7.

Esa misma noche, en una de las barras de Equilibrio, Julia Casas hablaba con su jefe. Le pedía permiso para salir antes, pues no tenía sentido mantener abierto el guardarropa. A Jaime Baldrich le entraron los nervios. Tuvo la tentación y se congratuló para no desaprovecharla. Una sospecha de frío, o quizás el vértigo del atrevimiento, hizo que Jaime, al salir de la discoteca, se pusiera la cazadora. Retazos refulgentes de luz se colaban entre las sombras de la madrugada. Era escasa la potencia de las farolas que alumbraban el paseo. Por la avenida del Tibidabo se respiraba la serenidad de la montaña.

Habían hablado durante dos horas, sin tomar una sola consumición. Todavía entonces le parecía a Jaime que no podía ser verdad que estuviera solo con una chica, paseando en la noche. Poco le importaba que fuera o no agraciada físicamente. Era otra la emoción que le revolvía el estómago. Ella le mencionó los años que llevaba trabajando en Equilibrio, y él contó los que llevaba en Sandro Carnelli. Añadió un par de trucos, de los que se usaban en las tiendas para vender ropa, y comparó camisas con litros de leche. Luego confesó que el día anterior vino por compromiso, que sus colegas eran unos clientes italianos que hacían a la empresa pedidos anuales muy sustanciosos, y que merecían ese trato atento, considerado y, por encima de todo, generoso por su parte. Cuando Julia vio que Jaime arrugaba el paquete de Ducados y lo tiraba al suelo, buscó algo en su bolso y le ofreció uno nuevo:

—Toma, lo he cogido de la caja, como he visto que se te iba a terminar…

Así continuaron bajando, entre la timidez y las sombras, junto a la inquieta razón de la cordialidad primera. Jaime, por inercia, se encendió otro cigarro. Al llegar a la plaza de la avenida Tibidabo le dijo:

—Mira, ahí vive mi hermano. Y su novia. Se van a casar dentro de nada.

—Vaya, qué suerte tienen algunos. Por vivir aquí, quiero decir…

—Y ahí es donde también estuvo la primera tienda de mi padre.

Julia le contó entonces, en el semáforo de la plaza, bajo el edificio de La Rotonda, que ella vivía en Gavà, con su abuela. Era huérfana. Cada noche, después de trabajar, tenía que bajar hasta la plaza de Cataluña para coger el tren de cercanías. Llegaba a casa de día. Su abuela, todavía hoy, no se creía que trabajara en el guardarropa de uno de los bares más conocidos y afamados de Barcelona, y sospechaba que era puta. Y que su trabajo era aburrido, y a veces agotador, y requería aguante, pues había días en que algunos clientes se acercaban a por sus chaquetas y ya con las luces del local prendidas aprovechaban para ofrecer desproporcionadas cantidades de dinero por acostarse con ella. Aquella naturalidad, aquella confesión, enterneció a Jaime. Es muy probable que quisiera tomarle la mano, pero sólo agregó:

—Te invito al cine, Julia.

—¿Ahora? —ella empezó a reír—. Pero qué cosas tienes, te estoy hablando de que mi abuela se cree que soy una puta y tú… La verdad es que tiene su gracia…

—No ahora —se afanó en corregir Jaime, guiado por la prisa—. Cuando quieras, mañana, pasado…

—Vale, vamos un día. Mientras llegue a trabajar antes de las diez… ¿Nos sentamos?

—Como quieras.

—Es que llevo de pie desde las diez y estoy molida.

La oscuridad clavaba su sístole en el corazón de Jaime. Ocuparon un banco de la plaza, desde donde se percibía la pendiente de la calle Balmes. Podían contarse las estrellas. La luna, casi llena, se apreciaba con nitidez. La cumbre del verano dejaba abierto un resquicio por el que se filtraba una tenue corriente de aire. Julia recostó la espalda en el respaldo del banco y suspiró. Luego se palpó las rodillas, de manera que Jaime pudo sentir en las suyas el cansancio de ella.

—Pues yo no soy huérfano, pero como si lo fuera. Mi madre no me quiere y mi padre… Creo que no quisieron ni tenerme…

—No digas tonterías.

El frenazo de un coche en la rotonda llamó la atención de Jaime y de Julia. Del interior del Renault 5 les llegó el sonido de una canción de moda y fragor de risas. Julia miró el reloj y dijo que ya eran las cuatro, que en breve sería hora de tomar un taxi hasta la plaza Cataluña. Jaime, como era de esperar, se ofreció a acompañarla. Tuvieron que bajar casi hasta la altura de Mitre para encontrar un taxi libre. En el descenso, con las ventanillas del vehículo abiertas, Jaime pudo sentir el viento atravesando sus gafas, y al virar la cabeza vio a Julia despeinada y sonriente, como si el viento fuera capaz de barnizar la imaginación. Jaime se hizo cargo de la carrera. Pagó y dejó propina. Una vez en la calle, frente al edificio de unos grandes almacenes en cuyos escaparates resplandecían marcas de perfumes y cuyas letras verdes titilaban, ante la única presencia de un cartonero que rastreaba la acera bajo las cabinas de teléfonos, Jaime Baldrich no se atrevió a agarrar la cintura de Julia, ni tampoco se atrevió a besarla, ni tan siquiera fue capaz de tomarle la mano, ni de asomarse a sus ojos con profundidad de pensamiento. Pero nada de eso hizo falta, porque de todo ello se encargó ella, pero en orden inverso. Julia Casas se puso de puntillas, encontró sus ojos, le cogió las manos, se las colocó en su cintura, buscó su boca con la suya y le rodeó el cuello con sus brazos. Así empezó la temporada más feliz de Jaime Baldrich. Y eso era algo que todavía no sabía, ni de lo que aún tenía conciencia, pues no se paró a pensarlo.

—¿Te puedo decir una cosa? —preguntó Jaime nada más separar sus labios, por primera vez, de los de ella, con algo parecido al corazón en la boca.

—Claro —Julia sonrió poniendo la mirada en los labios que acababa de besar. Estuvo a punto de tocarlos, antes de que lo hiciera escuchó:

—Quiero que vengas conmigo a la boda de mi hermano.

A Julia se le abrieron aún más los ojos. Se tomó su tiempo, uno, dos, tres segundos… antes de reponer mientras bajaba la mirada:

—Ah, era eso, pensaba que me ibas a invitar a dormir a tu casa…