Aquel año que empezaba con frío trajo cambios importantes en los Baldrich. Avanzó el invierno, dejó sin hojas los árboles y, después de fumigar parques y jardines y calles, a finales de marzo llegó la primavera dispuesta a alterar los ánimos y las sensaciones. También en Madrid se notaron los cambios. Jaime creyó que era hora de cumplir la promesa que había hecho a su amigo del alma y dejarse caer por la capital. Avisó a su hermana. Le dijo que si no iba ahora, en abril, no iba a poder hacerlo en mucho tiempo, pues con el Mundial a la vuelta de la esquina y las visitas de clientes estaría enredado en otros asuntos. Para entonces yo ya había oído hablar de él. De hecho, supe de él la noche en que conocí a Nati. Cuando me dijo que estaba esperando a un amigo que era amigo de su hermano.
Esa fue la primera vez que vi a Roger Segura. Media hora después de haber recogido el mechero a Nati, en La Vía Láctea. Lo primero que me dijo, después de escuchar mi nombre, que tuve que repetir dos veces, entre el ruido de la música y el humo y el tumulto, fue:
—¿Y tú, qué? ¿Estudias o diseñas?
Me hizo gracia. No pude contestar. Tampoco esperó mi respuesta. Con todo su morro me cogió un cigarro y preguntó, cuando ya se lo había encendido, «¿Puedo?». Y recibí el humo en la cara, cariñosamente. Me palpó el brazo y me dijo «Pídete lo que quieras». Así descubrí a un joven guiado por el nervio, instalado en el ambiente, en la atmósfera del momento, en la fiesta, como algo imprescindible para que ella, la fiesta, fuera posible. Vestía con estilo. Desordenaba con orden los colores. Las camisas chillonas y su pelo rubio, su extrema delgadez, sus pómulos afilados, ese toque femenino, hacían que se le reconociera al instante. No era un extra que se asomaba de refilón en cuatro escenas. No había por dónde pillarlo. Supuse que estaría liado con Nati. Entre ellos se brindaban numerosas muestras de cariño, tan pronto se llenaban de halagos como se burlaban mutuamente, y el escote de Nati era como un imán para los ojos de cuantos iban entrando al bar, y hasta para los míos, y así lo fue hasta que me dijo, aprovechando que Roger había ido al baño:
—¿Me das fuego? Creo que te has quedado con mi mechero… —en efecto, sin querer me lo había metido en el bolsillo. Lo saqué, le encendí el cigarro y lo dejé sobre la barra—. Joder, fumo más que una puta detenida —entonces exhaló el humo, que volvió a venir a mis ojos—. Por cierto, ¿tú conoces a Juan Gris? Hay una exposición…
—Claro, sí, yo también… nada, déjalo.
Así se fue llenando la noche de despropósitos. El contexto era propicio para decir disparates. La noche crecía con ellos. De La Vía Láctea al Penta, del Penta al Binomio. Allí, mientras la escuchaba hablar, entre carcajadas y nostalgia, de un hermano suyo que todavía escuchaba a cantautores y que no se cansaba nunca de hacerlo y de otro que montaba a caballo, de monjas, de condones rotos de medidas inverosímiles inventados por los curas, de pollas operadas, y de un padre que le partió la cara por haber aparecido en casa embarazada y de un novio comunista, devoto de Sartre, que le pegó cuando la pilló morreándose con una tía, amiga de los dos, y que, para más enredo, y morbo, era la panadera de un pueblo llamado Sant Joan de les Abadesses, me entraron unas ganas inmensas de decirle lo que pensaba de ella, pero seguí escuchando complacido, riendo, descubriendo una nueva actitud, encantado con su manera de exagerar y de desvirtuar la realidad. Hay cosas que todavía hoy me pregunto si son verdad o serían invenciones. Terminamos no sé dónde… Hasta que volvimos a vernos una semana después, en el mismo lugar, por una de esas casualidades intencionadas que no depara el destino, sino el deseo.
Con ellos probé la primera dexedrina de mi vida. Yo, que acababa de llegar a Madrid y todavía tenía un indicio de miedo acariciándome el atrevimiento. Les entregué el primer número de La Luna de Madrid. Roger me mostró los poemas de Leopoldo María Panero. En el María Guerrero vimos la representación de El álbum familiar. Juntos nos partíamos de risa con las crónicas de Juan Cueto. Asistimos al estreno de Laberinto de pasiones. Roger Segura también tenía algo. Vivía con intensidad. Podía hablar al mismo tiempo de unas declaraciones de Tierno Galván como de una pareja de pájaros a los que iba a vender pasado mañana y a los que le gustaría dar a probar una dexedrina, a ver qué efecto les hacía en el pico. Era divertido. De repente decía cosas como «Lo que más me gusta de las dexis es que con ellas me entra hipo en el corazón». Y se palpaba el pecho, moviendo la mano… Le encantaba el humor. Imitaba bien, gesticulaba con gracia. Su casa de Ópera era un albergue. Conocía a infinidad de pintores, fotógrafos, diseñadores, músicos, poetas… Y Nati empezó a trabajar, por recomendación suya, de oficiala en una peluquería que se hallaba enfrente de la pajarería Segura, en el barrio de «La Prospe», sin poder imaginar lo que le vendría después. Ese sueldo le bastaba para seguir viviendo con Roger. Apenas les importaba el dinero. Nati tenía ramalazos burgueses, hablaba con cariño de su adolescencia en Barcelona.
Para cuando llegó Jaime Baldrich a Madrid, Roger y Nati ya habían venido a comer a mi casa un par de veces. Me lo presentaron en la plaza, en el bar Dos de Mayo. Parecía alucinado, una y otra vez se tocaba las gafas. Dijo que por fin se había sacado el permiso de conducir. Brindamos por él. Y también que su hermano Rodrigo pensaba casarse. Entonces ninguno levantó el vaso. No estaba acostumbrado a los códigos de esta ciudad. Nati no se separaba de él. Para su asombro, Jaime también habló de un tío suyo que había vuelto de Argentina, Ignacio Párbole, y de su grupo de amigos exiliados, entre los que se encontraban varios intelectuales, y luego a mí, en plan más íntimo, me contó arreglos y desarreglos de la marca de ropa y de la empresa donde trabajaba, y de unas tiendas nuevas que pensaban abrir, todo sin parar de fumar Ducados, y haciendo referencia a una Barcelona atascada, que le había dejado en herencia una serie de canciones en catalán que me iba a grabar y a traducir.
Y aquel Madrid era como una performance llena de luces y colores que se extendía sin horarios ni paréntesis de la noche al día y viceversa, y se esforzaba en afinar estribillos y compases, de manera irreflexiva y urgente, como si la noche fuera el quirófano donde se opera de urgencias, y que se gritaba a sí misma «Y es que no puedo soportar estar así todos los días». Todo era rápido. La misma prisa con la que se conseguían las dexis en Tribunal estaba en las canciones, en las conductas. Y todo fue rápido. Tan rápido que ni siquiera Jaime Baldrich tuvo tiempo de darse cuenta de que estaba en mi casa, durmiendo a mi lado.
Borracho como una cuba lo conseguí traer a mi cama, donde balbuceó tonterías que me hartaron de reír. Le quité las gafas, me las probé y el mareo se elevó al cubo. Lo descalcé y lo arropé con una manta, sin que pasara nada más que lo que debió de suceder en mi cabeza.
Menuda resaca.
«Un día cualquiera no sabes qué hora es…».