2.

Fue en aquella época cuando Jaime vino a Madrid por segunda vez. Por el tiempo que tardó en decidirse y la actitud con que lo hizo es obvio que se había subido al tren sin deseos. De alguna manera le obligaba la excusa de tener que conocer a su sobrino Ulises, el hijo de Roger y de Nati, que había nacido hacía ya once meses. Lo fui a buscar a la estación de Chamartín. Su rostro, con el sueño que traía, denotaba un hombre descalabrado. Jaime tenía los ojos empequeñecidos, todavía mórbidos por las horas expuestos a las malas posturas que le habría obligado el vagón. Lo primero que hizo fue hablar de Julia, de malas maneras.

—Ojalá se muera, te juro que ojalá se muera.

No se entendía que un tipo como Jaime pudiera hablar de aquella forma, con acento alterado, y ese modo cegado por el dolor y la necesidad de encontrar culpables. Dado que mis compañeros de piso estaban visitando a sus respectivas familias, pude alojar a Jaime en mi casa, cediéndole una habitación. De ese modo también ayudaba a Nati, pues el piso de ópera, desde la llegada de Ulises, estaba muy comprimido, y a menudo imperaba la sensación de que se había encogido. Al pisar el pasillo Jaime recordó cuando estuvo durmiendo en mi cama, años atrás, aquella noche chiflada, después de Malasaña y los excesos, cuando parecía que ni siquiera el tiempo nos iba a hacer crecer, pero, aun así, ni siquiera aquella visión patética e ingenua que aparecía en nuestro recuerdo le hizo sonreír. En el salón me dio cuatro casetes de música en catalán que me había grabado. En ellos metió como pudo todos los temas que marcaron su juventud, de los que tanto me había hablado y a los que seguía enganchado como si no hubiera forma natural de separarse de ellos.

La vida empezaba a traer cosas extrañas. Por ejemplo, lejos de transferir felicidad, el nacimiento de Ulises llenó de tensión el piso de Ópera. El estrés laboral de Nati Baldrich, sumida en un vaivén casi eléctrico, empezó a chocar con el mal humor de Roger Segura. O era quizás la amargura por no poder cristalizar sus sueños personales, todavía encerrados en jaulas… El caso es que a Roger, paulatinamente, le fue invadiendo un sentimiento de envidia hacia Nati. Por lo pronto se esforzó en criticar sus horarios en la televisión, sus salidas nocturnas, sus nuevas compañías. Y Ulises, el pequeño trasto, empezó a ser cuidado por su padre, por niñeras y por mí, entre lágrimas y berridos y hambre y papillas a deshoras. Así se inició la época de las peleas más recalcitrantes, de dialéctica violenta, entre Nati y Roger. En ellas se podían palpar las gotas que pueden llegar a colmar el narcisismo, las inhóspitas sospechas que tejen la obsesión.

Tampoco Jaime Baldrich era el mismo. Una especie de ofuscación había fulminado su sentido del humor y había iniciado una escalada veloz desde su corazón hasta sus tuétanos.

—Fue un día después del tenis. La invité al Conde de Godó. Para que lo viera… Y estaba rara… y empecé a decirle qué te pasa, a ti te pasa algo…, y ella no sé, no sé, no sé… Claro que lo sabía…

Aquel Madrid primaveral de 1986, lleno de sol y con el barrio que extendía sus terrazas, albergó a un Jaime Baldrich perdido. De camino a ópera, aquel mediodía de sábado, paramos en una de las terrazas de la plaza de Cristino Martos, frente a la de los Cubos, desde donde ya se veía, y se oía, la calle Princesa. Nos sentamos. Dejé sobre la mesa metálica EL País. Aparecía el presidente del Gobierno en la portada. El PSOE tenía también en aquella legislatura todas las papeletas para ganar las elecciones que se celebraban ese mismo mes de junio, para las que restaban únicamente quince días, pero desde su cúspide, en plena campaña electoral, se hablaba más de Europa, de Unión Europea, de Comunidad Económica y expresiones similares, que de la gente. Jaime Baldrich, sentado en aquella terraza, escupiendo huesos de aceituna al suelo, con los ojos entornados por el sol, todavía no había preguntado por su hermana, ni por Roger, ni siquiera por el pequeño Ulises.

—No lo sé, no lo sé… Pues claro que lo sabía, que estaba con uno de los jefes de Equilibrio…

Jaime contaba todo lo que le venía a la cabeza. Se bebió la caña en dos sorbos y pedimos otra. Así habló del proceso de inestabilidad de un afecto inventado. Poseía su dicción la alquimia que suelen guardar las quimeras cuando devienen razón. De alguna manera Jaime había interpretado mal el cariño de Julia. ¿O había otra cosa? No quise seguir averiguando detalles por miedo a que la realidad me recompensara con una verdad despiadada. También comentó que Rodrigo Baldrich y María de Arana habían comprado una casa en la Costa Brava, en Llofriu, y allí iban todos los fines de semana con el pequeño Eduardo, que crecía dócil y sano, entre el patio y la buena disciplina del colegio San Ignacio y el mar verde y la arena de las playas de la Costa Brava, a las que ya desde entonces se fue acostumbrando.

Bajo la intimidación de un calor cada vez más pegajoso, pagué las cañas y nos fuimos, atravesando el runrún de Princesa, la pesadumbre del sol de plaza de España, hasta llegar a Ópera y encontrar la puerta de Roger y de Nati.

Al llegar al piso, tras subir las escaleras y escuchar cómo Jaime tosía en cada rellano, encontramos la puerta abierta. Hasta nuestros oídos llegó la queja de un niño y el reproche de un padre superado por la situación. Fue él, Roger, quien nos dijo que Nati no estaba en casa. Tenía que grabar programa. Se había ido a las siete de la mañana, deprisa y corriendo. Pero había dejado dicho que nos invitaba a comer en Casa Lucio a eso de las tres. Cuando Jaime descubrió a Ulises, con medio cuerpo envuelto en un babero y sentado en lo alto de una silla con pupitre, con la boca manchada de papilla y golpeando un plato con una cuchara, salpicando restos de una especie de sopa espesa de tonos marrones, es posible que, con toda la pesadumbre que ya de por sí traía, se estuviera arrepintiendo de haber venido a Madrid. No obstante, entre Roger y él permanecía el cariño. Se abrazaron prolongadamente y Roger, en un acto poco común en él, al separarse del abrazo, y mientras le miraba a los ojos, le dijo «Lo siento», en lo que pareció más un pésame que una máxima de complicidad.

Allí pasamos un par de horas, observando los quehaceres de Roger con el niño. Mientras tanto, Jaime y yo tomamos otra cerveza. Roger también nos acercó un plato hondo con patatas fritas y otro con frutos secos que yo no toqué. En la televisión volvía a aparecer un videoclip de un grupo llamado A-ha, con la canción Take on Me, que llevaba todo el año de moda. Jaime empezó a fumar de nuevo y sentí que Roger no se atrevía a decirle que no lo hiciera delante de Ulises. La conversación volvió a girar en torno a Julia. Y Roger, en una de esas, como si empezara a estar un poco harto de tanto monotema, le dijo:

—Deja de quejarte, coño, que no ves que pasa de ti. Date cuenta de una puta vez. ¡Esa tía pasa de ti, y punto! Emborráchate mil veces si quieres, pero no vas a solucionar nada… Te ha utilizado…, en su momento pudo quererte, pero ahora, si ni siquiera te coge el teléfono, no… y no hay más, Jaime. No-Hay-Más.

Y Jaime, entonces, frunciendo el entrecejo, con la frente arrugada y la cabeza gacha, confesó, entre la rabia que le quería salir de los ojos y no podía y el humo de su cigarro, que le había dejado dinero, que le había regalado una cantidad de joyas inmoderada, y que la había estado siguiendo muchas noches, y al borde del llanto profirió:

—¡Vino! ¡Quiero vino, joder!…

Y a partir de ahí todo pareció acelerarse. Guiado por un extraño enojo, Roger Segura dejó a Ulises en mis brazos. Se acercó al mueble bar. Agarró una de las botellas, sin reparar en la marca, y la descorchó con resentimiento. La plantó ante Jaime, en la mesa pequeña que había a sus pies y cuyas patas temblaron. Y volvió de la cocina con un vaso:

—¡Aquí lo tienes, bébetela, entera, venga, viva la víctima!

—¡No puedo vivir sin ella! ¡Es que no te das cuenta!… —soltó Jaime, mientras vertía vino en el vaso. Luego se lo llevó a la boca. Después del primer trago, largo, dejó recostar la espalda en el sofá.

En ese momento, tanto Roger como yo tuvimos la evidencia de que la depresión de Jaime no era una broma. Era un hombre carcomido. Los celos habían desmantelado su ternura.

—Sólo te pido una cosa, Jaime —agregó Roger, volviendo a sujetar en sus brazos a Ulises, que miraba con ojos enormes, y relamiéndose, los movimientos de su tío en el sofá—. Que tu hermana no te vea así, por favor. No le des ese disgusto.

El resto del fin de semana transcurrió de manera casi cercana al ridículo, con un poso de preocupación que nos hizo mantenernos al tanto de todos los movimientos de Jaime. A solas, Roger y yo nos dijimos que sería bueno saber el estado de sus cuentas bancarias, así como establecer un contacto con Ignacio Párbole, a quien no estaría de más poner sobre aviso.

Nati nos invitó a comer. Jaime pareció no hacer caso a la súplica que le había hecho su amigo momentos antes. Se dedicó a beber durante toda la comida. Fue dando cuenta del vino sin prestar atención a los platos. Dijo que no le gustaban los huevos estrellados. Fumó como era su costumbre. En el momento de los cafés, Nati Baldrich, para sorpresa de Roger y mía, no se cortó y le comentó a su hermano:

—Jaime, cariño, no pasa nada, tienes que saber que una pareja, al fin y al cabo, y aunque cueste asumirlo, acaba consistiendo en superar las trabas que ella misma se crea sin querer, hasta que se cansan y ya no quieren superar nada… La culpa es de los dos, venga, tranquilo —ahí le cogió las manos—, que ya sabes que yo te quiero mucho… y yo soy la hermana de tu vida.

Nati prolongó su discurso sin solucionar nada. Al salir, en la Cava Baja, Jaime propuso tomar una copa, a lo que nos negamos los tres, además de Ulises, que entonces, para desesperación de su padre, empezó a llorar de nuevo. Nos fuimos cada cual a su casa. Al llegar al salón de Rodríguez San Pedro, Jaime se sirvió la copa y prosiguió su discurso con intervenciones llenas de reproches hacia Julia, hacia su padre…, hasta que dijo:

—¿Sabes qué? Ahora sé que nadie me quiere. Ni mi madre, ni mi padre, ni mi hermano, nadie. Sobre todo mi madre. La odio, la odio, la odio. Si no fuera por mi hermana, es la única, y así la han tratado los hijos de puta, mi hermana…

Aquella conducta rozaba la pena. Jaime Baldrich gustaba de llamar la atención.