4.

Así fue pasando el tiempo, entre estaciones marcadas, estados de ánimo aletargados, alimentaciones para niños y cierta predisposición a tomar conciencia de la nada que invadía las oportunidades históricas. Como si fuera verdad que todo fuera mentira.

En Madrid, Ulises Segura Baldrich iba creciendo. Era dócil, glotón y, como la genética no falla, gastaba un desparpajo verbal de aquí te espero. Unos carnavales sus padres lo disfrazaron de Spiderman, lo sacaron a la calle y lo fotografiaron conmigo. Abandonó la guardería y empezó a ir a un colegio, a párvulos. Entre los tres nos turnábamos para llevarlo y recogerlo. Empezamos a tratar al mundo con paciencia. También constatamos los delirios por estrés de Nati, que empezaba a estar cansada de tanta tele y de los cambios en las actitudes de la gente. A menudo insistía en repetir lo mucho que se arrepentía de no haber estudiado Farmacia, y que algún día lo haría. En esos días se llevó a cabo la venta de la pajarería Segura por parte del padre de Roger, quien aprovechó que se jubilaba para vender su porcentaje del negocio al socio, y ceder una parte muy sustanciosa de lo recaudado a su hijo, quien, de buenas a primeras, se vio con dinero y con tiempo libre.

Definitivamente se había terminado nuestra juventud. Y no era cosa de la edad, que eso es lo de menos. Era cuestión de mente. Lo que habíamos vivido ya no lo teníamos y no había manera de recuperarlo. Quedaban momentos en la memoria, la realidad de lo fugaz. Nada evidente, ni siquiera canjeable. Se tuvo conciencia de ello cuando una tarde, en la casa de Ópera, después de varios silencios dejamos a medias un parchís, y Roger nos confesó que el dinero que había recibido por el traspaso de la pajarería, lejos de tratar de realizar alguno de sus sueños, pensaba utilizarlo de manera inteligente.

—Lo que tenemos que hacer es invertir.

No había oído nunca aquella palabra en boca de mis amigos. De hecho desconocía el verdadero significado de aquel verbo, pues no sabía a ciencia cierta cómo se llevaba a cabo la acción que encarnaba.

No pude evitar vislumbrar, en el inicio de mis recuerdos con ellos, a Roger Segura en la barra de La Vía Láctea, preguntándome con aquella mirada desorbitada: «Y tú qué, ¿estudias o diseñas?», puesto de dexedrina y cogiendo sin pedir permiso uno de mis cigarros.

Se acabó la inocencia.

Y llegaron los problemas. A finales de año, después de un montón de discusiones, de polvos a destiempo, de cálculos deshonestos, de faltas de respeto, de insultos, de lágrimas, de reproches, Nati y Roger decidieron darse un tiempo. Ese tiempo les fue dando espacio, tanto que al mes siguiente se separaron. Nada les quedó que no les doliera. Roger había invertido comprando el piso de ópera y unas cuantas plazas de parking en Santo Domingo. Así que Nati, por lo pronto, se vino a vivir conmigo, aquí, a Rodríguez San Pedro, con Ulises. Desde hacía unos meses yo había podido deshacerme de los compañeros de piso y empezaba a asumir el coste total del alquiler, por lo que el piso, con tres habitaciones, era suficiente para nosotros.

En medio de todo aquel desconcierto, de tanto dolor de cajas y cuadros, y repartos de fotografías que se quejaban y cuyos rostros, a veces, parecían estar a punto de llorar, en medio de citas para devolver llaves y para pasarse a Ulises, nos llegó la noticia que hizo que Nati se replanteara su vida.

Pero antes acabamos con la mudanza. Lo que iba a ser temporal se fue convirtiendo en permanente. Al principio se venían para una semana. Al cabo de esa semana se empezaron a instalar y ya no pude pensar en vivir sin ellos. Roger también ayudó a traer cajas. Era una situación cargada de imágenes que, por el dolor que contenían, parecían patéticas.