19.

Jaime Baldrich esperaba a su hermana en la ronda de San Antonio, en el chaflán con Pelayo, tocando con la plaza de la Universidad. Había estado dando vueltas, comprando una rosa en una floristería de la calle Aribau y varios vinilos en las tiendas de la calle Tallers. También había hecho llamadas desde las cabinas de la plaza. Dos horas después empezaba a tener frío. Terminaba el mes de abril y la noche traía consigo una ráfaga de humedad que enfriaba las manos. Entró en el Bar Estudiantil. Allí donde hacía unos meses había quedado con Guendalina por última vez. Le fue imposible no volcar su pensamiento sobre el cuerpo y los rasgos de la italiana. Se pidió una infusión de menta. En la barra reparó en la portada de un nuevo diario deportivo en la que aparecían Zubiría y Krankl, que tenían claro su pronóstico para la final de la Recopa. Jaime se encendió un cigarro. Tomó asiento en una de las mesas próximas a los ventanales y empezó a mover las piernas, como si ese movimiento fuera consecuencia de un tic incontrolable. A través del cristal vio cómo expiraba la tarde. El esmalte que el sol dejaba en el cielo se iba derritiendo paulatinamente tras los altos edificios de la Gran Vía. La ciudad empezaba a recogerse y el ritmo vital que parecía vibrar durante el día se iba volviendo lento. Un hombre ciego cerraba, como si viera, el quiosco de la plaza en el que vendía cupones. Hasta dentro del bar llegó el ruido de la persiana metálica que cerraba el comercio contiguo. También se oía, a rachas, el frufrú de los árboles. La oscuridad se iba adueñando del día y era otra luz la que resbalaba en el asfalto. Desde esa esquina, en la que el viento campaba a sus anchas, partían los autobuses hacia Madrid. Jaime Baldrich, nada más descender del coche de su padre, había comprado un billete en las rancias taquillas que, bajo el nombre de la compañía llamada Alsina Graells, expedían billetes a la capital. Eran autobuses blancos con el nombre JULIÀ pintado en verde. Tenía billete para el autobús nocturno.

A las diez y media apareció Natividad. Pese a las circunstancias, fue tanta la alegría que sintió Jaime al ver a su hermana que bastó el calor del abrazo para que el nerviosismo le empezara a brotar por los ojos. Nati se vio obligada a sobreponerse y, después de besarle repetidamente en el cuello, tuvo que decir:

—Eh, teteee, pero bueno… qué te pasa, venga, que esto no es ningún entierro…

Con las manos trató de apaciguar las mejillas de Jaime, que seguía abrazado a la lana que cubría el cuerpo de su hermana. Le costaba contenerse. El mismo Jaime, después de soltarla, se quitó las gafas y se pasó la palma de la mano por los párpados.

—Ni que fueras un niño, tete, venga, hombre…

Probablemente la vida no estaba siendo generosa con ellos, pero la complicidad que contenía aquel abrazo era de un mármol inquebrantable. En él tenía cabida la verdad. Nati se sentó frente a Jaime. Este iba a pedir otra infusión pero Nati dijo que de eso nada:

—Dos whiskys con hielo, por favor, Johnny Walker —entonces dejó de mirar al camarero y, después de rastrear la mesa, preguntó—: ¿Y esta rosa, tete? No me digas que tienes una novia y yo sin enterarme…

—Es para ti, mañana es Sant Jordi…

Y ese gesto llenó de felicidad el rostro de Nati. Se puede asegurar que era una felicidad natural, sin colorantes ni aderezos, como si bajo su cáscara tuviera carne y pudiera comerse. La hermana pequeña recibió el whisky como agua de mayo. La felicidad que sonrió en la boca de Nati y estiró su pálida cara era intensa y verídica porque también, hay que decirlo, estaba ensartada de tristeza. A buen seguro Nati Baldrich quiso decir a Jaime más de una cosa que no se atrevió. Decirle por ejemplo que en cuanto pudiera le regalaría un libro y…, pero le dijo, deshaciéndose de la risa:

—Bueno, entonces a Madrid, ¿no?

—Sí. Roger Segura me ha dicho que te espera en una plaza que se llama la glorieta de Embajadores, que es donde paran los autobuses, que él ya lo sabe. Dice que ya te reconocerá. Que llegas a las seis de la mañana y que él estará allí seguro, y luego te dirá dónde hacerlo. Aquí tienes el billete.

Jaime hurgó en el bolsillo interior de su cazadora y de su cartera extrajo un boleto de color rojo, con la localidad escrita a bolígrafo. Se lo tendió a su hermana y esta, después de leer el número de asiento, se lo guardó en un bolsillo del pantalón. Se encendió un cigarro del paquete de Ducados de Jaime y, tras exhalar el humo, se llevó la copa a los labios.

—Pero tienes que decirme qué ha pasado —Jaime quiso indagar.

—Es muy largo, Jaime, otro día…

—Pero ¿te ha pegado?

—A veces la gente hace cosas que no piensa y que no quiere… No hay que pensar en ello. Luego todo el mundo se arrepiente…, sólo que entonces la otra gente ya no puede perdonar más… —Nati Baldrich apagó el cigarro y arrugó la colilla en el cenicero. Luego colocó sus manos encima de las de Jaime—…, porque si perdonas y perdonas y perdonas ya no eres tú, y entonces tú ya no tienes ningún sentido. Son cosas que pasan, el amor es algo complicado, y a veces tan cruel que es mejor no saberlo. También se rompe y envejece y se vuelve feo como las personas. Algún día lo verás…

—Pero te ha pegado.

—¿Y eso qué importa? —Nati separó las manos y tomó la copa sin llegar a beber—. Ahora lo que importa es que estoy contigo y que has estado cuando te he necesitado, eso sí que es importante, ¿no?

—No sé… ¿Has estado en casa?

—No, pero volveré pronto —mintió Nati mientras se apartaba el flequillo de la frente.

—Entonces no digo nada a nadie. Papá mejor que no se entere.

—Eso. Ya has hecho bastante. Ahora tú eres mi familia, ¿ves?

Cuando Jaime miró el reloj vio que faltaban cinco minutos para las once. Nati apuró el whisky. Debía de sentir un agradable calor en el estómago, pues se abrió ligeramente el cuello del jersey. Se pusieron en pie. Jaime pagó las consumiciones. Agarró también la mochila de su hermana y juntos se acercaron al autobús. En efecto, era blanco y con el nombre julià inscrito sobre la chapa, en letras verdes. Jaime se agachó para dejar el equipaje en el maletero. Allí recibió el olor de la gasolina y la exhalación del motor. Sintió un indicio de mareo. Luego se acercó a Natividad y, después de buscar algo en el bolsillo interior de la cazadora, sacó un sobre abultado y se lo tendió.

—Toma. Guárdate esto bien. Que no te lo vea nadie.

A Nati Baldrich le entró la tentación de abrirlo tan pronto lo tuvo en la mano. Pero, antes de que lo hiciera, Jaime la sacó de dudas:

—Hay cien mil pesetas. Son para ti. Y este disco se lo das a Roger de mi parte.

Nati agarró la bolsa con el vinilo y buscó un hueco en su bolso para depositar el sobre. Entonces, ya con los ojos mojados, se abrazó a él en un arranque, como si aquel cariño estuviera lleno de rabia. Todavía abrazada a él, le apuntó al oído:

—Pero, tete, ¿de dónde has sacado esto?

—Nada, ahorros que tenía. Me quería comprar una moto, una Vespa naranja que había visto, pero ahora es para ti.

Nati Baldrich se separó de su hermano ante el aviso del chófer. Entonces, en cuanto puso un pie en las escaleras del autobús, se convenció de no girarse. Es seguro que empezó a llorar lo que no había llorado antes y todo lo demás. Cuando buscó a su hermano a través de la ventana, ya no estaba.

Casi una hora después, pasadas las once y media, Jaime Baldrich apareció en la casa de Muntaner. Encontró el recibidor en penumbra. De la cocina llegaba olor a lejía. Los señores ya estarían durmiendo, pues mientras traspasaba el pasillo pudo ver que ninguna luz alumbraba el salón. Estuvo tentado de ir a sentarse ante el televisor, pero faltaba tan poco para la carta de ajuste que prefirió quedarse en su habitación, donde, aunque no quisiera, pensaría en lo acontecido aquel día y en el autobús que llevaba hacia Madrid a su hermana. Entró en su cuarto y lanzó la cazadora sobre la cama. En el vuelo de esta tintinearon las llaves que había en el bolsillo. Entonces se dio cuenta de que no había cenado, y aunque el hambre no era feroz, se inventó el apetito y se fue a la cocina. De camino escuchó el ruido de la descarga de una cisterna. La criada salía de uno de los baños con el cubo y la fregona. Su presencia, como tantas otras veces, tenía el olor de la limpieza. Le dio las buenas noches a Jaime. En la mesa de la cocina Baldrich empezó a devorar media barra de pan y trozos de salchichón y queso que encontró en la nevera y que cortó en rodajas desiguales. La Charo lo vio y le dijo:

—Pero, hombre, qué abandono, dímelo que te hago un bocadillo, así no se come…, y sin plato ni nada, si es que…

—Da igual, Charo, da igual…

Ajena a la petición de Jaime, la Charo también abrió la nevera. Sacó una bolsa, la desató y empezó a desdoblar un paquete envuelto en papel de plata:

—Anda, prueba este jamón, que es muy bueno, lo ha traído tu madre de Casa Quílez.

Jaime Baldrich agarró una tajada de aquel jamón y se la llevó a la boca con maneras primarias. Acto seguido, todavía con jamón en la boca, volvió a morder la barra mientras la Charo negaba suspirando.

—¿Quieres vino? —le preguntó.

La criada se puso en pie y se quitó el delantal. Es probable que lo hiciera para no seguir viendo a Jaime comer de esa manera. Él negó con la cabeza mientras masticaba. Brillaba el mármol de tan limpio. El orden y la pulcritud regían aquel espacio.

—Bueno, pues mañana es San Jorge.

—Sant Jordi, Charo, Sant Jordi.

—A mí déjame de historias que total, igual me da una cosa que la otra. Eso tú, tú… A ver si vienes con libro.

Jaime Baldrich terminó con la barra de pan. Había dejado la mesa repleta de migas y trozos de piel y restos de grasa del jamón. La Charo pasó un trapo antes que la bayeta. En la mesa quedó empañado el rastro de la humedad. Jaime se puso en pie y la sirvienta le sacudió la camisa a la altura del estómago. Luego agarró de nuevo la escoba. Cuando Jaime empezaba a irse, la Charo quiso saber algo:

—Y entonces, ¿has visto a tu hermana?

—¿Que si la he visto?

—Bueno, ¿que cómo está?

—Bien, ¿por qué?

—Esta tarde ha habido guerra…

—¿Qué ha pasado, Charo?

—Ah, ¿es que no lo sabes? Guerra, guerra… ¡uf! Ay, madre —la Charo suspiró mientras doblaba el trapo—, siéntate, siéntate…

Jaime volvió a sentarse en la misma silla. Todavía estaba caliente. Arrugó la frente como si eso le ayudara a agudizar el oído. La criada hablaba en voz baja. Le costaba decir las cosas. Pero en ella habitaba la inquietud por contarlas.

—Pensaba que lo sabrías.

—Pues no lo sé…

—Bueno, te lo cuento pero no digas nada a nadie. Ni se te ocurra. Que luego a ver si voy a ser yo la mala…

—Que no…

—Júramelo.

—Te lo juro, Charo, te lo juro.

—Por tu madre.

—Por mi madre, Charo, te lo juro por mi madre.

—Bueno…