3.

Tan pronto Jenaro Baldrich regresó de Nápoles, lo primero que se vio obligado a hacer fue acudir al hospital de Can Ruti, en Badalona. Sin perder un segundo, a contrarreloj. Llegó a tiempo, en el Seat 124 nuevo que había comprado Mateu, para ver a Montoya Luengo con la vida pendiendo de un hilo, antes de fallecer, con respiración artificial, apurando sus últimos estertores de aire. Así lo vio, al hombre que siempre lo trató de usted, agonizando entre tubos, con las manos entregadas a unos goteros. El sueño de Baldrich de crear una empresa que fuera solvente había estado ligado, desde que empezó a incubarse en su mente, a aquel hombre, por lo que es de suponer que algo de compromiso tendría con él.

A su lado, sentada en una silla, estaba la sobrina de Montoya Luengo. Entre las piernas sujetaba una criatura de poco más de un año, que todavía no se mantenía en pie, que balbuceaba sonidos indescifrables y que se llamaba Eulalia. De la actitud, cansada y próxima al fastidio, de la madre podía presumirse que, para ella, esa niña era una desgracia o un castigo.

En los días que siguieron al trance Jenaro Baldrich se hizo cargo del entierro. Todo corrió de su cuenta. Pidió a Mateu que le acompañara al cementerio de Montjuïc a dar sepultura al empleado más fiel. Volvieron a ir en coche. Era muy temprano, a primera hora. Empezaba 1982 y el frío de enero se desenvolvía con avaricia. Al terminar el sepelio, al que asistieron los cuatro, pues de Sandro Carnelli, además de Baldrich, sólo fue Mateu, Jenaro entregó un papel con un número de teléfono y el nombre de una monja a aquella mujer, que se llamaba Eloísa, delgada y de apariencia descuidada, que lucía ojeras y era de pocas palabras. No obstante recibió con gusto y gratitud aquel papel y el encargo de Baldrich de que llamara de su parte a las monjas de Vallvidrera, y les explicara su caso y sus necesidades. Eloísa le tendió la mano. Baldrich la notó húmeda, pues en ella había sujetado un pañuelo, y había llorado bastante. Extraviada de la suerte, aquella humilde pareja era frente a Baldrich un garabato moteado sobre un muro, algo capaz de ser deleitado con una moneda en desuso. Sin saberlo todavía, envidando al porvenir, Baldrich, entre la ventisca que congelaba la piel de la cara y que atravesaba la montaña de Montjuïc dejando un vestigio de niebla, también le dijo que si no salía nada se pusiera en contacto con él, y ya verían qué hacer con ellas. Así se despidieron. Jenaro Baldrich no volvería a ver a aquella mujer, pero sí a la pequeña Eulàlia que tiritaba de frío sin entender nada, unos cuantos años después.

Mientras eso sucedía en Barcelona, donde la ciudad se daba de bruces contra las olas, en Valldoreix Sagrario regaba el jardín de La Valbal. Se había aventurado a salir de casa. A pesar del frío, con la bata bien atada y una bufanda de lana anudada alrededor de su cuello, la señora Baldrich daba vueltas entre la muscínea. Regaba las plantas a golpes de manguera. A decir verdad, no hacía falta regar. Pero la perspectiva de tantas plantas mustias había despertado el ánimo de Sagrario. La bruma que afligía el día era espesa, por lo que la visión de las plantas era imprecisa, como imprecisas eran las pisadas en el suelo, rociado, viscoso. Sagrario escuchó el ruido de la verja, pero atribuyó al viento la resonancia. Sólo cuando escuchó el rumor del musgo, el húmedo eco de la tierra, se giró. Entonces creyó ver un fantasma que se acercaba entre el celaje. Lo tuvo que tener a dos pasos y de frente para cerciorarse de que era una presencia real. Ignacio Párbole también creyó entenderlo, porque enseguida se apresuró a hablar:

—Por fin solos, Sagrario. Creo que tenemos algo que decirnos.

Tras un momento de duda, más cercano a la apatía que a la sorpresa, Sagrario, que obligó a Ignacio a moverse para no verse salpicado, dijo:

—En ti estaba pensando. Qué casualidad…

Así fue: Ignacio y Sagrario volvieron a estar solos, frente a frente. Lejos de ellos mismos y lejos del verano y de la playa de Comarruga. Lejos de lo que habían sido, de lo que debieron de compartir, y del batir de alas de las gaviotas. No había heridas, había años por medio, décadas, tierra mojada que la providencia había esparcido entre un mar y otro. La presencia de Ignacio llenó de disposición el ánimo de Sagrario. Contra el recelo, y la cantidad de reparos que había imaginado Párbole, Sagrario se alejó un instante para cerrar la manguera y devolver, rudamente, el plástico al interior de la piscina, que permanecía vacía y sucia, y lo invitó con entusiasmo a pasar dentro de la casa, donde la leña, crujiendo en el hogar entre las llamas, calentaba el salón y la mañana. En vista de la ausencia de rencor, Ignacio preguntó sin que ninguna duda le temblara en la voz:

—Entonces, vo… ¿cuál es el juego con las cartas?

—Que no hay juego, hombre… Las cartas están, están en mi armario. Pero están cerradas, qué juego quieres que haya… Me casé, tuve hijos, fui feliz, inmensamente feliz, y lo sigo siendo, la pena que tengo eres tú, desgraciado y solo, y en esos países, sin mujer y sin los hijos, eso es lo que me molesta, que encima te fue mal… Yo tengo mi casa. ¿Y tú? ¿Tú tienes casa?

—Pues no, ahora que lo dices, no, no tengo, y mira que no paro de dibujarlas…

—Ay, Ignacio, Ignacio Párbole, vaya acento más raro que tienes, la otra vez no te lo dije… Ay, qué haremos de ti el día de mañana…

En el transcurso de aquella conversación Ignacio Párbole pudo despejar muchas incógnitas. Entre ellos no sólo había aumentado la distancia y la deformación de los recuerdos, además ahora eran diferentes. Como si el tiempo hubiera pasado su cuchilla no sólo por la piel, sino también por los sentimientos, convertidos en olvido.

En cualquier caso, Ignacio Párbole supo muchas cosas. Conoció, por ejemplo, apuntes acerca de la proyección de Sandro Carnelli, las tiendas, la cantidad de pedidos, la provisión en Italia…, algo que Jaime le había explicado mal, sin precisión y sin esfuerzo, y de lo que Sagrario, que aprovechó el momento para ejercer de señora, con todo lo que había oído durante años, se había hecho una idea más concisa. También conoció los muertos de la familia. Las habitaciones de La Valbal, la bodega y hasta la receta de la escudella de la Charo. No faltaron alusiones a las canas, a los parientes, a los partos, a las comuniones que Ignacio tuvo que ver en las fotos, pero nada dijo Sagrario de la vitalidad del color azul en los ojos de él, ni del esmero en el modo de vestir.

Ignacio Párbole no habló de sus vivencias más íntimas. Hizo apaños con trazos generales. No habló de teatros, de las nuevas corrientes europeas que bajo el nombre de vanguardias habían revolucionado la escena durante el siglo XX, de estrenos en Buenos Aires a los que asistió junto a Andrea invitados por Primera Plana, del exilio de Margarita Xirgu, del portento de Alfredo Alcón, a quien llegó a conocer por medio de Andrea y quien le contó que la Xirgu mantenía las llaves de su casa de Badalona atadas en la mano mientras dirigía los ensayos de nuevos estrenos, de canciones de Mercedes Sosa, del Mayo francés, de la muerte de Camus, del humo del café Tortoni, de los chops bebidos en los boliches de Almagro acompañados con una picadita, de la cancha de Huracán, del Festival de Cine de Mar del Plata, de la ESMA, de Videla, del dolor, de Juan Gelman, de La Opinión, su periódico favorito, dirigido por Timerman, de la visita que había hecho al pabellón de Mies van der Rohe en Montjuïc nada más llegar y de su fascinación por haber redescubierto Barcelona desde el punto de vista arquitectónico, de su vocación nacida de repente, y recibida con satisfacción después de dibujar horas y horas por las tardes, sentado en el café Británico, viendo a su padre de mesa en mesa, de los años en que Nicolás y Martín correteaban sobre la hierba del parque Lezama, de las dificultades de los primeros años, cuando durmieron de prestado los tres, de la muerte de su padre, de la vida que llevó su hermano Carlos, que se casó con una uruguaya de Tacuarembó y allí seguía, esperando para venir, para no ser el último y tener que apagar la luz, de la amistad con los Litvan, y por consiguiente de su debilidad por lo uruguayo, de Onetti, de Idea Vilariño, de las detenciones, del miedo, de los frenazos de los Ford Falcon, de los arrestos, de la desaparición de Mariana Zaffaroni, de la desaparición de vecinos, de la desaparición de amigos, de la desaparición de niños, de la desaparición de la verdad, de la desaparición de sí mismo. Ni tan siquiera dijo la palabra dictadura.

Recordó, pues se lo dijo a Jaime aquella noche, unos versos de Borges que dicen «La dicha que me diste y me quitaste debe ser borrada; / lo que era todo tiene que ser nada…». Tampoco dijo que veía a Jaime con asiduidad. La pérdida se apoderó de sus entrañas, pero mantuvo el rostro gozoso, regocijado en el calor del reencuentro. Soplando la cucharada de escudella, bebiendo agua, vislumbrando bajo la bata de felpa un cuerpo con los ímpetus desmayados. Sintió que aquel esfuerzo por mantener la cortesía era la herramienta con la que borraba de su vida una parte que había construido sumando quimeras.

Cuando se despidieron, pues Ignacio avisó de que debía tomar el ferrocarril de las seis menos cinco, Sagrario no osó acompañarle a la estación. Se subió los cuellos de la bata, en la que habían caído manchas de escudella que no había percibido. Se ajustó bien la bufanda y caminó hasta la verja. Ignacio se agachó para besarla. Ella puso la cara como quien deja de propina un cambio mínimo, que no recoge por vergüenza. Y así, expuesta al frío como un pasmarote, con los rizos espesos, arrastrando unas zapatillas de hombre sobre la arena pastosa, con la mirada extraviada en el fin de la escoria, igual que si fuera una baba de niebla, Ignacio, que había estado todo el día recordando gaviotas y hogueras cuyas llamas subían hasta tocar el cielo, y que ya apreciaba el peso del barro en la suela de los zapatos, preguntó:

—Pero decime una cosa, Sagrario. ¿Las cartas? ¿No sentías curiosidad?

Y ella, después de tragar saliva, con las manos, otra vez, sujetando los cuellos de la bata, como si sus palabras fueran una promesa arrugada por un chubasco y por momentos tratara de dejar de hacerse la tonta, dudó un instante antes de decir:

—Te quería, al principio, pero luego para qué…, luego ya no tenía ganas… Pero no le des más vueltas, déjate ya de cartas, que somos muy mayores, mira, el mes que viene hago cincuenta y nueve…, conque ya ves tú…

—Y a mi primo, ¿le contaste lo nuestro?

—Pero qué cosas tienes, Ignacio, anda, ve, que aún vas a perder el tren… —le dijo, con un indicio de sonrisa, mientras le palpaba la espalda, invitándole a traspasar la verja.

Y así, con la parsimonia de un hombre que despierta de la siesta, se alejó Ignacio Párbole niebla adentro, con su pasado tragado por la entelequia del vacío, separándose, definitivamente, de lo que había sentido en otro tiempo, remolcando grumos de légamo bajo sus pies, abrochándose el abrigo, sin notar en el pelo, ni en los hombros, las gotas de lluvia que empezaban a caer, surcando la intemperie, con el peso de la comida todavía en el estómago —hacía tanto que no probaba la escudella que todavía agradecía el rebrote del sabor en la garganta—, pensando, seguramente, entre otras cosas, que el instinto y los sueños de aquella mujer se quedaron en Torredembarra.

De camino a la estación, Ignacio Párbole se palpó el bolsillo del abrigo y notó el tintineo de unas monedas. Las contó con los ojos puestos en la palma de la mano. Le llegaba para el billete del ferrocarril. Tal vez ya tenía un motivo para el resarcimiento.