3.

En aquellos días, Sandro Carnelli ya era completamente adulto. Empezaba a sumirse en un estado letárgico, abocado a la clase media y baja, concentrado en abastecer a familias de poca monta, armándose fama de barato, de clásico atascado que parecía no importar, pero importaba, a su mentor Jenaro Baldrich, quien paulatinamente iba perdiendo su boga de publicista de renombre, vendedor de humo sin precio de coste. Así seguía en pie su empresa, teniendo que enfrentarse al acecho de nuevas competencias, quizás aburrida de sí misma por falta de nuevas ideas mercantiles y expansionistas, en el brete de los cuarenta años y con escasas opciones de prosperar, con cierto temor a anquilosarse, y con mucho miedo al naufragio. De este modo, a pesar de que a principios de año, tras unas Navidades de escasas ventas cerró la tienda de la Rambla de Cataluña, y después de la dimisión de Carmina Tinti, que aceptó el finiquito de Jenaro y se volvió a Italia mucho peor de como había llegado, Mateu mantenía a flote el barco. Bajo su responsabilidad y con su capacidad de esfuerzo y persuasión, innata sin que él lo reconociera, se seguían llevando a cabo la mayoría de las operaciones. La dirección de la empresa estaba, más que nunca, a su cargo. Mateu estaba al quite de todo lo que allí acontecía. Se sentía comprometido con la causa, con Jenaro Baldrich, aun a expensas de las cada vez más frecuentes dudas de que se hiciera realidad lo prometido. Así fue transcurriendo el tiempo. En un visto y no visto pasaron dos años en los que Barcelona hizo realidad su sueño de ser olímpica, lo que provocó que sus instituciones empezaran a plantearse si realmente tenía sentido seguir manteniendo el mar castigado contra la pared.

Las cosas empezaron a torcerse todavía más cuando llegó septiembre de 1989 con maneras otoñales que de forma incisiva fueron eliminando el calor. Todos los operarios que regresaban de sus vacaciones a Sandro Carnelli comentaban la entrada tan violenta del mes, que cortaba con las espumas de agosto como si agosto no significara nada, empeñado en ser impertinente, con lluvias entrecortadas y vientos. También volvió Mateu exhibiendo un garbo insólito, casi irreverente, como si hubiera estado todo agosto dando vueltas a lo mismo. Llegó a su puesto más moreno que otros septiembres, con la cabeza erguida y emanando un olor dulzón. Así entró en el despacho de Jenaro Baldrich.

Lo encontró vacío. Rodrigo, en uno de los pasillos, le dijo que su padre no volvía hasta la semana siguiente, pues seguía en Italia apurando las fechas. El mediano de los Baldrich debió de notar ciertos rasgos irascibles en la actitud de Mateu, muy próxima a la impaciencia, reacio a la amabilidad.

La semana siguiente llegó y sentó a Jenaro Baldrich, con el rostro aceitunado, completamente italianizado en su vestimenta, en el despacho de su empresa. Unas gafas de Valentino colgaban del bolsillo de su camisa, de rayas verticales, que lo estiraban. A sus sesenta y nueve años, Jenaro Baldrich parecía haber rejuvenecido. Si bien es cierto que seguía conservando la totalidad de sus canas, el ocaso de su bigote, la prominencia de su abdomen y la anchura de los hombros, había algo en él que lo mantenía diligente en su conducta, y que hacía que pareciera el de siempre.

Es probable que Mateu se congratulara para evitar la tensión que de un tiempo a esta parte le provocaba la presencia imperativa y siempre razonable de Jenaro Baldrich, así como los años que los separaban, y pudiera, de una vez por todas, tratarlo como el amigo que él, Jenaro, decía que era. Quizás por eso entró en el despacho sin preguntar por las vacaciones. Y además, sin prolegómenos, le dijo que quería saber, cuanto antes, cómo estaba la escritura prometida por Baldrich cuatro años atrás con el cinco por ciento de las acciones de Sandro Carnelli para él.

A Jenaro Baldrich debió de sentarle mal aquella actitud poco decorosa. Pero no se entretuvo en los laureles, ni tampoco le tembló la voz. Eso sí, se puso de pie, y declamó con paciencia, sin prisa, con sonrisa de ocasión que en el fondo era tensa:

—Mira, Mateu, no hay cinco por ciento. Es que no puede ser… Lo siento mucho. No hay escritura. Te lo prometí pero no puede ser. Los hijos, Mateu, los hijos y la familia. Y yo me voy a ir tarde o temprano, y ya sabes, uno no puede hacer todas las cosas que le gustaría, aunque quiera… Tengo tres hijos y eso no me permite llevar a cabo todo lo que quisiera. No es que no me dejen hacerlo, yo tengo tres hijos y tú, ya lo sabes, pero es la familia… es la sangre… de verdad que no puede ser… porque vamos a ver, tú ya sabes que aquí los beneficios se reinvierten para fortalecer la empresa y para que podamos vivir todos de forma correcta, entiendes, y lógicamente no hay reparto de beneficios, es que tienes que entenderlo, coño, Mateu… Por otra parte, un cinco por ciento puede hacer que yo no pueda tomar según qué decisiones, que sabes que no pasa nada, pero no puede ser…

—Jenaro. Estás hablando conmigo. Soy Mateu.

—Sí, sé que no he cumplido, pero a ti lo que te interesa es ganar dinero, Mateu. Tú vas a estar en Sandro como máximo responsable el día que yo falte. Tú eres la persona de confianza, y si un día tienes que ganar un millón o un millón y medio al mes, no habrá problemas, te lo aseguro, pero tú tienes que seguir siendo la cabeza visible de Sandro y transmitir a los hijos todo lo que nosotros hemos levantado, porque ellos aún tienen que aprender, y nadie mejor que tú para ello, yo sé que es difícil, pero entiéndeme que…

—Está claro —ahí cortó el discurso de Baldrich—. Jenaro, ahora lo entiendo. Ya me dijiste una vez que siempre era mejor dar un buen salario que dar una participación. Ya veo que eso lo has llevado hasta el final incluso conmigo.

—No, hombre, no, Mateu —Baldrich gesticulaba ahora precipitadamente, mostraba síntomas de inquietud—, es la familia, y vas a ganar dinero…

La sensatez de Mateu parecía hablar por él.

—Nada tendría que reclamarte si nada me hubieras prometido. Y tú me lo prometiste hace ya trece años. Y siempre me decías «nuestra empresa» y ahora ya veo que es una empresa familiar, nada más, aunque viendo cómo tratas a tus hijos todo está claro. Ahora sé que soy tu cuarto hijo, pero no digo de qué tipo…

Mateu siguió de pie. Probablemente no viera la caja de puros que ocupaba el centro de la mesa, ni otros tantos paquetes envueltos para regalo. Y Jenaro lo invitó a sentarse con un gesto de la mano izquierda, de la que colgaba un reloj que brillaba, como si Mateu fuera un amigo doméstico. No obstante Mateu, que tuvo el impulso de sentarse, no llegó a hacerlo, mientras Jenaro siguió hablando con su particular labia, discurriendo por meandros, trazando verdades de humo.

—Vamos a comer, Mateu, vamos a hablar, mira, ahora lo que más te conviene, y te lo he dicho muchas veces, es seguir ganando dinero. Eso es lo más importante. Y lo más razonable, dadas las circunstancias. Entiéndelo. Y si no estás de acuerdo házmelo saber cuanto antes porque entonces no puedes ocupar el cargo que ocupas, ni recibir el sueldo que recibes, como es lógico.

En aquel momento, Mateu, pese a la cantidad de rabia que circulaba por su cuerpo, tuvo un vislumbre de lucidez.

—Tendré que entenderlo. Es la sangre, es la familia.

—No sabes cuánto me alegra oír eso de ti, Mateu, no sabes cuánto me alegra. Sabía que lo entenderías. Tú eres una parte muy importante de la empresa, y a título honorífico serás siempre un socio fundador. Y vete preparando, que nos vamos a comer al Passadís, que hace tiempo que no vamos.

—Mejor no, Jenaro, necesito una semana de vacaciones. No me apetece comer, voy a alargar una semana mis vacaciones, tengo que pensar algunas cosas.

—Como quieras, Mateu, claro que sí —y esto lo dijo con menor convencimiento, sorprendido por esa iniciativa de Mateu—, cógete una semana… Y toma, que se me olvidaba —Jenaro Baldrich agarró un envoltorio que había sobre la mesa y se lo tendió a Mateu—. Francesca y yo te compramos esto. Ábrelo, anda, a ver qué te parece…

Y Mateu, todavía de pie, pero como si estuviera sentado, con la cara pálida y con todo el garbo de la semana anterior diluido como un balón de plástico pinchado, desenganchó un trozo de celo y extrajo del paquete una corbata de rayas, azules y verdes, con matices refulgentes, y al levantar brevemente una capa leyó la marca italiana que intuía por ser la preferida de su jefe.

Desde aquel día de septiembre ya nada fue igual para Mateu. Se tragó el arrebato. A partir de entonces disminuyó su compromiso con Sandro Carnelli y aumentó el trabajo con los clientes y consigo mismo. Ya no se le veía encantador en las comidas de empresa con Jenaro. Pero sí con los clientes y con los proveedores. Se le enrareció el talante. Canceló su diálogo con Rodrigo Baldrich, y cada uno empezó a ir por su lado. No obstante, se mantuvo fiel a su cargo y continuó ejerciendo de gerente mientras en su cabeza despuntaban planes, horizontes que a su edad, cerca de los cincuenta y tres años, aparecían difuminados por el riesgo de aventurarse en ellos.

También la decepción llegó a ojos de Gloria. Sus tareas administrativas en la empresa se vieron deshonradas por la actitud de su jefe. En las semanas siguientes Mateu y Gloria hablarían muchas noches más, de vuelta a casa, sobre el tema. Recordaron la primera persona del plural que tanto utilizaba Jenaro Baldrich para nombrar la relación entre la empresa y ellos. Y tuvieron sus más y sus menos. Sus reproches mutuos, sus acusaciones, mientras buscaban la imposible lógica a tanta desavenencia.

Pero fue entonces, la primera noche de la semana que Mateu se tomó de vacaciones, cuando Gloria le dijo que se fuera:

—Jenaro no es tu amigo, tienes que abandonar Sandro Carnelli porque te han engañado y te acabarán arrinconando como a un perro.

Y Mateu, todavía sin haber digerido la verdad, se encontró sin saber cómo decirle a su mujer que no podía, que no se veía con fuerzas porque eran muchos años, porque había dedicado toda una vida a la empresa de su supuesto amigo y ahora claro que quería pensar para sí mismo haciendo acopio de todos los datos del mercado, pero no era tan sencillo, porque sentía la inseguridad de que el mercado le fallara, por el miedo a que el fondo de comercio que él había creado durante tantos años no le respondiera, y por todas sus incertidumbres, pues aunque él hubiera sido el artífice de casi todo, siempre había estado el remanente, la fuerza económica del propietario que le hacía sentirse seguro, aun sabiendo que él mantenía las relaciones personales y las cifras… Entonces Mateu, muy alterado, le dijo:

—¡No me digas lo que tengo que hacer! ¡Jamás me vuelvas a decir cómo tengo que hacer las cosas! ¡A ver si te enteras, joder! Las cosas no se hacen cuando uno quiere, sino cuando son posibles.

Pero esos gritos, lejos de aliviar a Gloria, la dejaron pensando mientras emprendía camino a la cocina, para empezar a poner la mesa.

Por su parte, en Valldoreix, Sagrario recibió septiembre desganada. Empezó a sentir flojedad en las piernas y cómo un indicio de reuma atravesaba sus riñones. Se obcecó en mantener el jardín impoluto a pesar de la llegada del otoño. Y se obcecó también en verse enferma, en creer que le costaba andar y en pensar que ya no volvería jamás a salir de Valldoreix. Sagrario empezó a suponer que necesitaba a la Charo más que nunca. Y cuando esta, por indicación de Jaime o de Jenaro, se veía obligada a ir a limpiar a Barcelona, a Sagrario se le agudizaban los males.

Pero un día decidió acompañar a la Charo. Se subieron las dos en los ferrocarriles catalanes, como dos mandaderas, y fueron contando en silencio las paradas, hasta que Sagrario, por primera vez en mucho tiempo, preguntó algo a su criada:

—¿Cómo van esas piernas, Charo?

—Así así, son las rodillas, señora, que a veces me hacen mal.

—A mí también, las rodillas… —Sagrario cambió de tema, como si quisiera acercar su silla a la de su criada—. Era tu sobrina la que llamó el otro día, ¿verdad? ¿Cómo va la familia?

—Bien, bien, señora, por allí andan, trabajando.

—Dime una cosa, ¿todavía les sigues mandando giros?

—Ya no, señora, eso era antes, al principio, cuando mi hermana, la viuda, tenía que sacar a las tres hijas adelante. Pero ahora mis sobrinas ya son mayores. Alguna propina de vez en cuando sí que les mando, para los chicos, que comulgaron, pero lo demás lo guardo. Total, será para ellos.

—¿Por qué no te vas un mes al pueblo, a casa de tus sobrinas?

—Huy, no, señora, yo estoy muy bien aquí. Ya fui el año pasado a la comunión del chico de mi sobrina, ya los vi a todos…

—¿Quieres que vayamos a ver al doctor Balcells para que vea tus rodillas?

—No, señora, no, si no es nada.

—Ay, Charo, tenemos los mismos dolores.

—Sí, eso parece.

—Y cómo pasa el tiempo, eh, que ya somos viejas…

—Sí, señora, ya somos viejas.

—Sabes qué pienso, que ni tú ni yo hemos podido escoger.

A lo que la Charo ya no respondió. Quizás para no mirar atrás y ver toda una vida involucrada con los Baldrich, su atajo de adolescente a criada veterana, siempre pendiente, tan habituada al dominio que todo entraba dentro de la lógica. Prefirió mirar tras la ventana del ferrocarril, los nuevos edificios, grandes bloques, los recientes barrios residenciales que se adueñaban de las afueras de Barcelona para atraer a los nuevos ricos. Con lo que ella había trabajado, pensó, tal vez pudiera tener un piso en uno de esos bloques, para ella sola, por si acaso un día…, pero entonces el tren entró en un túnel y el vagón se llenó de ruido.

Al llegar a Muntaner y encontrar la casa patas arriba, la señora Baldrich no tuvo otro remedio que agacharse a recoger y ayudar a la Charo a ordenar todo aquel desbarajuste, al tiempo que, igualmente en silencio, maldecía a Jaime y a Jenaro y hasta puede que también a Rodrigo.

Entonces Sagrario entró en su habitación. El cuarto que había sido suyo y de su marido. Pudo comprobar cómo faltaba gran cantidad de ropa, lo que explicaba que ni tan siquiera Jenaro vivía allí. El polvo, el vacío, la carcoma se habían adueñado de aquella estancia. Rebuscó en el armario, y como si aquello fuera todo lo que de allí necesitaba y llegara a necesitar por el resto de sus días, extrajo del fondo del mueble, sin poder esquivar el olor a cerrado, un manojo de cartas sin abrir que se llevó consigo a La Valbal.