18.

A la mañana siguiente Jaime Baldrich buscaba el momento de llamar a Ignacio Párbole. No había dejado de dar vueltas al asunto. Sentía que le había picado la curiosidad. Pese al interés, en Sandro Carnelli la mañana estuvo tan repleta de trabajo que no le fue posible encontrar un hueco. Tuvo que responder pedidos, clasificar y repasar facturas, ordenar albaranes, preparar un muestrario, atender llamadas, esmerar un informe pendiente sobre la publicidad y la responsabilidad social corporativa de la empresa y reunirse con su padre. En el despacho, una de las veces, se encontró con la presencia de Montoya Luengo, sentado y con las manos juntas entre las piernas. De ese modo asistió a la conversación que tenía con su padre:

—Don Jenaro, usted perdone, pero le tengo que decir dos cosas.

—Dime, Montoya, tú dirás… Habla, hombre, habla, no me tengas vergüenza que nos conocemos de años. Y este es mi hijo…

—Verá, don Jenaro, la primera cosa es ver si me podría decir un nombre de mujer…, pero… así, bien catalán, pero catalán catalán, de los que no se traducen.

Y Jenaro Baldrich, estirándose en su silla, haciendo girar levemente las ruedas, lo miró a los ojos, ya sin ningún rastro de timidez. Baldrich se colocó las manos en la nuca y preguntó:

—¿Y eso, Montoya, a fin de qué?

—Mire usted, acaba de llegar una sobrina mía de Pontevedra, con una hija de cinco meses que todavía no tiene nombre, y como se va a quedar tiempo aquí, usted ya sabe, que se pueda…

—Pues dile a tu sobrina que la llame Eulàlia, como una de mis abuelas, que en paz descanse, que ese es un nombre que no se traduce. ¿Y la segunda cosa?

—La segunda, don Jenaro, es un poco peor. Mire, que me estoy muriendo. ¿Se acuerda de que anteayer falté dos horas por la mañana?

—Sí, me acuerdo que fuiste al médico.

—Pues eso, que me dijo que el tabaco me está matando y que no llego a tres meses, y a mí eso de la muerte no me da miedo, pero claro, ahora con esto, vamos, que yo muerto bien, pero mi sobrina y la niña…, pues eso, que no quisiera que les faltara de nada, usted ya sabe…

—No te preocupes, Montoya. Dedícate a tomar lo que te haya recetado el médico. Y no le hagas caso, que hablan por hablar, para curarse en salud. Tú cuídate, y cuando lleguen tu sobrina y la niña me las traes, que ya haremos algo, Montoya, ya haremos algo…

Entonces el gallego se puso en pie. Al hacerlo arrastró la silla sin perder de vista a su jefe, con la mirada ocupada por la honradez y el decoro, por lo que no hizo falta que dijera ninguna palabra más. Hasta llegó a bajar la cabeza.

Es factible creer que en la memoria de Baldrich se apelotonaran momentos del pasado, y que regresara, mentalmente, a aquella casa de inquilinos de la calle Gerona esquina con Valencia, cuando él era un adolescente con la vida, y todas las posibilidades, por delante. Y es probable que Jenaro hiciera cálculos en su raciocinio y se dijera que si él tenía ya cincuenta y nueve años, el gallego debía de rozar los sesenta y cinco… En cuanto Montoya abandonó el despacho, Jaime percibió cómo se arrugaba la frente de su padre. Un matiz de tristeza le descolocó la mirada, por lo que sin llegar a divisar nada en concreto dijo:

—Esto sí que no, Jaime, esto sí que no… —golpeó levemente la mesa—. Me cago en la puta de oros. A mí, que nunca me ha podido el tabaco…

Jaime Baldrich supo en el acto que su padre se había equivocado al decir Eulàlia. Dedujo que el nombre que quería haber dicho era Laia, pero no se atrevió a contradecirle, pues aquella era la primera vez en su vida que sentía lástima por él. En el transcurso de unos minutos Jaime olvidó la visita de su tío segundo.

Aquel día, al enterarse de que Mateu, Rodrigo y Jenaro iban a comer juntos a Los Tres Molinos, Jaime Baldrich pidió permiso a su padre para poder hacer lo propio en casa. Para ello argumentó que tenía que coger unos libros y un disco que debía devolver a un amigo. Avisó por teléfono a la Charo. Cuando llegaron las dos de la tarde cogió su cazadora y salió a la intemperie de Esplugues, hasta llegar a la Diagonal. Se subió al autobús y se presentó en la casa de Muntaner con el hambre oprimiéndole el estómago.

Al entrar en el piso le recibió el olor de la comida. Olía a chanfaina y por consiguiente a bacalao, ese pescado que a Jaime le encantaba y que la Charo llamaba abadejo. La criada le dijo que su madre no estaba en casa y no vendría a comer. Los dos comerían en la cocina para evitar desarreglos innecesarios.

—¡Qué bien me cuidas, Charo! Este bacalao es el mejor que he probado en mi vida.

De este modo recibió el primer bocado mientras la sirvienta le llenaba la copa de vino tinto. Pero Jaime prefirió agua. Y el vino se lo bebió ella, que no se quitó el delantal para comer y no dejó de escrutar el plato de Jaime. En cuanto la Charo vio que se acababa el bacalao, no le hizo falta preguntarle si quería repetir.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Jaime mientras se pasaba una servilleta por la boca. Pese a ello, en la comisura de los labios permaneció una sombra roja, de tomate.

Pues como me enseñaron mi madre y mi abuela Irene. Abadejo con tomate y lo que haya.

Entonces sonó el teléfono. Enseguida se levantó la criada, que volvió a los pocos segundos, con pasos más ligeros, y le dijo que era para él, añadiendo:

—Para mí que es tu hermana, corre…

En efecto. Era Nati Baldrich.

Para sorpresa de la Charo, Jaime regresó pronto a la cocina. Es probable que ella notara palidecer su rostro, pero no osó decir palabra. Se limitó a servir el helado que había sobrado de la noche anterior y a calentar en un cazo el chocolate deshecho con el que acompañarlo. En ese instante Jaime agarró la servilleta y se limpió la boca de nuevo. Pidió a la Charo que preparara el café. Mientras digería el helado, cuyo contraste de frío y calor le llenaba de delicia, se acordó de preguntar dónde estaba su madre. Y la criada, al tiempo que encendía la cerilla para la cafetera, dijo:

—A mí me ha dicho que iba a ver al doctor Balcells.

Tras empezar a paladear el café y comprobar que quemaba, a Jaime le entró prisa. Se levantó y avisó de que volvía enseguida. Se dirigió a su cuarto, encontró en un cajón su agenda. Pasó al salón, agarró el teléfono y marcó el número de la pajarería Segura. Cuando su amigo contestó del otro lado, en la cara de Jaime palpitó el alivio:

—Roger, soy Jaime, necesito que me hagas un favor, es urgente, es por mi hermana.

Estuvieron hablando poco rato. Jaime, después de despedirse de Roger Segura, acudió a la cocina y se terminó a trompicones el café. La Charo notó la aceleración en el pulso de Jaime pero no hizo comentarios. Tan pronto como acabó con el café fue hasta su cuarto. Entre los discos halló un fajo de billetes. Los contó dos veces, y se los metió en el bolsillo. Luego salió disparado de casa y detuvo un taxi en dirección a Sandro Carnelli. Sentado en la parte de atrás, miró el reloj y descubrió que llegaba con retraso.

La tarde fue pasando hasta que el cansancio hizo mella en el organismo de Jaime. Notó la vista cansada y un conocido peso en las rodillas. Muchos trabajadores se fueron yendo. Su hermano Rodrigo fue el primero en hacerlo. Jenaro Baldrich se mostró serio en todo momento. Es probable que la noticia de la enfermedad de Montoya Luengo le hubiera abierto una brecha de temor en el pensamiento.

Padre e hijo se fueron juntos. Lo hicieron en el coche de Jenaro. De camino, su padre le preguntó con sorna:

—¿Tú no habías quedado con un amigo para devolverle no sé qué?…

—Sí, pero… mejor para otro día.

—¿Vienes a casa?

—Mejor me dejas en la plaza de la Universidad, que quiero comprar discos ahí, en la calle Pelayo.

—Esas calles no son buenas.

Ninguno de los dos podía imaginar lo que pasaría una hora más tarde, cuando una vez en casa, y con las zapatillas puestas, Jenaro Baldrich escuchó el sonido del timbre y al abrir se encontró a su hija Natividad, con la cara vencida y unas ojeras que extendían por sus pómulos la huella del vacío. Nati Baldrich miró a su padre y dijo que estaba embarazada. Acto seguido suplicó perdón. La cólera pilló a Baldrich de improviso, pero no tardó en calentarle. La rabia le endureció los tuétanos. Y allí, en el espacio que se abría en el portal, en el mismo suelo donde el día anterior había estado Ignacio Párbole preguntando por él y hablando del milagro de seguir con vida, Jenaro Baldrich levantó la mano derecha, con la que le partió la cara a su hija al tiempo que berreaba, sin llegar a gritar, con voz contenida y agrietada:

—Mala puta, mala hija, que te mantengan los rojos, que aquí ya no entras.

—Quiero ver a mi madre.

—¡Que aquí no entras, puta, que eres una puta, más puta que las gallinas! ¡Fuera!

En el salón, cuya puerta estaba cerrada, Sagrario sujetaba entre las manos hilo blanco y una aguja. Ajena a todo cuanto sucedía en la casa, forzaba la vista para poner esmero en lo que hacía. Ni tan siquiera prestó atención al portazo que acababa de retumbar en el techo. Estaba cosiendo, con la televisión encendida y las cortinas pasadas, una bandera del Barça junto a otra de Cataluña. Las había ido a comprar aquel mediodía por orden de su marido. Sin querer estaba pisando una de las telas. Cuando apareció Jenaro, se llevó la aguja a la boca. La sujetó entre los labios y partió un trozo de hilo. Luego dejó la aguja en la caja de los hilos, una cajita de mimbre, que reposaba en el suelo. Agarró las telas. Para extenderlas bien, las levantó con ímpetu a la vez que la mirada y dijo:

—¿Quién era?

—Nadie.

—¿Así está bien?

—Cojonudo.