6.

El partido del día siguiente fue el encuentro del Mundial. Contra pronóstico, y después de que Brasil dominara gran parte del encuentro, Paolo Rossi fulminó a la canarinha. Con sus tres goles enmudeció a toda la samba carioca que se había dado cita en el estadio del Español. Allí lo vieron Mateu y los tres napolitanos, cuya euforia, desatada desde el pitido inicial, les había hecho beber numerosos cubalibres en la grada, a pesar de la hora, de dos a cuatro de la tarde, y con más intención de perseverar la juerga que de aliviar el bochorno.

Jaime Baldrich lo vio por televisión. Estaba solo en Muntaner. La Charo le dejó la comida preparada y, una vez tuvo todo recogido y limpio, se fue enseguida a la estación de la calle Provenza, a esperar el ferrocarril. Desde hacía un tiempo, la criada alternaba sus tareas domésticas entre Muntaner y La Valbal. Se había acostumbrado al trasiego del sube y baja. Y también los señores. Para muchos fue una época revuelta. Cada cual tiraba por su lado. Salvo a Jaime, la vida iba posicionando a cada uno de los Baldrich en el lugar que elegían. Como si la distancia fuera la llave para ordenar la confusión. Así se abría paso la desbandada familiar. La soledad se arremolinó con Jaime en el sofá, en uno de cuyos lados su cabeza halló un barrunto de entumecimiento. Desde allí recordó, cuando quiso cerrar los ojos y no se lo permitió la incidencia del sol, que una de las persianas estaba atrancada, hacía ya unos meses que no se podía bajar. Paulatinamente la casa de Muntaner se iba ahuecando. Con la ausencia definitiva de Sagrario y las deserciones obligadas de la sirvienta, el polvo se acumulaba en los rincones, bajo los sofás y las camas, y en el pasillo, junto a los rodapiés, dejaba torbellinos. Cuando iba, la Charo lo limpiaba todo de nuevo, pero ya no lucía de igual modo que antes.

Cuando Paolo Rossi marcó el tercer gol, Jaime se acordó del napolitano Franco y de su premonición. Pero ese pensamiento duró poco, pues en lo que pensaba Jaime era en Julia, y en tácticas de arrimo que embalaran el contacto.

Aquella tarde de julio, cuando una vez finalizado el encuentro en la pantalla aparecía cabrioleando Naranjito, Jaime recibió la llamada de su padre. Jenaro Baldrich estaba en Sandro Carnelli. A pesar del verano, y de que muchos trabajadores ya estaban de vacaciones, él había ido para echar un vistazo y ver a Gloria y a Rodrigo. El señor Baldrich quiso saber cómo había ido la cena con los italianos. Jaime le contó por encima que sí, que habían quedado contentos. Luego escuchó a su padre decir que hoy él se encargaba de ellos, y que buen trabajo.

Jaime se vio libre. Aquella noche era propicia para dejarse caer por Equilibrio y poner la cazadora sobre el mostrador del guardarropa. En lugar de dormirse en el salón, a pesar de los estragos del sol, como era natural, dado el calor y la hora, Jaime se alejó a su cuarto y se decidió a escuchar algo de música. Agarró la bolsa de discos prestados por Roger Segura en Madrid. Fue pasando uno tras otro, leyendo nombres: Derribos Arias, Glutamato Ye-yé, Nacha Pop, Alaska y los Pegamoides…, pero al final se puso lo que venía escuchando durante todo aquel año ochenta y dos: la primera canción, «A quien corresponda», del disco llamado En tránsito, mientras se preparaba para salir a dar una vuelta por Gracia y ya de paso hacer otra visita a su tío Ignacio.

Aquel verano también se habló en Barcelona del nuevo fichaje del Barça, un argentino llamado Diego Armando Maradona, al que decían Pelusa. Y en el resto del país ya estaba en boca de todos la nueva campaña electoral que despegaría tras el verano, pues para octubre habría elecciones generales.

Jaime Baldrich habló de esos dos temas con su tío Ignacio aquella tarde, en el Canigó. Ignacio Párbole le dio referencias del Pelusa. Le dijo que venía del Boca Juniors, el equipo del barrio de La Boca de Buenos Aires. Ignacio preguntó a Jaime por su familia. Y Jaime, con el humo del Ducados siempre a su lado, fue dando cuenta de ellos. También apostaron de cara a la final del Mundial. Entre la Alemania de Rummenigge y Schumacher y la Italia de Zoff y Paolo Rossi, salió Alemania, pues siempre acababan ganando. Respecto a las elecciones, Párbole lo tenía claro, para él ganaría el Partido Socialista.

—Esto está cambiando, vos vas a ver, es imparable.

Luego de tomar un café, Ignacio, más inquieto de lo habitual, se fue. Dijo que tenía cosas que hacer, lo cual no sorprendió a Jaime, y que estaba terminando la proyección de un edificio que:

—Una de dos, o termino con él, o él terminará conmigo.

No fue hasta una semana después que Jaime se enteró de que Ignacio no se levantó del Canigó para ir a trabajar.

En efecto, Ignacio Párbole salió del bar y pasó por casa. Allí se cambió de camisa y se perfumó levemente. Abrió un callejero y lo miró con detenimiento, dejando discurrir la punta del dedo por el plano. Cerró el libro. Se aseguró de llevar dinero suficiente. Cerró la puerta del piso. Luego descendió por la calle Verdi, atravesó la plaza de la Revolución, agarró Torrente de la Olla y fue bajando hasta la Diagonal. Allí detuvo un taxi. Se acomodó en el asiento trasero y bajó parte de la ventanilla. Durante el trayecto se frotó las manos contra los pantalones. Notó la espalda dañada. El reuma continuaba angustiándole. La Diagonal empezaba a atestarse de tráfico, por lo que el viaje transcurrió lento. Las copas de los árboles volvían a estar verdes y abundantes. En la plaza de Francesc Macià hubo un pequeño atasco. Nuevos edificios crecían a ambos lados de la avenida. Luego Ignacio se fijó en las universidades. Se iniciaba esa hora indecisa y ambigua, y recordó la palabra capvespre. La luz iba cambiando de tonalidad los edificios. Cuando vio Los Tres Molinos advirtió al taxista de que estaban cerca. Una vez en Esplugues ordenó que se detuviera. Desde ahí, él ya sabría llegar.

Estuvo andando unos minutos, cortando calles y leyendo los nombres de las mismas. No tardó en encontrar lo que buscaba. Analizó el edificio de la nave. Leyó Sandro Carnelli en letras grandes y rojas. Es probable que a ojos de un arquitecto aquellas cursivas resultaran exiguas. Abrió y traspasó la puerta de cristal, grande y pesada. Vio un montón de estanterías, cajas apiladas, un mostrador lleno de material de oficina. Olía a cinta aislante, a embalajes, a bastimentos fabriles. Distinguió luces encendidas en el interior de un despacho. Habían pasado muchos años desde la última vez que se habían visto. Pero igualmente reconoció a aquel hombre de hombros anchos, sobredimensionado de cabeza, alérgico al inmovilismo, con el pelo corto, tan dispuesto a reñir. El hombre de la fe liberal, el que nunca esperó a que llegaran las nuevas formas porque prefirió ir a por ellas. Si no fuera porque aquel hombre estaba acariciando los hombros de una mujer Ignacio Párbole no hubiera dudado nada. No hubiera esperado a que levantara la vista para mirarle fijamente, y es probable que hubiera hablado antes. No obstante, enseguida quedaron sus dudas disipadas. Aquella voz era la misma:

—Buenas tardes. ¿Usted? ¿Se puede saber qué desea? Esto es una fábrica, y estamos cerrando…

—Hola, primo. Soy Ignacio.

Jenaro Baldrich tardó unos segundos en reaccionar. Pese a ello, como era habitual en él, elucubró de manera ágil. Separó sus manos de los omoplatos de aquella mujer y rectificó la posición de su espalda. También se levantaron sus cejas, lo que le arrugó la frente.

—Ignacio Párbole, no sabía que habías vuelto. Esto sí que es una sorpresa… ¿cómo sabías que…?

—Llevo aquí más de dos años, primo —Párbole se atrevió a cortarle—. Tiempo suficiente para enterarme de tus movimientos. Pero coincidir con vos no es tarea fácil, vo… Veo que has conseguido tu propósito, te has adecuado bien al capitalismo…

En ese punto Jenaro Baldrich empezó a moverse. Rodeó la mesa y se acercó a Ignacio, este tuvo el impulso de tenderle la mano, pero Jenaro supo evitar ese oprobio y enseguida halló un pretexto:

—Mira, esta es Francesca, una amiga nuestra, de Nápoles…

Entonces Ignacio pudo seguir con su impulso. Estiró la mano y encontró la de Francesca. Dirigiendo la mirada hacia ella, dejándola resbalar brevemente, una visita fugaz, por sus hombros, añadió:

—Encantado.

Ignacio soltó la mano de la mujer italiana, que permaneció callada. La debió de ver hermosa. Lo era. El céfiro velado de aquella sala parecía estar a merced de una guillotina, como si aún flameara la lumbre de una avidez sexual que se iba destemplando. Ignacio respiró en el ambiente restos de humo. Alguien había fumado. Miró la decoración del despacho. Había fotos de los tres hijos. Jenaro Baldrich se vio en la obligación de hablar.

—¿Y qué le ha traído a Barcelona, señor Párbole?

—Qué va a ser, primo, una dictadura. Lo mismo que me echó me trajo de vuelta.

Ignacio bajó la mirada. La dejó rodar por el entorno. Sobre la mesa había una caja de puros. A su lado un cenicero con la mitad de un habano cuyo inicio estaba envuelto en papel de fumar.

—Hay que ver… Vosotros los rojos nunca estáis contentos con nada.

—Tenés razón, primo, nunca…

Jenaro Baldrich se llevó las manos a los bolsillos. Es difícil saber con exactitud qué sentía. Es probable que tuviera deseos contrariados.

—Pues yo te hacía en alguna cárcel, o repartiendo panfletos, ahora que vais a ganar las elecciones… Estarás contento, vais a mandar, que es lo que os gusta… pero, la verdad, Ignacio, no me cuentes nada…, creo que no tenemos nada de que hablar. ¿A qué has venido exactamente?

—A nada, a verte, a estar a solas con vos, a invitarte a cenar, o a tomar una copa… Desde siempre admiro que seas tan tuyo, siempre te he querido…

En aquel momento Francesca empezó a levantarse, pero en menos de un segundo Jenaro Baldrich, con la cuchilla de su mirada crispada, detuvo aquel ademán en las piernas de la italiana, que reculó a su posición. Luego se giró de nuevo hacia Ignacio. Elevó el tono de su voz. Un principio de cólera debió de empezar a cosquillearle en la nuca.

—Pues yo a ti no, me traes sin cuidado.

—¿Sabés qué creo, primo? Que no somos tan diferentes…, pero mirá, te voy a ser sincero, en realidad vengo a despedirme. Pienso seguir en Barcelona, pero no quería que pasara más tiempo sin verte. Me apetecía volver a charlar…, qué sé yo, pero ya veo que sigues igual.

—Y así seguiré.

—Odiando. Pero no sos malo, te hacés…

—Pues eso mismo. Tanto da si lo soy o me lo hago… Por cierto, ya sabía que te escribías con mi mujer, si has venido por eso, te la puedes quedar… para ti toda.

—Hay que ver, primo, no vas a cambiar. Eres un…

—¡Qué soy! —Jenaro Baldrich levantó la voz. Plantó cara a la situación dando un paso al frente—. Un cínico y un empresario hijo de puta, ¿es eso lo que vas a decir? Pues sí, al menos no soy un rojo arrastrado. A mí no me echan de ningún sitio, a mí nadie me ha dado nada. Jamás he tenido los brazos cruzados.

—¿Por qué sos tan cobarde?

—No puedo perder tiempo, Ignacio, ya te dije una vez que esperaba no volver a verte. Tengo una cena con clientes, con amigos que han venido de Italia y que me esperan, he reservado en el Siete Puertas, y tenemos que irnos, así que aire…

—¿Clientes o amigos? No sabía que tuvieras amigos.

—Las dos cosas, pero eso a ti no te importa.

—Las dos cosas es imposible. Pero has ganado, primo. He venido para decirte que has ganado. Adéu.

Ignacio Párbole no esperó ninguna respuesta. No se despidió de nadie. Dio media vuelta y se fue, más deprisa de lo que había entrado y sintiéndose más cerca del alivio que de la irritación. De camino a la salida, atravesando anchos pasillos y montañas de cajas, se le pudo oír tararear un tango mientras imaginaba la escena que había interrumpido.

Cuando pisó la calle, el atardecer se había empañado. La luz había traspasado las fronteras del día. La noche empezaba a apoderarse del cielo y del clima, pues llegaba con un viento cálido, que más que enfriar hidrataba, pero que se agradecía después de las brasas que habían calentado la jornada.