Mientras tanto, en Madrid, la vida no dejaba de depararnos sorpresas. La ciudad todavía tenía guardadas en su chistera casualidades con las que petrificarnos. Y entre nosotros seguíamos desplegando promesas, quimeras que se deshacían a los cinco minutos de haberse alzado, pero que dejaban un poso de espontaneidad del que nos gustaba reírnos. La vida y la estética se forjaban con el instinto. La predisposición a la efervescencia era más esporádica pero continuaba en marcha. Y aunque nos íbamos haciendo mayores manteníamos enchufada la preferencia por la intensidad, sin que nos importara en gran medida el mañana, y menos aún el ayer. Una tarde, en la peluquería de Prosperidad en la que trabajaba Nati Baldrich, entró una clienta cuya cara sonaba de algo a todas las empleadas menos a Nati. De improviso Nati se hizo cargo de ella. Le lavó el pelo, se lo cortó, la peinó, le retocó las puntas, el flequillo, le hizo la manicura. Hablaron y rieron, se contaron intimidades. Hicieron pruebas con espumas y disoluciones, varios experimentos, mechas, entre carcajadas, con laca y gomina. Nati llegó a confesarle retazos de su pasado y la mujer acabó tan satisfecha que se quedó con su cara, con su buen trabajo, y, sobre todo, con su simpatía. Y también con el teléfono.
Así se lo hizo saber a Roger Segura al cabo de un rato, cuando Nati se pasó, como era habitual, por la pajarería y, entre alaridos y olor a alpiste, se lo contó. Aquella no era la mejor época de Roger. Llevaba tiempo diciéndonos que quería dejar aquel negocio, que lo que le atraía era la música, y que lo suyo era la producción musical. Soñaba con ello y sus propuestas siempre apuntaban en esa dirección. Roger quería abandonar el negocio familiar, dejar de trabajar con su padre, aunque ello supusiera renunciar al buen sueldo que este le daba y al horario, tan flexible, que él mismo se iba marcando. No obstante, pese a su escaso ánimo, se alegró de las buenas vibraciones que transmitía Nati y le dijo:
—Te imaginas que es una cazatalentos y te pone a presentar La bola de cristal…
Esa noche cenamos juntos y yo también supe del episodio. Estábamos en ópera, de pie, en la cocina, terminando de cenar, mojando pan en el aceite que sobró de la ensalada. Lo hacíamos con prisa, y muy temprano, pues yo, que había empezado a ser colaborador habitual de La Luna de Madrid, había conseguido dos invitaciones para asistir a un concierto de Nacha Pop, que presentaban Dibujos animados. Sabía que aunque fuéramos tres nos dejarían pasar. A pesar de tener que coger el metro, logré animarlos y nos fuimos. De camino les dije que en una semana iría a Barcelona, pues tenía que entrevistar a un joven diseñador.
Todavía recuerdo la cara de fascinación con la que me miró Nati, sentada en el vagón, cuando supo que me iba a quedar en su casa, en la calle Muntaner, y que quizás conocería a parte de su familia. Me dio pistas sobre la Charo, pinceladas sobre lo cómodo que era tomar el sol en la terraza, y que si tenía tiempo y Jaime «se enrollaba» fuera a Valldoreix a bañarme en la piscina.
Viajar una semana a Barcelona, por primera vez y tras tres años sin salir de Madrid, resultaba tan estimulante que tenía un grado de intimidación. El día antes de partir me llamaron Roger y Nati para anunciarme que esa noche había fiesta en el piso de Ópera, que no me la podía perder y que de ninguna manera me iba a ir a Barcelona sin despedirme. A mí me encantaban las fiestas en aquel piso, por lo que fue fácil convencerme. Llevé un par de botellas de vino, lo primero que encontré por casa, y me fui, atravesando Conde Duque, Princesa y plaza de España, con la mochila lista para el día siguiente.
Por allí aparecieron pintores, fotógrafos, escritores que últimamente no lograban concentrarse, músicos en horas bajas, misteriosos vecinos, parejitas ideales y un montón de gente, todos colegas de Roger y de Nati, con modelitos ilógicos y una entrañable tendencia al libertinaje. Miraban el mundo de la manera más irrespetuosa y escéptica posible, pero tan bienhumorada que era verdadera. En una esquina, dos argentinas muy jóvenes que aseguraban ser actrices no dejaban de acariciarse. Se hablaba a gritos de música, de grafiteros, de un colectivo llamado Cascorro Factory y hasta del ensayo que había publicado Tierno Galván, El miedo a la razón, que Roger tenía por allí y sobre cuya portada se esparcieron mescalinas con las que desautorizamos el título, y que hicieron que luego me costara conciliar el sueño. En ese punto alguien, el que repartía, detuvo un instante sus quehaceres y dijo mirando al techo:
—Si es que es verdad, en el rollo está la solución.
Aquella fiesta tenía una actitud maravillosa. Sonaban las Vulpes, Parálisis Permanente, Derribos Arias… Estábamos sudados. Me presentaron a mucha gente cuyos nombres ni llegaba a entender. A muchos los conocía de vista, sobre todo a los extranjeros, de otras fiestas. No recordaba sus nombres, pero sí su predisposición para defender la risa. Uno de ellos, que me apuntó que era fotógrafo y que en breve expondría en la galería Ovidio, se acercó y, pegado a mi espalda, haciendo llegar su mano hasta más abajo de mi ombligo, con un acento andaluz que me resultó un poco empalagoso, me dijo:
—Esto sí que es una escuela de calor…, ¿no te parece?
Amanecí con una resaca de las duras, con la parte de atrás de la cabeza quebrantada. Estaba tumbado en el sofá del salón. Conocía esa pesadumbre, que trasladaba su peso de la frente a las rodillas. A mi lado, en una postura inaudita, estaba durmiendo el fotógrafo, con su pelo rizado, largo y revuelto, con el que había estado ligando. Lo escuchaba roncar. Tenía la respiración fuerte. Era un sábado, y no eran más de las diez. Me quedaban dos horas para llegar a Atocha, desde donde salía mi tren. Así que hice café y en lugar de abrir las cortinas y las ventanas las tuve que cerrar para evitar los arañazos del sol y la corriente de aire y poder tomar tranquilo el estimulante. Pese a que las ventanas habían estado abiertas durante toda la noche, el interior del piso aún olía a vapores de alcohol, a humo y a humedad consumida. De camino a la cocina tropecé con unas cuantas botellas. Cada golpe de cristal contra el suelo era un estacazo para mi cerebro. En la mesa, los ceniceros rebosaban ceniza. Y en los vasos de plástico las colillas flotaban como derivas estancadas. Apareció Nati, en ropa interior, y al respirar el aroma de café que llegaba desde la cocina, dándome un beso, dijo:
—Ay, Uge, qué bien, café…
Cuando ya estaba dispuesto para irme sonó el teléfono. El fotógrafo que dormía emitió una queja. Nati, que llegaba de la cocina con bolsas llenas, tintineantes, me dijo:
—Espera, espera, bájate por favor estas botellas.
Entonces, mientras yo lograba sujetar las bolsas, ella descolgó el teléfono. Pude oír a Nati responder afirmativamente en varias ocasiones pero sin prestar atención, pues me dediqué a observar al fotógrafo que bostezaba y se iba colocando de manera más rudimentaria y eficaz. Me alegré de no haberme liado con él.
Cuando escuché a Nati despedirse me giré hacia ella. Me miró fijamente. Yo no tenía cabeza para pensar en nada. Algo había ocurrido, no recuerdo si me dio tiempo a pensar en algo malo, es probable, pero no sabía…
—Qué bien que no te has ido. Me bajo contigo y me acompañas a un taxi, Uge, qué fuerte… Espérame, tengo que estar en media hora en Torrespaña. ¿Tú sabes dónde está eso?
—Ni idea, Nati, ni idea…
—Es que era la tía de la peluquería, bueno, era una ayudante, la que te dije que vino el otro día, ¿te acuerdas? Pues se ve que es la titi que presenta el programa que se llama Si yo fuera presidente o algo así, que les ha fallado una estilista, que me hacen una prueba ya mismo, que graban hoy… Ay ay ay, Uge, qué hago, ¡y ahora qué me pongo!…
Cuando ya estaba en el tren, y veía tras la ventana las afueras de Madrid, todavía seguía pensando en la capacidad de esta ciudad para absorber y destilar casualidades. Así me fui a Barcelona, feliz por Nati, con la resaca a cuestas, con el libro de poemas que me había dado en la cocina, que se titulaba Aquelarre en Madrid, y que la resaca no me iba a dejar leer y, sobre todo, con las ganas de ver a Jaime Baldrich de nuevo.
La semana que pasé en Barcelona fue productiva. Me divertí, trabajé, conocí una ciudad desigual y, sobre todo, una actitud y un modo de encarar la noche y el día diferentes. Por invitación de Jaime me quedé en Muntaner. Conocí a Jenaro Baldrich, a la Charo, a Ignacio Párbole y a Julia Casas.
Ocupé la habitación de Rodrigo. Poco a poco fui descubriendo la casa. A decir verdad, visto el estado de la pintura, la cantidad de muebles antiguos y la grandilocuencia de tantas vitrinas, así como la pereza que transmitían los tresillos y la abundancia de colores marrones y rojizos, el hogar de los Baldrich, en Muntaner, parecía estancado en una época apartada del presente. Aquella casa se ahogaba en el calor del verano y en su propia asma. En la terraza, las plantas mustias torcían con resignación sus formas. Había polvo acumulado en la librería del pasillo y en la pantalla de la televisión. Al entrar en la cocina y darse de bruces con una pila de platos, Jaime me dijo:
—Joder, es que hace una semana que no viene la Charo, y mi padre creo que está con otra y que tiene alquilado algo. Así que de momento estamos solos… A ver, ¿dónde puede estar la cafetera?
Al día siguiente de mi llegada, por invitación de Párbole, fuimos a casa de los Litvan. Todavía me pesaba en las rodillas un resquicio de la resaca. En aquel hogar de Gracia, al lado del Teatre Lliure, que olía a carne asada, comimos con Ignacio Párbole, los Litvan y un crítico de cine uruguayo llamado Homero Alsina Thevenet. Escuché que hablaban de la guerra de las Malvinas, de Alfonsín, de los Montoneros, de la creación de la Conadep (luego entendí que aquello significaba Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas). Aquel era el universo de Ignacio Párbole en Barcelona. Por sus conversaciones supe que en Argentina se había acabado la dictadura, y que gobernaba Raúl Alfonsín. En Uruguay la cosa no estaba segura todavía. No dije nada, pero entendí que también les costaría volver.
Enseguida reparé en el cariño que le brindaba Ignacio a Jaime. Párbole había sumado a su vida a su sobrino, que se mostraba encantado de sentirse partícipe del día a día de su tío. Me fijé en cómo le preguntaba por Julia, y también por su madre. Párbole tenía aspecto de cansado. Algo le pesaba en los párpados. Supuse que sería su propia vida, tanto trajín, tantos adioses. Aquel Homero Alsina era un niño grande, con un humor afiladísimo. Hubiera dado mucho por tener aquella rapidez de respuesta. Su humor se basaba en brotes, chispas de lucidez. En mitad de la comida contó que estaba preparando una enciclopedia sobre datos inútiles. Entendí que aquel hombre miraba los desastres del mundo, y también el suyo, con escepticismo, pero con agudeza, conociendo la infinita estupidez de la que es capaz el ser humano. Después de toda la tarde charlando y bromeando, se levantó y nos fue dando la mano a todos, uno a uno. Tras ello, con cara de picardía, dijo:
—Yo pasé una velada maravillosa… pero no ha sido esta…
Lo que nos arrancó nuevas carcajadas. En la mesa aparecieron cartas y empezamos a jugar. Me obligaron a aprender un juego llamado la canasta, que, según ellos, se me haría más fácil que el truco. Y dado que se había acabado el vino, Marcelo Litvan se acercó al mueble bar y sacó una botella de grapa.
El resto de la semana transcurrió más deprisa de lo imaginado. Por las mañanas recorría la ciudad, seguía el rastro de las indicaciones de Roger y de Nati. Por las tardes paseaba con Jaime por las Ramblas, el barrio Gótico, Gracia, la Barceloneta… Y todas las noches, después de tanto ajetreo, de autobuses y metro, y de oír a Jaime hablar de Sandro Carnelli y de Julia, cenamos los dos, en restaurantes, y todas me invitó Jaime. Aquella capacidad para la generosidad era idéntica a la de su hermana. Tenía también un punto de ingenuidad, que a menudo parecía fingido. Estaba feliz de que yo estuviera en Barcelona. Fuimos a los bares que conoció con Roger Segura, por el chino, el Pastís, el Marsella, por calles mal adoquinadas, arterias que en su esencia guardaban reminiscencias portuarias, de una gastada belleza prodigiosa.
Por supuesto que tuvimos que ir a Equilibrio. Allí supe que a causa de sus horarios apenas se veía con Julia. Vi que Jaime era propenso a los celos. Vigilaba continuamente el guardarropa. Me dijo que ahora su padre lo quería poner de encargado en una tienda de Rubí, un pueblo que no estaba lejos, pero que a él no le gustaba. Aproveché aquella semana para hacer muchas preguntas, para entender más cosas de los Baldrich.
Una mañana, antes de que Jaime se fuera a Sandro y yo saliera de casa, apareció la Charo. Ahí estaba: con la bata puesta, pasando la escoba, arriba y abajo, con la radio encendida en la cocina, escuchando Protagonistas, preparando el café y las tostadas, atenta y educada, como una madre maltratada por distancias. Era una mujer a la que incluso parecía consolar saberse propiedad de la familia Baldrich por miedo a todo lo demás, feliz de haber podido ayudar a su familia y ya sin ninguna ilusión por nada. Así existía, fregando, sin vida propia ni identidad.
Hasta que por fin otro día, a las tres y cuarto de la tarde, apareció por Muntaner Jenaro Baldrich, activo, inquieto, con La Vanguardia en la mano, dejando en el salón y en las habitaciones el eco de sus mocasines al andar, dispuesto a recoger unos papeles, sin apenas desprenderse de la americana. Cuando la sirvienta se acercó a preguntarle algo, a Jenaro no le hizo falta mirarla para responder:
—Vengo comido, Charo, vengo comido…
Y en el momento de vernos a Jaime y a mí, después de preguntarme de dónde era y de que le dijera que venía de fuera, aquel hombre de cabeza espaciosa, corpulento y curtido, a la vez que empezaba a reír, pasillo adentro fue declamando:
—¡Barcelona! ¡Todo el mundo viene a Barcelona!… No sé qué coño tiene Barcelona… Ya veréis, algún día ¡hasta los extranjeros querrán vivir en Barcelona! —y sin dejar de sonreír, como si hablara consigo mismo, repitió—: Pero yo ya sé lo que tiene Barcelona, y tanto que lo sé…
Como si no quisiera pasar más tiempo allí, enseguida se marchó, ancho de espaldas, con paso diligente, igual que había llegado, con sus sentencias a otra parte. Si supiera que su hija es mi mejor amiga, pensé, pero no dije nada.
En el cuarto de Rodrigo abrí cajones y me encontré con fotografías y medallas de torneos de fútbol, papeles escritos, lápices, cromos atados por una goma de pollo, una peonza y un reloj de plástico.
Hasta un día antes de irme, el diseñador no encontró hueco para que le hiciera la entrevista.
Cuando volví a Madrid Nati ya estaba trabajando en la televisión, en tan sólo una semana había dejado la peluquería y Roger estaba más contento que nunca. Preparó una cena exquisita para recibirme y celebrarlo. Compramos un vino caro. Nos alegramos de vernos y nos dijimos que nos habíamos echado de menos. Me volví a sentir en casa. Fui llenando los vasos. Abrí una bolsa de patatas y hablé con la boca llena de Jaime, de la semana en Barcelona, del Canigó y de la plaza del Rei y del Palau de la Música, pero en aquel momento Nati, antes de brindar, con esos gestos tan suyos, apresurados y fulminantes, se puso de pie y nos dijo:
—Tengo que deciros que tengo la impresión de que os quiero mucho, y que sois una familia que me da problemas maravillosos, y que esta vez, Roger, has acertado, ya era hora, estoy embarazada, y que esta vez lo pienso tener.
Y entonces sí que no me pude contener. Armado de impaciencia, no tuve más remedio que ir a su abrazo y decirle:
—Contigo habría que hacer una novela.