Rodrigo Baldrich aprovechó la celebración de su aniversario para invitar a numerosos amigos, mostrar el piso completamente amueblado y presentar a la que sería su esposa, María de Arana, una joven de veintidós años que había conocido en el Real Club de Polo. Jaime Baldrich, cuando la vio, pensó que la belleza residía en ella. La envidia atravesó todas sus especulaciones. Al mismo tiempo, aquella visión despejó sus dudas y trajo la certeza de lo que para él era inalcanzable. No era la joven que Rodrigo acariciaba en la penumbra de Bacarrá unos años atrás, ni la chica que Jaime encontró, hacía escasos meses, en el interior del coche de su hermano, en la puerta de casa, aparcado en doble fila en Muntaner, con las luces de posición encendidas, mientras este subía a casa a por algo que había olvidado. María de Arana era demasiado guapa. Tenía la costumbre de despejarse con la mano el flequillo rubio que se empeñaba en caer y en taparle los ojos, verdes como aceitunas, y llevarla luego al bolsillo. Era discreta. Vestía de manera impecable. No hablaba más de lo necesario. La embellecía la cantidad de pecas que poblaban sus mejillas. Estaba a punto de terminar la carrera de Derecho.
La multitud se concentró en el salón. Los anfitriones abrieron el balcón que precedía a la terraza con la intención de evitar una densa concentración de humo. Las tortillas de patatas que había estado haciendo la Charo durante toda la tarde recibieron elogios unánimes. Jaime conocía aquel sabor. También el del jamón del colmado Quílez y el de los embutidos que llenaban la mesa. Había pan con tomate, cosas para picar en platos de cartón, montones de servilletas de papel. Se bebía vino blanco cuyas botellas se mantenían frías en un cubo lleno de cubitos de hielo. Desde la terraza, mirando hacia el norte, no muy lejos, podían distinguirse las luces del Tibidabo. Soplaba una brisa leve bien recibida por los cuerpos destilados. Fue pasando la velada sin sobresaltos. Algunos de los amigos de Rodrigo saludaron a Jaime. No todos. Las conversaciones giraban en torno a la decoración del piso: los sofás de piel, la librería, los cuadros, el parquet, y a la dimisión de Adolfo Suárez, sucedido por Calvo Sotelo, a principios de año y cuyo desenlace aún traía cola, pues había concluido hacía dos meses, con los tiros al aire de Tejero y el «¡Todo el mundo al suelo!» en el Congreso de los Diputados. Esa fue la conversación más transitada de la noche. La intentona de golpe de Estado ejecutada por Antonio Tejero, Alfonso Armada y Jaime Milans del Bosch, entre otros, y que, probablemente para descontento de alguno de los presentes en casa de Rodrigo y María, había fracasado. Cada cual daba su versión. La mayoría de los discursos se iniciaban con «Yo estaba…». Conforme avanzaba la noche el humo sacaba a la terraza a bastantes invitados, por lo que ese espacio se convirtió en el lugar más preciado de la velada.
Momentos antes de que María apagara las luces, Rodrigo la cogió de la mano y, previamente al soplo de las velas que cubrían la tarta, dijo:
—Bueno, pues además de agradeceros que hayáis venido, os tenemos que decir que nos casamos.
Hubo aplausos, risas y silbidos. Alguien gritó «¡Vivan los novios!». La mirada de Jenaro Baldrich se llenó de alegría. Ahora entendía por qué le había invitado su hijo. Y Jaime también lo comprendió. Quizás por ello se dio media vuelta y buscó la cocina. Era la primera vez que pisaba aquel piso, por lo que no sabía ubicar las estancias. Después de dar unas vueltas encontró la cocina, y tras ella, una galería interior que daba al patio de luces que él había visto tantas veces desde abajo, donde estaba Sandro Carnelli cuando él era pequeño. Hasta allí llegaban voces del bullicio acumulado en la sala de estar. Entonces, mientras se asomaba al patio, oyó el ruido de una nevera que se cerraba. Sintió una presencia detrás de él. Se giró y descubrió a su hermano. Rodrigo se acercaba a la galería con una botella de champán en la mano.
—Qué…, ¿te gusta la vista?
—Está un poco alto, me da vértigo.
—Joder, criatura… A ti todo te da miedo, todo te asusta… Para mí que tienes leche en las venas.
Jaime no contestó. Apoyó una mano en la lavadora. Respiró aroma a detergente. Su hermano, altivo, con la frente despejada y el pelo engominado, dejó resbalar su mirada por la camisa de Jaime. Leyó la marca de la etiqueta que sobresalía del bolsillo, a la altura del pecho. Entonces levantó la mano con la que asía la botella y dijo:
—Es Moët Chandon. ¿Tampoco lo vas a probar?
—Sí.
Y dicho esto Jaime se abrió paso a través del perfume de Rodrigo y del olor a detergente, más deprisa de lo esperado, como buscando con inquietud el tumulto del salón o la brisa de la terraza para sentirse a salvo.
Mateu también andaba por allí. Había venido solo. Hablaba con una chica mucho más joven que él, debía de ser una amiga de Rodrigo y de María. Jaime no quiso molestarlo. No se atrevió. Miró a su alrededor. Escuchó cómo se descorchaba la botella. Hubo varias risas, palmas y aclamaciones. Continuaban las bromas acerca de los novios. En ese punto Jaime descubrió que no tenía a nadie con quien hablar. Es probable que echara en falta a su tío Ignacio. Entonces decidió ir al baño. Lo encontró por inercia, ni tan siquiera preguntó dónde estaba. Se esforzó en orinar, aun sin ganas. Mientras lo hacía es seguro que se preguntó por qué le sucedía tan a menudo eso, no encontrarse a gusto entre la gente, sentirse solo, no saber qué decir. Pero no halló respuesta. Se subió la cremallera y tiró de la cadena. Al entrar en el salón todavía se secaba las manos palpándose las piernas. Pese a la presencia de su padre se encendió un Ducados. Recibió una copa llena de champán, la sorbió y al bajar la mirada, mientras tragaba burbujas, vio cómo Mateu hurgaba en la cintura de la joven.