Nati Baldrich supo del accidente de su padre unos días después. Fue Roger quien telefoneó a casa diciendo que le había llamado Jaime con la intención de contárselo a los dos. Así se supo que Francesca Redi murió en el acto. La Embajada italiana ya se había hecho cargo del traslado del féretro. La enterraban en Nápoles. Jenaro Baldrich seguía en observación, ingresado en la UVI de la Dexeus, en lo alto de la ciudad. Ninguno de los dos llevaba el cinturón de seguridad. En caso de que sobreviviera, Baldrich debería someterse, sobre todo por las lesiones en las extremidades, a una recuperación larga y agobiante.
Después de colgar el teléfono, a Nati Baldrich le entró necesidad de llorar. Quizás se estuvo conteniendo durante la tarde, reprimida por la vergüenza, y tras la noticia del accidente ya no pudiera más y todo lo refrenado se le viniera encima. Ese suceso trastocó el presente de Nati. Se inundó de pasado. Desde ese momento, a punto de cumplir los treinta años, cambió la consonancia de su forma de vida. Empezó a recordar a su padre. Se sintió vanidosa, o incompleta. A la vez que lo odiaba, lo quería. Quiso llamarlo al hospital, pero no lo hizo. Había algo que no podía nombrar que la unía a él por encima de la distancia y de la rabia, más allá de sus problemas y de la inestabilidad emocional y geográfica que parecía ir detrás de sus ascensos en la televisión.
Ulises, que ya tenía más de cinco años, creyó entender la preocupación de su madre, y por aquellos días se mostró en todo momento cariñoso con ella. Se abrazaba a sus piernas cuando entraba por el pasillo. Y no la soltaba hasta que no la veía reír. El contacto telefónico entre Jaime y su hermana se hizo diario. En las dos primeras semanas las noticias fueron siempre las mismas. Paulatinamente, Jenaro fue recobrando el conocimiento. No obstante, todavía no sabía la gravedad de su estado físico, ni la muerte de Francesca, a pesar de que fue lo primero que preguntó en cuanto despertó y se reencontró con cierta lucidez mental. Los médicos y los familiares más cercanos, al principio, silenciaron la noticia, lo que hizo que Jenaro, fiel a su costumbre de no esperar a nadie, lo intuyera. El señor Baldrich, a sus setenta años, ya sabía que había ciertas cosas que no hacía falta que se dijeran para saberlas. Como consecuencia de ello, cuando una tarde se le escapó a Jaime un fastidio en honor de Francesca, su padre no le recriminó nada, simplemente dijo:
—De todas, ha sido a quien más he querido. Creo que me entiendes… —y después de una pausa, en la que aprovechó para mirar al techo, volvió a buscar a Jaime con los ojos y con la palabra—. ¿Verdad que me entiendes? Ay, Jaime, Jaime, no sé, pero tenía algo que me recordaba a tu hermana… Todo lo que quiero, lo pierdo… Esta maldita vida…
Un día de aquellas primeras semanas de convalecencia y agitación en el seno de la familia Baldrich, Nati se decidió a llamar a su madre. Estuvieron hablando más de una hora. Todo un capítulo de Brigada Central. Acosté a Ulises. Nati encontró a su madre más vocinglera que nunca. Y después de colgar dijo:
—Mi madre es la persona más rara que he conocido en mi vida. Te juro que parece otra. No entiendo nada, pero lo entiendo todo…
Habló largo y tendido de Sagrario y llegó a la conclusión de que el accidente de su marido la había reactivado emocionalmente. Eso le daba protagonismo. No paraba de recibir llamadas de clientes, de proveedores, de amigos de la familia que se iban enterando. Por primera vez en su vida Sagrario Losada era la señora Baldrich.
Aquellos días, Sagrario y la Charo se instalaron en Muntaner. Y esa doble presencia acabó por hartar a Jaime, que inmediatamente tomó la resolución de trasladarse a la calle Verdi. Había tratado de retrasar la mudanza, como si le impusiera respeto, o no quisiera enfrentarse a la ausencia de su tío. Pero se decidió.
Y, como se suele decir en las novelas largas, en las que la propia vida de cada uno, esos pequeños prodigios, la van espesando a base de certezas y algunos remordimientos, pasó el tiempo.
Y cuando Jenaro Baldrich abandonó después de dos meses y medio la clínica, en una silla de ruedas conducida por su hijo Rodrigo, lo primero que hizo fue acercarse a un árbol y besarlo. Luego, de malas maneras, enrabietado con todo cuanto le rodeaba, quiso ir a Sandro Carnelli. En Esplugues fue recibido por los trabajadores. Uno por uno fueron pasando ante él, transmitiéndole sus deseos de mejora, y a todos contestaba lo mismo:
—¡Vale, vale, ya está! ¡A trabajar!
Hasta que llegó a su despacho y ordenó a Rodrigo que llamara a Mateu y se presentara de manera inmediata. Así volvió a estar solo Baldrich en su universo. Repasando en las estanterías las fotos de sus hijos, y dándose de frente contra el polvo de Francesca Redi, que sonreía, enmarcada en plata, en lo alto de Vietri sul Mare. Para cuando entró Mateu, en la atmósfera de aquella estancia ya se había concentrado gran cantidad de humo y un olor a habano subía por las estanterías y los fluorescentes, y empañaba los cristales que protegían las fotografías como si buscara contraer el recuerdo que resistía en ellas. Por su forma de mover la silla, a enviones, Jenaro hacía creer a cualquiera que mantenía intacto su carácter expeditivo y laborioso. El señor Baldrich no se había quitado todavía la gorra de cuadros que cubría su cabeza. Entendió Mateu que no se la quitaría hasta que no le creciera el pelo que le habían tenido que rapar, para coser unos puntos que subían desde la ceja hasta más allá del final de la frente.
—No has venido a verme ni un solo día, Mateu…
—Había mucho trabajo.
En aquel momento el señor Baldrich hizo algo insólito. Pidió a su hijo Rodrigo, que había entrado con Mateu y había cerrado la puerta, que los dejara solos.
Rodrigo aceptó extrañado. La conversación que mantuvieron Jenaro y Mateu transcurrió por unos páramos idénticos a estos:
—Tú has sido con quien más confianza he tenido a lo largo de toda mi vida, Mateu. Me conoces mejor que nadie. Y te conozco mejor que nadie. Hemos estado juntos y hemos levantado esto. Hemos hecho grande a Sandro Carnelli… Eres el único que mantiene las cifras. Sabes igual que yo que esto se está torciendo, que hemos cerrado ya cinco tiendas en la comarca. Y sabes que eso no puede ser. ¿No tienes nada que decirme?
—Había mucho trabajo, Jenaro. Ya te lo he dicho, estos meses sin ti, Sandro ha sido como un niño que se queda sin padre, pero ahora ya estás aquí de nuevo y todo va a ir mejor. No sabes cuánto me alegro de que hayas vuelto. Ahora sé la falta que le haces a Sandro, lo imprescindible que eres y lo que te necesitamos todos para que esto funcione. Yo estoy encantado con tu regreso.
Y eso fue todo lo que se dijeron.
Mateu había optado por la indiferencia. Y aunque seguía mostrando interés, y dedicación a jornada completa, de bastante más de ocho horas, todo indicaba que había reducido su nivel de compromiso. Es fácil saber cuáles eran sus motivos. Empezaba a dar prioridad a otras preocupaciones.
Rodrigo ya había ido informando a su padre de todos los desmanes que se habían producido en Sandro Carnelli. Numerosas bajas, estancamiento financiero, lo difícil y cara que se hacía la informatización de los sistemas de trabajo. Y lo siguiente era el cierre de la tienda de Rubí, en la que Jaime Baldrich no había cumplido ninguna de las expectativas que había generado o que, mejor dicho, se habían inventado sobre su capacidad.
Mientras tanto, al enterarse de que su padre había salido del hospital, sabedora de la muerte de Francesca y de la grave situación de las piernas de su padre, Nati adelantó sus vacaciones y se decidió a volver a Barcelona. Allí pasaría todo el mes de julio. Se llevó a Ulises, que se fue de Madrid con la extraña sensación de no entender nada, y escuchando a su madre diciendo que iba a conocer a sus abuelos, a sus tíos y a su primo Eduardo.
Nada más irse Nati, apareció Roger. Yo sabía que tarde o temprano se dejaría caer. Habló de su nuevo trabajo en una agencia inmobiliaria, de los pisos propios y sus ventajas, de las zonas más codiciadas en Madrid y de la importancia de tener la casa orientada hacia el sur. Y enseguida habló de Nati y de lo mucho que la necesitaba. Roger vino con la cantinela de siempre, por lo que aquello se convirtió en un reencuentro de clásicos:
—No sabes cómo los echo de menos… Hay noches que se me cae el piso encima, joder… Joder, tienes que echarme un cable, necesito volver con ella.
Dos caladas, un trago, y:
—No sé, me dice que tiempo… Que tenemos que hablar, pero mejor después del verano, que hablando se entiende la gente…, aunque las segundas partes… Que le produce vértigo, que soy egoísta, no sé.
Cigarro arrugado contra el cenicero. Trago largo, y:
—Es que ahora me he dado cuenta, Uge, Nati es insustituible, tú ya la conoces, no hay nadie como ella, ya sabes lo especial que puede llegar a ser la condenada, joder, no puedo estar sin ella, me he equivocado, soy un gilipollas.
Roger Segura dilataba los mutismos a golpe de humo y trago. El alcohol apaciguó el malestar que iba expresando a retazos, al tiempo que movía las piernas como si padeciera un tic. De vez en cuando emitía un comentario vano. Habló de lo caro que era el nuevo soporte llamado compact disc y del bigote del sucesor de Hernández Mancha en el Partido Popular. Se ponía en pie, revisaba los nuevos discos, y volvía a sentarse. Se había cortado el pelo. Ya no tenía que apartarse un mechón del flequillo constantemente. Pese a que seguía vistiendo con una indumentaria informal, su carácter ya no era tan desaliñado. Después de encenderse otro cigarro, y tras bajar el volumen de la música, comentó algo sobre las plazas de parking que tenía alquiladas en Santo Domingo, y llegó a decir que si me enteraba de alguna que se vendiera por Argüelles le avisara de inmediato, mientras seguía sonando, más bajo, I Still Haven’t Found What I’m Looking For de U2, como venía siendo habitual desde hacía ya tiempo, entre tanto desasosiego.