20.

Natividad Baldrich llegó a Madrid cuando tenía que llegar. Marcada por la viveza, los desvaríos del amor y la intensidad de una vida escasa, a punto estaba de cumplir los diecinueve, que la llevaban de aquí para allá sin rumbo cierto. Se acababa la década de los setenta y una nueva atmósfera empezaba a trepidar en los escrúpulos de la capital. La euforia drenaba los problemas. Las luces de la ciudad estaban encendidas. Nati había conseguido dormir unas horas. Lo primero que vio de Madrid fue el vapor de la niebla. El asfalto regado por la escarcha. Acompañada del sueño que traía y de la desazón de la noche en el interior del autocar, aquel rocío le hizo sentir, al bajar en la glorieta de Embajadores, un frío similar al de Camprodón.

Roger Segura la reconoció al instante. Más que el parecido físico con su amigo Jaime fue el garbo y el peinado alterado lo que le guio. La vio descender entre los demás rostros calados por la modorra. Nati Baldrich encontró su mochila y se la colgó de un asa. Trató de levantar la vista y reconocer a un chico alto, delgado y rubio. Bostezó. Entonces recibió en el codo el tacto de una mano:

—Soy Roger, el amigo de Jaime. Sois iguales, así que tú eres Nati…, a mí no me engañas.

—Sí, soy yo… Ahora que te veo creo que ya te conozco. A lo mejor te vi alguna vez, por el barrio, pero bueno, hace tanto que…

Se dieron dos besos. Antes de descender al metro, Roger Segura se hizo cargo de la mochila y condujo a Nati Baldrich a un bar cuyo interior empezaba a llenarse de ruido de tazas y platos. La glorieta de Embajadores se iba atestando de tráfico. Un quiosquero levantaba las persianas. Ya tenía dos fardos de periódicos por abrir. En el bar, los camareros traían impoluta la camisa blanca y gastaban un nervio impropio de esas horas.

—Aquí no se lleva la ensaimada… ¿churros o porras?

—Mejor churros, que lo otro vaya nombre…

—Sí, mejor, que porras ya hemos visto bastantes…

Roger pidió y dejó la mochila en el suelo, contra la pared del mostrador. Se quedaron de pie. Nati fue al servicio y Roger pensó que iría a lavarse la cara. Sobre la barra, Nati dejó una bolsa que escondía un disco y de la que sobresalía una rosa. Cuando volvió, con la cara adecentada, la hermana de Jaime se secaba las manos en el jersey y los pantalones. Tan pronto recibió el café con leche, lo primero que hizo fue rodear la taza con las dos manos y apretarla. Entonces dijo:

—Este disco es para ti. Un regalo de mi hermano. A mí me regaló la rosa, hoy es Sant Jordi.

—Hostia, es verdad. ¿Puedo? —agregó Roger con intención de abrir la bolsa.

—Claro.

A Nati Baldrich le gustó el interés de Roger por descubrir el disco, y es probable que pensara «Otro enfermo de la música». En la portada de aquel disco aparecía la mitad del cuerpo de un cantautor y una fecha: 1978.

—Coño…, qué de puta madre…, el nuevo de Serrat. Tu hermano no cambia…

Roger Segura giró la carpeta y leyó una por una las canciones que traía aquella grabación. Nati Baldrich mojaba los churros, aplacaba el hambre. Se le hacía difícil contar las horas que llevaba sin comer. En la funda interior, Roger Segura pudo leer una dedicatoria: «Deu anys després: La, la la… Feliç Sant Jordi, Jaime», que le hizo sonreír. Nati lo miró y, con la boca llena, se vio obligada a indicarle:

—Como no te des prisa se te enfría.

—Ah, sí… Joder, tu hermano es la hostia…

Después de dar cuenta de los cafés y los churros y de que Roger Segura pagara, descendieron al metro. Para llegar a Ópera tuvieron que hacer un transbordo. Una vez en la plaza de ópera pudieron ver cómo el sol ya había empezado a ganar su espacio. Un grupo de palomas rastreaba el asfalto a la caza de restos de pan. Subieron unas escaleras. Mientras abría la puerta, Roger Segura le dijo a Nati:

—Bueno, pues esta es tu casa.

Luego le mostró un cuarto en el que dejó las cosas. En el salón, Roger Segura levantó las persianas. Tomó asiento y entonces hablaron de ella:

—Bueno, Nati, pues para lo tuyo lo tenemos bien. El sitio está aquí al lado. Ya tenemos hora. A las diez.

—Tengo dinero.

—Por eso no te preocupes, ya he dado la paga y señal. Pero una cosa. ¿Estás segura, eh?

—Y tanto que lo estoy, pobre criatura, con la bestia del padre… y la madre sin acabar bachillerato, ya me dirás…

—Bueno, pues perfecto. Llavors, ¿un altre cafè?

Com vulguis, per mi encantada.

Pero Roger Segura, antes de ir a la cocina, sacó el disco. Abrió el plato y conectó el equipo. Sujetó la aguja con tiento y se escuchó un ruido como de polvo. Sólo cuando empezó a sonar «Ciudadano» pudo dirigirse a la cocina. Lo hizo a paso lento, con un cenicero lleno en las manos, seguido del estribillo y los acordes, mientras Nati se desperezaba en el sofá y bostezaba de nuevo. El sol entraba a través de las ventanas. En la calidez de aquel pequeño cuarto de estar empezó a sentirse bien. Una extraña felicidad le cerró los ojos.

De este modo Nati Baldrich encontró lugar para abortar. Después del mal trago, que la mantuvo vomitando un par de días, fueron pasando los meses en Madrid. El verano extendió su calor sin contemplaciones y sólo las ventanas abiertas de par en par hicieron que en las noches se pudiera pegar ojo. Nati conoció la pajarería Segura, en el barrio de Prosperidad, y empezó a frecuentar las amistades de Roger. Por aquel piso seguía pasando mucha gente. Los ceniceros se llenaban, y en la mesa de la cocina las botellas de litro de Mahou se iban acumulando. Llegó el nuevo año y con él el estallido de una nueva forma de vida y convivencia. Una noche Nati Baldrich quedó con Roger en La Vía Láctea, de la calle Velarde, al lado de la plaza del Dos de Mayo, en Malasaña, de donde a Nati le costaba salir. Era tarde cuando entró en el bar, debían de ser las dos. Parecía cansada. Le había crecido el pelo. Lucía una camiseta negra, ceñida, y un escote dotado de perfección. No iba maquillada. Se notaba que esperaba a alguien porque miraba de continuo al interior del bar, donde la pista de baile se alborotaba con el ritmo de una canción de Paraíso. No obstante, con gesto tranquilo se dirigió a la barra y se apoyó en ella, con la mano levantada requirió la atención de un camarero y se pidió un gin-tonic. De su bolsillo extrajo un paquete de tabaco, era Fortuna, pero al hacerlo se le cayó el mechero al suelo y un segundo antes de que ella empezara a agacharse se lo recogí yo.

—Para ti.

Así fue como conocí a Nati Baldrich. Y como, con ella, empecé a calzar muchos puntos sobre el clan de los Baldrich y sus zarandeos. Aquí, en Madrid; ciudad de la que no me iré nunca, precisamente porque la amo con la misma intensidad que a veces la odio. Todavía en el cuarto piso de la calle Rodríguez San Pedro 64, escribiendo en mi habitación, sabiendo que espero a mis amigos, con el tiempo pasado embotellado en tantos tarros y trastos que no tiro.

Escucho de nuevo la canción de Paraíso y pienso que se trata de una obra maestra, mientras recuerdo todo lo compartido con los Baldrich, sabiendo de ellos, conociéndolos, a partir de aquel día. Al mismo tiempo, de manera inevitable, tanteo todas las vivencias y las risas y los escarmientos y las canciones que la muerte se llevó por delante, de manera reflexiva, medida y con avisos, y eso es lo peor; eso es lo que duele y dolerá para siempre. Y también pienso en las noches de aquellos años, y esa en la que, sin sueño y sin razón, no fui capaz de decirle a Nati, otra vez en la barra de La Vía Láctea, después de escuchar sus andanzas de soltera adulterada, con esa forma tan suya de desordenar las experiencias, y de soltarlo todo a bote pronto, que con ella habría que hacer algo porque su vida era de película.

Como una losa aún me pesa aquí, en la memoria, en la rabia, todo lo que nos reímos y no pudimos retener. Pero sí que pudimos mantener, porque la risa es efímera pero la complicidad no. Todo eso me pasa por la cabeza, ahora, cuando escucho temas y me río al reconocer cómo cambiamos con ellos, y veo las cartas de Ignacio Párbole, envejecidas, tristes y tan parecidas a quien las escribió, más de la mitad todavía por abrir, mientras espero a que lleguen Nati, y Roger, y Ulises.

La luz del sol vuelve a inundar el cuarto. El cielo abierto de Madrid no lleva maquillaje alguno. En el balcón, el olvido tiene forma de geranio frágil. Y el olor del sofrito me llama desde la cocina para que vaya a removerlo y a liberarlo del chup chup que le agobia. Espero que traigan vino bueno, si no otra vez habrá que sacar el ya mítico vin du robinet. Son las dos y media de la tarde, estos sin llegar, mi delantal mal atado y la mesa sin poner. Y esta canción, otra vez, puliendo las grietas que cava la distancia. «… Para ti, que sólo tienes quince años cumplidos, para ti, que no desprecias ningún plato lindo, para ti, que aún careces de prejuicios bobos, para ti…».