse y de abrazarse en la cocina, delante de la Charo, las tres empezaron a dar voces y a elogiar el cuerpo y la buena cara de Nati, y cuando, guiado por las voces, apareció Ulises, su abuela tuvo el impulso de cogerlo en brazos. Luego desistió, y optó por besarlo reiteradamente, al tiempo que le repetía:

—¡Que soy tu abuela, que soy tu yaya!

—Mamá —intervino Nati—, que en Madrid no se dice yaya, no le hagas líos al niño… y además, no le grites, que te oye…

—Pues que aprenda, que aprenda. Yo soy tu yaya. A ver cómo lo dices: ¡ya-ya!…

Pero Ulises eructó, sin querer, y no llegó a decir nada. En realidad todo aquel universo desconocido lo mantenía callado, y aquella mujer de pelo rizado que decía «yaya» con ímpetu desmesurado más que atraerle le impresionaba. No tardaron las tres mujeres en darse cuenta de ello. Ulises volvió al salón. Y Nati aprovechó para preguntar a su madre, mientras se llevaba a la boca otra loncha de jamón, sin inmutarse por la presencia de la criada, por Ignacio Párbole:

—Me dijo Jaime que había venido un tío nuestro que estaba en Argentina.

—Sí, así es. Vino y se fue.

—Era el de la carta que te di el día que me fui, ¿verdad?

—Debe de ser él, sí, seguramente.

Nati Baldrich pudo ver, en su madre, a una abuela confusa, en busca de su lugar en el universo constituido por su familia. Sagrario Losada seguía con el mismo pelo, ensortijado pero con muchas más canas. Tenía la cara arrugada y más escuálida que antes. No obstante, al mismo tiempo aparecía más ancha de caderas. Calzaba un tacón menudo, y vestía una falda larga que la hacía más bajita y anulaba cualquier rastro de esbeltez. Los años le habían hundido los hombros.

—Así que te enviaba cartas y tú nunca nos dijiste nada.

—Para qué, hija, para qué…

—Pues para saberlo, mamá… Además, es un detalle bonito.

—No hay nada que saber. Ya te he dicho que era un primo de tu padre, de cuando eran pequeños en Tarragona… Se tuvieron que ir a la Argentina, luego volvió, y ahora se ha vuelto a ir. No para…, el hombre no para…

—Pues me hubiera gustado conocerlo. Según Jaime era muy interesante. Al menos guardarás sus cartas, ¿no?

—¿Cartas? Huy, vete tú a saber dónde estarán las cartas. Anda, déjate de cartas y vamos a poner la mesa, que la Charo ya tiene bastante con el pescado… ¡Y deja ya de comer jamón, mujer! Que luego no coméis nada…

Sagrario salió de la cocina con un mantel en las manos. Caminando por el pasillo le dijo a su hija que venía del médico, de la consulta del doctor Balcells, quien, por cierto, se jubilaba el mes que viene pero aun así seguiría con la consulta abierta, que le había recetado otra vez cortisona.

Una vez solas, Sagrario le hizo saber a su hija que la rehabilitación a la que tenía que someterse Jenaro iba a ser muy larga.

En efecto, la recuperación del señor Baldrich era una condena a la que se enfrentaba todas las mañanas en la clínica. Cada día aparecía por casa una ambulancia a las ocho, y lo devolvía a la una. Algunas tardes, Rodrigo lo venía a buscar para ir a Sandro Carnelli. Jenaro Baldrich empezó a hundirse en un abismo de máquinas de Rayos X, fisioterapeutas, masajes, corrientes y ejercicios diarios que lo agotaban. Pero era tan grande su empeño, que bastaba ver una de sus mímicas, apretando los dientes, manteniendo el pulso de los brazos, o resoplando con el rostro cuadrado y enrojecido, para saber que aquel hombre volvería a andar antes de lo pensado por los especialistas.

Entre Jenaro y Nati no hubo sobresaltos. Siguieron sin saber decirse las cosas. Jenaro continuó sin dirigirle la palabra más allá de lo necesario, como si le pudiera la timidez, como si cada vez que le hablara estuviera traicionando su propio orgullo. Una extraña torpeza se instalaba en la lengua de Jenaro cuando tenía que hablar a su hija. Y algo se le resentía dentro cada vez que la miraba. No obstante, con su nieto sí que se mostraba cordial. Y generoso. Durante aquellos primeros días lo cubrió de propinas que luego el niño, al no saber qué hacer con tantas monedas, daba a su madre. En ningún momento osó preguntar por el padre. Como si ya lo supiera sin querer saberlo.

Cuando Nati se encontró con Rodrigo, ambos se dieron cuenta de que eran dos desconocidos que empezarían a conocerse a partir de ese momento. Entre María de Arana y Nati hubo más complicidad, o menos vergüenza. Y los dos primos, Eduardo Baldrich y Ulises Segura, Edu y Uli, encontraron en la terraza el espacio para desarrollar sus tramoyas, sus penaltis y su constante Taqui-Gol.

Así fue como el mes de julio reunió a los Baldrich. Un mes que se iniciaba con altas temperaturas, bañistas en la playa de la Barceloneta y un montón de obras metropolitanas que mantenían la ciudad patas arriba, sumida en una contrarreloj de apariencia sofocante que tenía como meta el verano de 1992, y que incluía operaciones urbanísticas como la apertura de la avenida Diagonal hasta el mar y la construcción de grandes conjuntos como Diagonal Mar o el Front Marítim sobre las instalaciones de Macosa, una de las grandes empresas mecano-metalúrgicas catalanas, y los terrenos de Catalana de Gas, respectivamente, que prometían transformar el litoral barcelonés en un espacio residencial de renta alta, apenas integrado con el resto del tejido urbano existente.

Luego, conforme avanzaron los días, los Baldrich se fueron disgregando entre Valldoreix, Muntaner y la clínica. A mitad de mes, extrañeza: Jaime Baldrich anunció que ofrecería una fiesta de cumpleaños en su nueva casa, la de la calle Verdi, para todos. Dijo que cumplía cuarenta años y que le apetecía celebrarlo a lo grande, con su familia, sus amigos y su música. Advirtió desde el inicio que él se iba a encargar de los discos. Su hermana no lo entendió muy bien, por lo novedoso de la situación, pero toda la familia estuvo encantada. Nati me llamó feliz. Me dijo que Jaime también quería que viniese Roger, que si podía ser yo el encargado de decírselo, y que nos viniéramos juntos. Dije que sí a todo. Obedecía órdenes.

Nati Baldrich también volvió a La Valbal. Se reencontró con la sensación de veranos lejanos, pero vivos, cuando los días se sucedían en la piscina, ante la sombra que imponía el inicio del curso, con el 15 de septiembre acechando a la vuelta de la esquina, ese día que aparecía al fin para doblar las toallas y borrar de los pies el cosquilleo del césped, porque en Barcelona esperaban el uniforme, el asfalto y las aulas. Igualmente aquel espacio le pareció más abreviado. Allí pudo ver a Ulises bañarse, disfrutando del agua y del buen tiempo, chapoteando y aprendiendo a nadar a base de resistencia y tos y tragar cloro; y también pudo observar a su madre regar el jardín con puntualidad, abstraída en las flores, con su inseparable manguera.

Fue desde La Valbal desde donde me llamó una tarde. Tenía prisa por decirme cuál era el regalo que había elegido para Jaime. No se lo podía callar más. Había pensado que fuera una sorpresa incluso para nosotros pero se lo tenía que decir a alguien. El regalo era una moto, una Vespa, y tenía que ser naranja. La había visto en un concesionario y ya la había encargado. Ahora que ganaba dinero, comentó, era el momento de devolver antiguos favores. A pesar de ser unas fechas comprometidas podían conseguirle una para un par de días antes de la fiesta. Al otro lado del teléfono se percibía lo que solía decir Roger, que Nati era más dichosa dando que recibiendo.

En cuanto Roger supo de la fiesta de Jaime y de las ganas de este por que estuviera presente en ella, se le ensanchó la sonrisa. Es probable que vislumbrara un horizonte de reconciliación más allá de la fiesta de su amigo, por detrás de las tartas, de los regalos y la música. Aceptó encantado, tanto que incluso me dijo que él se hacía cargo de nuestros billetes. Aún le quedaban destellos de generosidad, el buen humor le sentaba de maravilla.