La Barcelona de fines de 1978 celebraba la inminente consecución del Estatuto catalán y el estreno de libertades lingüísticas. Y, por encima de todo, el «Ja sóc aquí» memorable, que marcó el regreso de Josep Tarradellas a la presidencia de la Generalitat. Cataluña se convertía en la primera de las preautonomías concedidas por el nuevo Gobierno. Ni que decir tiene que miró de reojo el aprobado referéndum de la Constitución española. En las librerías y en los teatros se empezaba a trabajar sin el peaje de la censura. Las banderas de Cataluña, las senyeras, volvían a ondear en la plaza de Sant Jaume. Numerosas calles y plazas iban recuperando sus nombres y con ellos su decencia. Ciertos colmados se llamaban de nuevo queviures y algunas bodegas recobraban el apelativo de celler. El Poblenou se había convertido en la mayor extensión industrial de la ciudad, seguido de Sant Andreu y Sants; en el Ensanche, donde habitaban los Baldrich, cada vez quedaba menos industria y llamaba la atención la cantidad de fachadas que se iban adecentando. Algunos edificios que habían albergado industrias se reciclaban como viviendas. Determinados constructores empezaban a especular y a enriquecerse, y sus apellidos podían leerse en enormes anuncios exteriores, junto a los andamios. En los cines se formaban colas para ver lo que antes estaba prohibido. Los nombres y apellidos de varios comerciantes podían leerse de nuevo en catalán.
Rodrigo Baldrich se acabó quedando el piso. Lo compró. Se encontraba en la zona alta, en el mismo edificio donde había empezado Sandro Carnelli, en la Bonanova, pero en el piso más alto, un refinado sobreático. Su padre quedó fascinado con la casualidad y le dio la totalidad del dinero que luego le iría descontando. Por su parte Jaime Baldrich compraba a diario El País, en el que empezaba a leer noticias que nunca terminaba. También vio junto a su padre y Mateu la final de la Copa del Rey que ganó el Barça contra Las Palmas, en el que sería el último partido de Cruyff con la camiseta azulgrana. En el mes de julio asistió a un recital de María del Mar Bonet en la plaza del Rey. Se leyó el libro que había olvidado su hermana en el local del grupo excursionista y recibió, en Sandro Carnelli, un telegrama a su nombre. Era de Guendalina. Le decía que cuando llegara a sus manos este mensaje ya estaría en su pueblo de la Liguria, que gracias por todo, que buena suerte y que ya sabía dónde estaba. Ni siquiera le dejó un beso escrito. Jaime lo buscó, pero sólo halló apellidos italianos y la fecha de correos. Un día después, en el despacho de su padre, oyó cómo el viejo Baldrich le preguntaba a Rodrigo por Guendalina, pues hasta sus oídos también había llegado la noticia de su partida. Rodrigo dijo que no sabía nada, y Jenaro Baldrich añadió en voz alta, con la boca llena de contento y separando las manos:
—Baldrich dos, Italia cero.
Y así arrancó un indicio de risa en la seriedad de Rodrigo, quien después de terminar la carrera de Derecho había empezado a trabajar en un bufete de abogados en el que no llegó a durar más de tres meses. Inmediatamente su padre lo puso a trabajar en Sandro Carnelli como abogado para temas jurídicos administrativos y para controlar y poner al día los pactos establecidos con proveedores, entre ellos las exclusividades firmadas, así como el seguimiento de los clientes prioritarios, al lado de Mateu.
Pasó el fin de año y llegó 1979. Jaime Baldrich seguía yendo al Canigó y frecuentando las amistades heredadas de Roger Segura. Una tarde se fue a un concesionario, el de la marca Honda, recién estrenado en la calle Valencia, entre Aribau y Muntaner, y pensó en comprar una moto. Su padre se lo había prohibido, argumentando la peligrosidad que entrañaba. Pero Jaime, que cada vez veía más motos en Barcelona, y que todavía tenía en la cabeza la cantidad que había visto en Nápoles, quiso mirar los modelos y los precios. Le gustaban la marca y el diseño Vespa. Se montó en varias y dijo que volvería. Luego llegó a casa. En el sofá del salón se encontró a Sagrario haciendo punto. Todavía se respiraba el olor de la coliflor que se había comido horas atrás en la estancia. Ella, que tenía los rizos recogidos en una especie de moño, le dijo que estaba haciendo un tapete para el nuevo piso de Rodrigo. Jaime encendió la televisión. La calma parecía haberse instalado en el salón de los Baldrich. Sin Rodrigo y sin Natividad, y con las cada vez más prolongadas ausencias de Jenaro Baldrich, la vida de Sagrario había caído en una monotonía que había reposado su temperamento. Cosía con destreza. Lo hacía con la cara agachada, con la barbilla prácticamente pegada al cuello. Durante un momento se detuvo. Miró a Jaime y, sin que él se lo preguntara, le contó que había aprendido a puntear y a zurcir en Torredembarra, desde bien pequeña, viendo a las mujeres del pueblo apañar ropas, remendar calcetines, recomponer albarcas y lo que hiciera falta, para sus maridos que trabajaban en el campo. Luego siguió diciendo:
—Antes, las mujeres no iban a la escuela y mucho menos a la universidad, donde sólo iban los ricos, como tu padre.
Suspiró y se dilató la queja en el flemático sosiego que, tamizado por las cortinas, llenaba de una luz mate la amplitud del salón. Seguidamente volvió a coger el ovillo de lana, para después, con la mirada puesta en las cortinas, añadir:
—Y tu hermana, que hubiera podido, no ha querido.
Hacía tantos años que aquel salón no gozaba de una calma similar, que Jaime Baldrich se desperezó y llegó a poner un pie encima del sofá sin oír ninguna reprimenda. En la pantalla, una abeja saltaba de flor en flor entre colores muy vivos. El volumen estaba muy bajo. Jaime no atendía al televisor. Por eso se quitó las gafas y se restregó los ojos. Parecía meditar alguna confirmación. Después de bostezar dijo:
—Nati está bien. No te preocupes.
—¿Sabes dónde está? —en ese punto Sagrario frenó la tarea.
—Sí. Hablé con ella.
Pero entonces, cuando Sagrario se disponía a hacer nuevas preguntas, un timbrazo sacudió los pensamientos de ambos y atravesó, como un taladro, la conversación que tenían pendiente y que por primera vez en su vida, sin ser en ese momento conscientes de ello, se estaban atreviendo a llevar a cabo. Fue un sonido tenaz cuyo eco quedó retumbando en los oídos de Sagrario y de Jaime, que se miraron para saber quién de los dos se levantaba, dado que la criada había salido a hacer compra. Sagrario lo hizo antes y dijo:
—A ver si es que esta mujer se ha vuelto a olvidar las llaves.
Una vez de pie, se giró para dejar sobre el sofá que ocupaba el manojo formado por el punzón y el hilo. El sofá quedó hundido. Jaime también se había levantado. Pensó en acompañar a su madre y de paso prepararse algo de merienda en la cocina, por lo que Sagrario y Jaime traspasaron el pasillo. Cuando Sagrario llegó al recibidor encendió las luces. Antes de abrir pensó en preguntar quién era, pero fue tan deprisa que lo hizo mientras giraba el pomo, por lo que no hizo falta recibir una respuesta antes de ver a aquel hombre de pelo blanco y frente arrugada en el portal.
Allí estaba, con los mismos ojos azules de antaño, con una americana cruzada, encima de una camisa blanca cuyos puños le salían por las mangas y cuyo cuello abierto aportaba una visión agradable y masculina. Ignacio Párbole, cuarenta años después de haberse ido a la Argentina, dijo, y eso es algo que jamás olvidarían ni Jaime ni Sagrario:
—Buenas tardes, doña Sagrario. Soy Ignacio, el mismo que se fue rajando de Cataluña en el cuarenta, y que ahora ha salido rajando de Argentina. Zafé de los milicos por puro milagro. Y para celebrarlo me gustaría invitar a mi amiga Sagrario y al primo Jenaro al Teatre Lliure, que este mes hay obra de Beckett… y estos tiempos parecen propicios para el absurdo.
—¿Adónde?
—Veo que no recibiste mi última carta. Y eso que la mandé urgente.
—Sí que la recibí, pero no la he abierto…
—¿Cómo? ¿Es que no se pueden abrir los sobres en Barcelona? No puede ser tan bueno el pegamento argentino…
—Como casi todas las demás… Será mejor que se vaya —a la sazón Sagrario bajó la mirada. Parecía que se la tragaba la vergüenza. No quiso seguir viendo las arrugas que el tiempo había implantado en aquel rostro en el que durante años había pensado. No podía ser verdad. Es probable que de tanto acostumbrarse a la pérdida viera en aquel hombre a un fantasma—. Ha pasado mucho tiempo. Y yo ya soy muy vieja para ir a ningún sitio… Adiós…
Pero entonces Ignacio Párbole, que ya había dado un paso adelante, miró por encima de Sagrario y dijo:
—Una de dos, o sos Jaime o sos Rodrigo.
Años más tarde Jaime Baldrich deduciría que el cansancio de aquella voz, que tanto contrastaba con la juvenil apariencia, a buen seguro provenía del peso del exilio solitario, con la mujer extraviada y los hijos perdidos, con amigos desaparecidos y con su apellido en listas negras. Acaecía en aquellos párpados la pesadumbre del desarraigo. Pero también una erudición tan atravesada de humildad que absorbió la mirada de Jaime.
—Soy Jaime, ¿y usted?
—Yo soy un tío tuyo, lejano, y segundo, primo de tu padre, que creció con tu madre entre Comarruga y Torredembarra, cuando vos no estabas ni siquiera en el pensamiento. Si querés podemos vernos un día. Te dejo mis señas —le tendió una tarjeta, estiró el brazo dejando a un lado la cabeza gacha de Sagrario—, no vivo lejos. Estoy parando en Gracia, al lado del Teatre Lliure. ¿Conoces?
Entonces la memoria de Jaime se estimuló. Sabía que ese teatro estaba en una esquina muy próxima al Canigó. Y que había pasado por delante en mil ocasiones.
—Claro, en la calle Montseny.
—Pues ya sabés. Cuando quieras, ahí estoy, y vos, Sagrario, tranquilizate, che —a punto estuvo de pasarle la mano por la cara. Jaime vio el impulso, y cómo esta volvió al bolsillo, con el ímpetu templado—, que yo ya contaba con esta reacción.
Y así se fue escaleras abajo. Concediendo sus pasos a la opacidad, tranquilo, sin celo ni lástima. Ni siquiera abrió el ascensor. Empezó a descender dejando una reposada estela de decencia que inundó el portal de los Baldrich. En el recibidor quedó el olor de un perfume agradable, de humanidad y ternura, y el invisible vestigio de la dignidad. Entonces Sagrario levantó de nuevo la vista, y tardó en cerrar la puerta, como si estuviera arrepentida de no haberse atrevido a mirar de frente aquel fajo de años encubiertos, que en realidad era el mismo que guardaba en el silencio de su armario.