5.

Un atardecer de aquella Semana Santa de 1990 Jenaro Baldrich y Francesca Redi regresaban a Barcelona después de haber pasado el día en Sitges. Era una noche de domingo, con la carretera llena de coches volviendo a sus hogares. Habían comido tarde, en un restaurante cercano a la playa. Habían rondado por el paseo marítimo cogidos de la mano, ya con las primeras farolas encendidas, con el mar acribillado por dardos de luz, dedicándose mimos y cariños, revelándose a un mismo tiempo veteranos y niños, seducidos por la noción de seguir viviendo una tercera o cuarta pubertad. También se habían detenido en la casa de Santiago Rusiñol a ver hierros, forja, verjas, cuadros, versos, novelas y trastos que les hicieron reír, y luego, de vuelta al paseo marítimo, en una de sus terrazas, se tomaron un café irlandés cada uno. Por el modo en que se manoseaban nadie diría que los separaban veinte años, y mucho menos que Jenaro ya tenía setenta. Hacían planes, en su mayoría ideados por ella, por su inercia y su ánimo. Unos planes que obligaban a Jenaro Baldrich a callar el descenso de ventas de Sandro Carnelli, la cantidad de gastos que estaban teniendo en los últimos meses, con tantos asalariados finiquitados engrosando las listas del paro, y tantas tiendas, en tantos pueblos, cerrando. Pero eran planes que salían de Francesca, la mujer que hacía feliz a Jenaro Baldrich y por la que merecía la pena callar, y mentir si hiciera falta.

En realidad, a Jenaro Baldrich todos aquellos descensos de ventas y cierres de tiendas y despidos obligados de trabajadores, después de todo el patrimonio acumulado, no deberían importarle, pero le inquietaban. No a él, no a su persona, sino a su talante, al otro Jenaro Baldrich, al que no caminaba de la mano de Francesca por el paseo marítimo de Sitges. No, aquellas pérdidas importunaban el pensamiento del industrial, del negociante que no puede concebirse perdiendo un céntimo porque teme que ese céntimo empiece a desmoronar todo lo demás, cuando todo lo demás adquiere forma y resonancia de hucha rota.

En el mismo intervalo, en Valldoreix, mientras la Charo fregaba los platos en los que habían comido Sagrario y ella, las dos juntas en la cocina, la señora Baldrich vio interrumpido el letargo de su sueño, que recostaba en el sofá, por un zumbido agudo. Era el timbre de la puerta, lo que indicaba que quien fuese ya conocía el camino y por tanto había abierto la verja y atravesado el jardín. Se levantó del sofá. Emitió una queja pensando en sus rodillas. En el pasillo escuchó el sonido del agua y de los cacharros que llegaba de la cocina. Al llegar al recibidor alguna señal divina le hizo arreglarse el pelo, canoso, arrugado como un charco gris, en el espejo. Se adecentó el peinado antes de abrir la puerta y ver lo último que esperaba. Tardó en reaccionar, y lo primero que le vino a la cabeza fue:

—¡Hombre! El indiano, el de las Américas… ¿Qué haces tú por aquí?

Los ojos azules de Ignacio Párbole dejaron resbalar la mirada por el cuerpo de Sagrario. Así vieron las mismas zapatillas de unos años atrás, descosidas, como la dueña, que seguía cubierta por la misma bata, como si aquel día lo hubiese guardado el tiempo, detenido en un tarro que ahora se abría de nuevo.

—Vengo a despedirme.

—¿No quieres pasar? —Sagrario pareció no escuchar las palabras de Ignacio. Hizo un gesto con su mano derecha con el que quería decir «adelante, hombre, pasa», mientras con la otra seguía sujetando el quicio de la puerta.

—He dicho que vengo a despedirme.

—¿A despedirte? ¿De quién?

—De nosotros.

—¡Huy! ¡Por Dios! Y aún sigues con esa monserga, anda, calla, caaaalla, que no sabes lo que dices…

Ignacio Párbole no se movió de donde estaba. Desde el umbral de la puerta veía la figura de Sagrario, plantada en la entrada, dentro de casa; las arrugas de su cara, grietas por las que florecía el desdén. Ignacio sujetaba una bolsa de plástico. Y cuando habían pasado cinco segundos de mutuo silencio levantó el brazo y tendió el paquete a Sagrario, quien, sin decir ni mu, abrió su mano y se hizo con él. Sólo cuando había recuperado su posición, y empezaba a notar el peso de la bolsa, dijo:

—¿Y esto?

—Es un jarrón de porcelana, y dos platos. Eran de mi mamá, Dolores, que murió antes de que nos fuéramos. De cuando se casó con mi padre. Los recuperé en Altafulla, los tenían unos familiares de esos que ya no conocés. Como creo que ya no te volveré a ver, y como sé que te gustan las flores, y la buena mesa, he pensado que mejor que se queden aquí, con vos, y lo que me puedas guardar del olvido.

—¡Ay! Sigues igual, Ignacio Párbole, igual de zalamero y de tonto, anda, pasa, que la Charo y yo…

Pero antes de que Sagrario pudiera terminar su invitación, Ignacio Párbole había empezado a acercarse. Sagrario, en mitad de su suspiro, pudo respirar el olor del mismo perfume que flotó en el rellano de Muntaner años atrás. También sintió el beso que humedeció levemente las ranuras de su frente. Entonces Ignacio Párbole se separó de ella. Levantó la mano en señal de despedida y se fue jardín abajo, buscando la salida, camino de la verja, mucho más activo que de costumbre, como si se hubiera quitado un peso de encima.

Si Sagrario quiso pronunciar algo que pensaba decir se lo tuvo que callar. No tuvo más opción que quedarse en la puerta, con la bolsa en la mano, y con su pensamiento en algo que, seguramente, no se atrevió a confesarle.

Lo que Ignacio tenía, más que alivio, era prisa. Había quedado con su sobrino Jaime en el Canigó, por lo que aligeró el paso hacia la estación de Valldoreix, donde esperó la llegada del ferrocarril que lo condujo de nuevo hasta Gracia.

Una vez en el barrio fue descendiendo y cortando calles hasta llegar a Verdi. Allí subió un momento a casa. No tardó en bajar.

Cuando entró en el Canigó supo enseguida, por el olor a Ducados, dónde estaba Jaime, que ya se había tomado dos carajillos. Se saludaron con dos besos. Ignacio tomó asiento. Palpó el brazo de su sobrino. Después se quitó la cazadora y la dejó colgada en la espalda de la silla. Apoyó las manos en el mármol de la mesa, las cruzó. Comentó con Jaime el resultado de un partido de fútbol de la noche anterior. Dijeron los nombres de Cruyff y de Lineker, y cuando apareció la dueña le pidió un café, solo.

—Y bueno, Jaime, ¿todo bien? —no esperó a tener respuesta, enseguida añadió—: Escúchame, te quería preguntar hace tiempo, ¿qué hacés al final con el piso de tu hermano en la Bonanova? ¿Te lo vas a quedar? ¿Se lo alquilás?

—Pues la verdad, no tengo ni idea. Lo estoy pensando, pero me da pereza cambiar de barrio. En Muntaner tengo esto a dos pasos, y estoy acostumbrado, pero ya veremos, lo tengo que pensar, y hablarlo con Rodrigo, a ver cuándo se van.

Ignacio Párbole asentía. No dejaba de mirar a su sobrino, a la altura de las gafas, mientras se pasaba las manos por las piernas, por encima del pantalón beige, de pinzas, de apariencia juvenil, que daba a Párbole un matiz de frescura envidiable en aquel inicio de primavera. Cuando Jaime terminó de hablar, Ignacio no tardó en retomar la palabra.

—Mirá, tengo que hablar con vos, Jaime. Tengo que decirte algo.

Jaime Baldrich no imaginaba, ni por asomo, cómo iba a continuar aquella conversación con Ignacio Párbole. Pese a la cantidad de gente que se acumulaba en el bar, pues había terminado la primera sesión en los cines Verdi, Jaime Baldrich, que por el modo en que estaba sentado parecía instalado en el entumecimiento de aquella tarde de domingo que le enrojecía los pómulos, pudo escuchar a su tío.

—Me vuelvo a Buenos Aires. Mañana. Sé que te lo tendría que haber dicho antes, pero no he podido. No hace falta que me preguntes por qué me voy, te lo digo yo ahora mismo. Me ha llamado mi hijo Nicolás, me llamó hace cosa de un mes. Me dijo que había tenido un hijo y que quería que lo conociera y que ese niño, que se llama como yo, Ignacio, tuviera un abuelo. Y cuando —en ese punto Párbole ralentizó la conversación, como si las palabras le empezaran a pesar en la boca— un hijo te llama, Jaime, no hay nada más, no eres de ninguna parte…

—¿Qué te vas de Barcelona mañana? Pero si tú me dijiste, cuando se fueron los Litvan, que te quedarías, que estabas bien aquí y que no podrías vivir fuera de este barrio.

—Si decís que dije eso será cierto. Lo pensaría en ese momento. Pero mirá, Jaime, el lugar de cada uno no existe, el lugar de cada uno es más un sentimiento, es algo más parecido a un estado de ánimo… Y cuando te llama tu hijo no hay barrios, ni hay política, ni hay fronteras, ni hay ideologías ni hay nada, hay sentimiento —otra vez, Párbole volvió a declamar más lento—, es un estremecimiento que pesa acá —Ignacio se llevó la mano al pecho— y que no sé cómo se llama, ni cómo es, pero que pesa, y que hace que sienta que tengo que irme —en ese instante hubo una pausa, como si necesitara coger aire—. Tengo una edad avanzada. Me duele la espalda. No tengo mucha plata, y me quedan mis hijos. No quiero fallarles. Cada vez hay menos tiempo y ya no quiero volver a llegar tarde a ningún otro sitio. Lo que vine a buscar acá no estaba.

Jaime Baldrich encendió otro cigarro. De ninguna manera podía filtrar la cantidad de información que estaba recibiendo. El monólogo de Párbole, que por su velocidad y precisión parecía preparado, era demasiado denso como para que Jaime pudiera permanecer entusiasmado. En aquellas palabras había algo parecido al miedo, quizás por eso trataba Ignacio de hablar con soltura, con rapidez, para quitarse aquello de encima.

—Me dejas de piedra, tío —Jaime exhaló gran cantidad de humo al tiempo que hablaba, por lo que sus palabras estuvieron acompañadas por un soplo largo—, no me lo puedo creer… —y aún siguió expulsando humo.

—Te escribiré y quiero que me escribas y me vayas contando, y quiero que vengas a verme, tenés que conocer a tus primos y tenés que conocer la Argentina. Te vendrá muy bien, Jaime, vos verás…

—Te voy a echar de menos.

—¿Y vos creés que yo no te voy a extrañar?

—Pero yo más.

—Ni más ni menos, Jaime. No seas chanta… Uno no extraña más que los demás. Ni siquiera extrañamos a las personas. Uno no extraña a sus amigos, lo que uno echa de menos es lo que uno sintió cuando estaba con ellos… por puro egoísmo, es así, Jaime, lo vas a ver pronto, vas a conocer a otra mina, tendrás nuevos amigos… Extrañar es un invento —entonces Ignacio Párbole alzó la mano y empezó a dibujar con ella torpes movimientos en el aire—, nos inventamos la nostalgia, esa cosa absurda, para hacernos creer que fuimos felices. Se hace por obligación, para no morirnos…

—No te entiendo, tío, tienes unas cosas… Cuando te conocí me dijiste que echabas de menos Buenos Aires, y que cuando te fuiste a Buenos Aires echabas de menos Comarruga, y que cu…

—Cierto —Párbole cortó la refutación de Jaime como si tratara de no seguir oyendo—, pero no echaba de menos la ciudad, el pueblo, me extrañaba a mí mismo en ellos, no sé…, qué sé yo…

—Yo tampoco sé.

—Mirá, Jaime, es como vos con esa mina, ¿cómo se llamaba?

—Julia.

—Eso, vos no extrañás a Julia, lo que vos extrañás es a vos con Julia, lo que vos sentías cuando estabas con ella. La ilusión tuya con ella, tus ganas de compartir con ella, hacer el amor con ella… —por momentos Ignacio dejaba de dar vueltas con la cucharilla y se llevaba a los labios la taza de café, antes de añadir, mirando a la mesa—: En realidad uno siempre está solo, Jaime. Uno siempre está solo.

—También me dijiste un día, ahí afuera, que echabas de menos que en Barcelona no hubiera fábricas de pasta para comprar ravioles de ricotta los domingos. ¿Eso también es mentira?

Ignacio Párbole tragó saliva. Un indicio acuoso parecía ensombrecer su mirada. Las cejas, tan pobladas, y la frente arrugada añadían a su rostro un viso de madurez acribillada que contrastaba con su indumentaria. Con la mano todavía puesta en la taza de café, y después de unos segundos atravesados por algo cercano a la pena, agregó:

—Tenés razón… Extrañaba la fábrica de pasta, como pasado mañana extrañaré este café. Tenés razón.

Y entonces sí: Ignacio Párbole se desmoronó y empezó a llorar como si fuera un niño, un niño despojado de su mejor amigo, incapaz de inventarse una trama para evitar el dolor. Más solo que nunca, absorbido por el desprendimiento de sí mismo.

—Perdóname, Jaime —dijo entre lágrimas e hipo—, a veces no sé lo que digo.

Y así siguió llorando. Ante la mirada de humo de Jaime Baldrich que, tras observar la fragilidad de su tío, tan rugoso, como un juramento arrojado al fondo de la farsa, sujetándose la frente con la mano, se decidió a ir hasta la barra, donde pidió algo a un camarero y agarró un fajo de servilletas que cedió sin pausa a Ignacio Párbole, cuya camisa de rayas azules y blancas estaba mal planchada y dejaba entrever numerosas arrugas a la altura de la espalda.

Ya eran las ocho de la tarde. El interior del Canigó empezaba a abarrotarse. En las mesas fluía de boca en boca el desenlace de alguna película. El billar estaba ocupado por dos chavales de pelo corto y tirantes, ajenos al fervor intelectual y a los cafés, ceniceros y copas de las mesas. Ignacio Párbole, que desde su ubicación, de cara a la pared, no veía el bullicio pero lo oía, se enjugó como pudo las lágrimas. Agradeció a Jaime las servilletas. Cuando tuvo la cara seca las dejó, arrugadas, en el cenicero. Al ver que no cabían las guardó en el bolsillo de su cazadora. Jaime pudo ver ese gesto. Luego acercó la copa de pacharán a su tío, deslizándola por el mármol, como si tuviera prisa por que empezara a beber y lo hiciera al mismo ritmo que él.

Ignacio dio un trago. Debió de sentir un calor balsámico en el cuello. Luego dijo, con la voz rasgada:

—Te voy a hacer una propuesta.

En ese punto se llevó la mano al bolsillo y sobre el mármol dejó caer unas llaves colgadas de un llavero con el escudo del Barça. Tintinearon dos segundos. Luego, Ignacio Párbole carraspeó sonoramente y añadió:

—Son para vos. Son las llaves del piso, este de acá que tanto te gusta. He dejado pagado el alquiler hasta fin de año. Y estamos en abril. Todo lo que está en él es para vos. Todo. Si querés te podés mudar y mientras tanto te pensás eso que te tenés que pensar. Tiempo tenés, hasta fin de año, ya te dije.

Curiosamente, lo primero que dijo Jaime Baldrich no tuvo nada que ver con lo que le estaban proponiendo:

—Yo te llevaré al aeropuerto, que tengo todavía el coche de Gloria.

También en Sitges se hacía tarde. Jenaro Baldrich y Francesca emprendían regreso a casa. Por más que persistía algo de luz natural, las farolas del paseo marítimo ya se reflejaban en el mar. Habían estirado la tarde de abril en la terraza, con el café irlandés y alguna grapa, hasta que un indicio de viento, sumado a la retirada que emprendía el sol, los sacó de allí. Antes de regresar, Francesca quiso subir hasta Sant Pere de Ribes, pues alguien le había dicho algo acerca de las vistas y quería comprobarlo por ella misma. Así ascendieron, trazando las curvas hasta lo alto del pueblo. Allí ojearon villas con jardines y piscinas, sin dejar de reír escogieron media docena de ellas, disfrutaron de la panorámica. Y desde allí, entonces sí, iniciaron el descenso y el retorno a Barcelona, escuchando a Gino Paoli, que tanto gustaba a Cesca, imitándolo a dos voces como solían:

—¡Che cosa c’èèèè!, c’è que mi sono inamorato di teeee, c’è che ti voglio tanto bene, per sempre restiamo insieme… eco che c’èèè…!

Así, desafinando entre cosquilleos, felices como el vuelo de una mariposa, salían de Sitges para llegar cuanto antes al piso de la Vía Augusta.

Y hasta la mañana siguiente, muy temprano, concretamente a las seis y media, ningún Baldrich supo nada. Fue Charo quien descolgó el teléfono, en Valldoreix. Jaime se había quedado a dormir en la calle Verdi, con su tío, y no pudo atender las llamadas que debieron de resonar en el piso de Muntaner.

A pesar de la hora, la señora Baldrich no estaba en su habitación. Desde la ventana del salón, la Charo vio cómo Sagrario respiraba el olor de unas gardenias en el jardín, lo hacía con fuerza porque el asma no le permitía disfrutar con nitidez de los olores de las flores. Ausente y en bata, despeinada, como rastreando huellas o pistas de dónde y con quién se hallaba su marido, o especulando con Ignacio Párbole y su extraña visita de despedida del día anterior, o quizás preguntándose qué había hecho ella para no sentirse nunca querida por unos y para no saber querer a otros, y si tal vez sería eso la causa de su amargura vital, que ya se fruncía en su rostro con sus sesenta y siete años llevados tristemente, remendados con más pena que gloria en los pies, Sagrario se entretenía con las flores y podaba algunos tallos.

Entonces la criada salió de la cocina y la vio de espaldas. Se acercó y la llamó:

—Señora.

La señora Baldrich se giró y descubrió a la sirvienta secándose las manos en el delantal y diciendo, con la cabeza gacha y por consiguiente sin mirarla a los ojos, que acababan de llamar por teléfono diciendo que el señor estaba ingresado en la clínica Dexeus, adonde había sido trasladado después de que la ambulancia lo hubiera conducido hasta el primer hospital que encontró: Bellvitge, que el parte no era muy positivo pero que estaba vivo, y que la única víctima mortal fue su acompañante, una italiana cuyo nombre y apellidos no recordaba porque eran muy raros.

—¿Y mi marido? ¿Está muy mal?

—Es de suponer, señora…

Era de noche y empezaba la primavera. Se salieron de la carretera en una curva del Garraf y con ellos el amor y los planes se fueron terraplén abajo hasta el silencio, más allá de las villas y de la voz del casete.

La señora Baldrich se llevó a la nariz las gardenias y respiró buscando la conciencia que pudiera existir impregnada en el aroma. Ajena a la noticia, mantuvo los ojos abiertos, sintió sus pechos inflados. Sin pensarlo, le tendió las flores a la Charo y le dijo:

—Pónmelas en remojo, Charo, en el jarrón que fregué ayer por la tarde.

Entonces se sacó del bolsillo un ventolín. Lo agitó. Con las dos manos se ayudó hasta lograr inhalar una dosis, luego expulsó lánguidamente la ración de cortisona. Y así siguió buscando flores, agachada, como si no pasara nada, con la espalda doblada, mostrando agilidad para lo que quería, como cuando de pequeña buscaba caracoles entre los matojos del monte de Torredembarra después de las tormentas.