8.

Cuatro días después de que Jaime llegara a casa solo, pero acompañado de un inédito sentimiento con síntomas de incontinencia, que no había experimentado nunca y que había permanecido oculto y ahora brotaba en forma de insomnio, y vueltas de arriba abajo por la casa, la selección de Italia se proclamaba campeona del Mundial.

En el palco del Santiago Bernabéu, aquel 11 de julio Sandro Pertini sonreía junto a Juan Carlos I. Los dos jefes de Estado de dos países cuyo siglo XX estaba siendo agitado parecían festejar la conquista. El italiano recibió los goles de su selección al tiempo que la satisfacción crecía en su rostro. Mientras eso ocurría Rodrigo Baldrich y María de Arana, que tenían el televisor encendido y vieron a los italianos abrazarse en el césped, dedicaban la tarde del domingo a meter las invitaciones de su boda en sobres. Tenían prisa por casarse. Lo harían dos meses más tarde, a finales de septiembre.

El día después de la final los clientes napolitanos, más satisfechos que nunca por la semana que habían pasado, a todo lujo, y por la victoria de su equipo, se despidieron de Barcelona y de sus colegas y se fueron a Nápoles dejando en Sandro Carnelli un vislumbre de calma. Y a los pocos días de todo ello, Jenaro Baldrich volvió a ir al aeropuerto. Acompañó a Francesca Redi, después de recogerla en el hotel y de abonar la factura correspondiente a las tres semanas que llevaba instalada en él. Ella había pasado la totalidad de sus vacaciones en Barcelona. Se despidieron con abrazos y besos que dejaron en la cara de Jenaro Baldrich borrones rojos, y a su vez, en su pensamiento, la marca de la costumbre, pues ambos formaban una pareja cuyo afecto iba en aumento, y aquella despedida, amable y sin prejuicios, estuvo regida por un automatismo propio de lo verídico.

Agosto empezaba a consumirse rematando las últimas fatigas de calor y dejando la Barceloneta abierta a los últimos bañistas y a la rutina del nuevo curso. Esa mañana, antes del mediodía, Jenaro Baldrich pasó por Muntaner sin que nadie supiera de dónde venía. Apareció en mangas de camisa, vitalista, enérgico. Así de bien le sentaban las noches con Francesca. Allí halló a su hijo Jaime, que estaba pegado al teléfono y que apuraba sus vacaciones. Al verlo recostado contra el bufete, cuchicheando y con una oreja tapada por la otra mano, le dedicó unas palabras poco consideradas. Luego, cuando Jaime ya había colgado, Jenaro le dijo que se iba a pasar el último fin de semana de agosto a La Valbal, y que si le apetecía podía ir con él. No obstante, Jaime le contestó que prefería quedarse. De este modo se aseguró de estar solo en casa y de traer a Julia a su territorio, sin miedos, a la salida del trabajo.

La casualidad quiso que nada más salir Jenaro sonara el teléfono. Era Mateu, quería preguntar algo a Jenaro. Al saber que acababa de irse aprovechó para indagar en el corazón de Jaime y saber si continuaba en el mismo estado de vibración. Jaime le dijo que estaba tratando de convencer a Julia de que fuera con él a la boda de Rodrigo. Y halló como respuesta de Mateu algo similar a un consejo, que venía a decir que mejor no presionarla demasiado. Además, le preguntó si no creía que era un poco precipitado. Jaime dijo que no, que para nada.

Las semanas hasta la boda transcurrieron lentas. El final del verano instaló las primeras cazadoras en el decorado urbano. Se intuía un otoño frío. La Diada se saldó con los habituales incidentes, pero dejando un rasero de normalidad que Jaime no recordaba. Como era costumbre, a mediados de septiembre llegó un cargamento de leña a la casa de los Baldrich. Se inició un nuevo curso escolar y en las calles del Ensanche volvían a verse grupos de niños con carteras camino de los colegios. Un día antes de la boda, Julia Casas informó a Jaime, por teléfono desde Gavà, de que no acudiría.

Rodrigo Baldrich y María de Arana se casaron el día 24 de septiembre, pues de ese modo hicieron coincidir la boda con la festividad de la Virgen de la Merced. Unos días antes Jenaro Baldrich y Sagrario Losada, juntos por vez primera en mucho tiempo, acudieron a conocer a los consuegros. Los señores De Arana, que vivían parte del año en el campo, los recibieron en su finca próxima a Rupit, por lo que los Baldrich pasaron por el pueblo y Jenaro, en un acto de cordialidad inaudito, hizo ver a Sagrario el puente colgante.

Así conocieron el gran caserón de la familia de María de Arana, cuyo padre, además de ser el dueño de un conocido negocio de muebles, era un acreditado procurador. La familia De Arana pasaba en aquella finca los momentos de ocio. Baldrich pareció hacer buenas migas con su consuegro. Comentaron, en voz alta, ante sus mujeres, la evolución política del país. Y el grado de compromiso que los industriales habían adquirido con los nuevos tiempos. De Arana habló de su experiencia como procurador, añadió que por creer necesaria la participación en política de los hombres de negocios, como se hacía en la legendaria América, se había estrellado con el acero mental de un país imposible, irreconciliable, en el que las dos Españas seguían siendo dos bandos, y eso merecía su desprecio. No obstante, cuando Enrique de Arana dijo a su reciente colega que le iba a dejar la recopilación de unas conferencias que le había publicado unos años atrás una editorial de prestigio, y que se llamaban «Claves para una fiscalidad ventajosa» y «Pensamientos y reparos de un procurador en mitad de su mandato», Jenaro Baldrich puso mala cara. Le dijo que no hacía falta que se molestara. Escurrió el bulto diciendo que también él tenía artículos publicados en la prensa y, para sorpresa de todos, que primero se los dejaría él, si quería, pero que de todas formas ya había dejado de interesarle todo aquello, que bastante tenía con lo suyo, con sus viajes, con el poco compromiso de sus hijos con la empresa, con sus exportaciones, porque iban a venir tiempos duros con la reconversión industrial que emprendería el nuevo Gobierno en la industria naval, siderúrgica y textil. Y esa fue la primera vez que dijo delante de Sagrario, y sin importarle quién estuviera alrededor, que podía avecinarse una época dura de problemas sociales y que había que esforzarse para mantener la competitividad.

Los novios se casaron por todo lo alto. Las familias no escatimaron en gastos. A pesar de las prisas con las que tuvieron que encarar la ceremonia, hubo vestidos nuevos para todos y menú de primera. Las nupcias tuvieron lugar en la iglesia de Sarriá. Y el convite en Can Soteras. Jaime Baldrich acudió solo y con cara de pocos amigos. Mateu y Gloria se sentaron a su lado. Muchos trabajadores de Sandro Carnelli asistieron al enlace, entre ellos estaba Carmina Tinti, que aún seguía en Barcelona, en la tienda de la Rambla, y que también ocupó la misma mesa que Jaime. Fue ella, precisamente, quien, mientras María de Arana cortaba el piso más alto de la tarta ante la mirada de Rodrigo, que sujetaba la réplica de los novios en miniatura, le dijo a Jaime con voz contenida:

—Rodrigo es como tu padre. Mira, son iguales… Los dos tienen algo que succiona…

Jaime recordaría esa última palabra. Hurgó en su significado, lo que dejó en su retentiva un poso de rabia. Pensó en Julia, que no había querido ir «porque no era plan», y se encendió un nuevo Ducados al tiempo que daba la razón a Carmina. Empezaron los brindis, los deseos de felicidad expresados en voz alta, y en un salón reservado hubo baile. Los novios abrieron la pantomima, que se prolongó hasta altas horas. Las chaquetas desabrochadas, los cuellos de las ropas abiertos, las ganas de jaleo, los cambios de pareja y las sonrisas iban tomando el centro de la sala al ritmo de la música. También había humo, que salía de los pequeños corros. Pese al general ambiente festivo, Jaime Baldrich fue el primero en irse. Se acercó a Sagrario, que estaba en mitad de una conversación con familiares de la novia y sujetaba una copa de cava de la que no había probado más que un sorbo, y tuvo el impulso de decirle algo, pero desistió. Jaime abandonó el salón habilitado para el baile, dejó atrás la música y el suelo pegadizo. Se sintió aliviado al poder escuchar el silencio del hall. De camino a la puerta de salida vio a Mateu, que estaba hablando en el interior de una de las cabinas telefónicas del restaurante.

A los tres meses de matrimonio los novios anunciaron que iban a ser padres. La noticia llenó de contento a las familias. Rodrigo y María fueron un domingo a comer a Valldoreix y la Charo preparó el biscuit glacé que tanto gustaba a Rodrigo. Sagrario habló de ropas que aún debía de tener guardadas de cuando sus hijos eran pequeños. También dijo que la cuna de Natividad estaría en el desván de arriba. Al oír el nombre de su hija Jenaro cortó a su mujer, cambió de tema al instante, probablemente para evitar que siguiera hablando, y dio la enhorabuena a su hijo con un abrazo y varios reveses en la espalda, y con la ambición que lo caracterizaba añadió:

—Así me gusta, hijo, así me gusta… y en cuanto nazca este a por otro. Nietos —dio una calada al puro y entre el humo, agregó algo más—: Quiero muchos nietos…

De este modo había empezado el invierno. Un nuevo ambiente se respiraba en las fiestas populares, hasta las ancianas castañeras que ocuparon las esquinas del Ensanche en diciembre parecían más alegres. Cada autonomía tomaba posiciones. En octubre el PSOE había arrasado en las elecciones generales. Obtuvo más de diez millones de votos. La mayoría absoluta hizo que el país diera carta blanca al Gobierno socialista. Su secretario general, Felipe González, que en el XXVIII Congreso del Partido, en mayo de 1979, había anunciado que no seguiría asumiendo las tendencias revolucionarias que hasta la fecha habían dominado en el partido, recondujo la doctrina socialista hacia una vertiente moderada.

La mayoría absoluta permitió al PSOE legislar y gobernar sin establecer pactos con otras fuerzas políticas. Así empezaba la definitiva transformación política y social en el país. Jenaro Baldrich, que había votado, como venía anunciando sin tapujos, a la UCD, vio por televisión, sentado y descalzo, en el cada vez más frío salón de Muntaner, ante la botella con el caballito blanco, a Felipe González y a Alfonso Guerra saludar desde el balcón de la sede del Partido, en la calle Ferraz de Madrid, y, después de sorber la copa y de apoyarla en el brazo del sillón, dijo sin mirar a su hijo, que acababa de llegar de Gavà y traía el cansancio en la cara:

—Ahí los tienes. Ya están aquí… Otra vez los rojos, los eternos disconformes, a jodernos vivos…

Entonces es probable que Jaime pensara en nosotros.

Nati, Roger y yo lo celebramos en el piso de Ópera, bebiendo cervezas y fumando canutos. Los tres habíamos votado al PSOE, seguros de la victoria, por el cambio, el definitivo, el que debía superar las trabas mentales y sociales e imponer el atrevimiento como algo común en nuestras vidas. Se terminaba lo falso. Íbamos a ser aptos para participar del embrujo de los nuevos tiempos. La contracultura iba a dejar de ser una tubería. Aquello era la culminación, la brecha definitiva que rompía con el franquismo. No sabíamos que lo alternativo pasaría a formar parte de la administración gubernamental, porque de alguna manera aún no teníamos conciencia de la oficialidad, ni de lo efímero que puede ser el underground. En la pantalla seguimos viendo la evolución de la alegría. Luego, años después, supimos que aquello, en realidad, era la última fiesta, la celebración del fin de la magia. Se usó la canción de un cantautor de Madrid para musicar unas imágenes y entonces Roger habló de que le gustaría montar un nuevo sello musical independiente, cuya primera grabación sería una antología que se llamaría Barcelona-Madrid, cara a cara, que aglutinara por una cara las canciones de una ciudad, en catalán, y por la cara B las de la otra. Luego dijo:

—Y si sale bien nos retiramos y vacaciones vitalicias…, aunque no me hagáis mucho caso, que a lo mejor me tenéis que mantener vosotros…

Y así empezó una disertación sobre las multinacionales del disco que concluyó con una de sus afirmaciones más habituales:

—Y viva lo moderno, pero sin Tino Casal…

Aquella semana hablé con Jaime. Me contó que Julia no había querido ir a la boda de su hermano Rodrigo y María de Arana, pero que se seguían viendo casi a diario, que a menudo iba a recogerla a la salida de Equilibrio, que había días en los que la acompañaba en el tren hasta Gavà, y que le gustaría ir a vivir con ella. También me dijo que esperaba verme por Barcelona.