Cuando ese mismo mediodía apareció en casa Jenaro Baldrich y se enteró de la noticia, Jaime pensó por primera vez que su padre era un hombre capaz de cualquier cosa, pero también un hombre capaz de ser debilitado. Anunció a su mujer y a sus hijos, con una tranquilidad tan aparentada que parecía real, que Natividad no formaba parte de la familia; que, por lo tanto, no quería verla ni en aquel piso ni en el suelo de Valldoreix, y que sería desheredada, y que de ahora en adelante, la alimentara el «cabrón comunista que se la estuviera jodiendo». Luego, cuando terminó de frotarse los ojos, con vista cansada, añadió:
—Ya querrá volver, ya… La juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo.
Acto seguido preguntó si ya estaba la mesa puesta. Alguien dijo que sí y no volvió a hacer ningún comentario. Se descalzó en mitad del pasillo y la Charo se agachó a recoger los mocasines. Sagrario, que ya se atrevía a deambular por el pasillo, le acercó las zapatillas. Rodrigo fue el primero en sentarse a la mesa. Se llevó un trozo de pan a la boca y desdobló la servilleta de un golpe cabal sobre las pantorrillas. La Charo había preparado gazpacho, y eso era algo que enloquecía a Jenaro. Se bebió un vaso de un trago y pidió que nadie hablara, pues quería escuchar en la televisión el análisis de las primeras elecciones democráticas. Sin embargo, la rabia que habitaba en él no le permitió acabar con el filete de ternera que le trajo la criada en cuanto terminó su segundo gazpacho, y antes de que concluyeran las noticias se levantó de la mesa y se retiró a descansar al cuarto que venía utilizando en los últimos tiempos.
Como si todo viniera rodado, unos días después, concretamente el día anterior a la noche de San Juan, Jaime Baldrich recibió en Sandro Carnelli una llamada que le agitó el corazón. Guendalina quería hablar con él. Hacía tiempo que no se veían. Quedaron en encontrarse en la plaza de la Universidad, cerca de donde ella estudiaba. Un espacio conocido por la cantidad de manifestaciones que albergaba. Se encontraron en la misma plaza. Jaime salía de la estación de metro y la vio chupando un caramelo y sujetando una carpeta. Se saludaron con dos besos. Fue Guendalina quien propuso ir al Bar Estudiantil, y Jaime aceptó de buena gana, pues en aquel café se fraguaban todavía mil batallas. Al entrar recibieron la caricia del humo. El calor del verano también extendía su entusiasmo en el sótano del bar. Jaime creyó ver en la elección de Guendalina, que prefirió el sótano, una esperanza. Los dos se sentaron y empezaron a fumar. Un camarero se acercó y se fue escaleras arriba gritando el encargo. Acto seguido trajo dos cervezas y dos vasos. Guendalina cogió la mano de Jaime, pero no llegó a notar la aceleración del corazón de este. El tiempo pareció derretirse. Jaime, al sentir el tacto de Guendalina entre sus dedos, más fríos que los suyos, recordó cuando ella, bastantes años atrás, le regaló la pulsera de cuero que todavía guardaba. Entonces, ayudada por la media botella que llevaba bebida y por el humo que tragaba compulsivamente, confesó, al borde del suspiro, su profundo enamoramiento por su hermano Rodrigo, y todo el daño que este le estaba haciendo con sus continuos desplantes, para a continuación suplicarle:
—Dai su, Jaime, parla con lui, parla con lui.
Jaime Baldrich pensó en su hermana Nati, y en la suerte que tenía de sentirse libre, de tener a alguien que la amara, y de aprovechar la juventud para deleitarse. El humo del Bar Estudiantil no tenía fuerza para llevarse con él todo el malestar que sentía Jaime al tragar la cerveza. Y cuando Guendalina le dijo, de manera taxativa y con residuo de amenaza, que si Rodrigo la volvía a rechazar se volvería a la Liguria para siempre, Jaime deseó que se fuera, y que se perdiera como el humo hasta convertirse en cenizas. Luego contestó a la chica italiana, que llevaba puesta una blusa de Sandro Carnelli, en español:
—Ya veremos, hablaré con él.
—Dai su, Jaime, io ti voglio tanto bene…
Al punto Jaime Baldrich requirió al camarero. Pagó la cuenta sin que Guendalina se inmutase. Los otros veranos sentaban mejor a la italiana, que exhibía una delgadez excesiva y parecía como si los pechos se le hubieran debilitado. Sin mucho más que decirse se levantaron y subieron las escaleras, para volver a sentir la naturalidad de la estación recién estrenada. A las siete de la tarde empezaba a correr la brisa húmeda que subía ciudad arriba desde el mar. Antes de separarse, en la calle Pelayo, Jaime Baldrich quiso saber qué haría Guendalina para la revetlla de Sant Joan, y ella le dijo, con la mirada resignada:
—Ancora non so niente… Rodrigo me dijo que iríamos a una playa bonita que él conoce…, pero… hace dos semanas que no sé nada de él.
Entonces Jaime prefirió deshacerse cuanto antes de ella y una vez solo y en las Ramblas se decidió a bajar. Paseó fumando por aquella avenida ancha y concurrida que hacía tiempo que no pisaba. Se palpó el bolsillo del pantalón y se aseguró de que tenía dinero. La libertad parecía escurrirse como crema, entre trinos de pájaros y flores, Ramblas abajo. Ciegamente impulsado por un antojo emocional, hostigando una coartada que calmara su malestar, todavía susceptible de cualquier pregunta y desdeñoso consigo mismo, fue descendiendo, amparado por la brisa y por la luz del verano. Notaba en la palpitación del centro de la ciudad que aquellos tiempos eran más veloces, y con una tendencia hacia la diversión pagana, con la vergüenza aún por sacudir. Así fue directamente, como aquella vez con Roger Segura, entrando por la calle Hospital, acercándose a Robadores. Después de recorrerla, en San Pablo giró a la derecha hasta dar con la calle San Ramón. Entonces Jaime Baldrich entró en el Guma, con los últimos cartuchos de pubertad bullendo en la mirada. Observó al dueño cojear y arrastrar unas cajas de quintos de cerveza y un pasado militar que nunca obviaría la mala leche. Escuchó una tormenta de plata en la máquina del millón. Hasta su nariz llegó el olor de unos boquerones en vinagre. Pudo ver latas caducadas de berberechos. Al fondo percibió el futbolín. Chirriaban las miradas como revanchas y se oían frases y juramentos.
—Y ojo con el Chino que hace trampas. Mira cómo arrima la cintura, seguro que ha aflojado las tuercas el muy listo…
Jaime pidió una cerveza. En la barra, detrás del dueño y del humo que no dejaba de exhalar, sobre unas estanterías de cristal cubiertas de polvo, la mirada curiosa de Baldrich descubrió acartonadas estampas obscenas que refulgían al calor de pequeñas bombillas de colores unidas por un cable, y muchas botellas llenas de carcoma y un escudo de un equipo de Melilla, y también un calendario con unos pechos que a ojos de Jaime eran más sugestivos que todas las fiestas del año. De la puerta del servicio colgaban los restos de una foto adhesiva de Franz Beckenbauer alzando la Copa del Mundo. En el suelo se pisaban serrín y colillas. Fallecía la tarde. Hombres trillados rastreaban la calle, desde la puerta del bar avistaban el entorno. Jaime Baldrich bebió a morro. Sintió en su espalda la presencia de alguien y se giró. Un rostro con ojeras teñidas de morado le acarició el codo. Sería una puta, pero no la que acompañó a Roger Segura. A su lado, otra cara con penuria en los dientes empezó a clavarle miradas de soslayo. Sin venir a cuento, las dos prostitutas se soltaron las manos, empezaron a castigarse con los bolsos y a vociferar como alimañas:
—¡Qué no me llames puta!
—¡Qué tú a mi Paco no lo tocas que te mato! ¡Con mi culo hago lo que me sale de aquí!
¡Tú sí que eres puta, que ya sólo tienes un agujero!
¡Cómo me vuelvas a dar en el coño te voy a jumar aquí mismo, hija de puta!
El dueño del Guma seguía sujetando el cigarro negro en la mano. Con los ojos hinchados, dejó soltar una bocanada larga antes de saltar a la palestra y cortar aquel absurdo por lo sano.
—¡Cagüen la virgen! ¡Mira que lo tengo dicho! ¡Los bollos a la panadería!
Las putas, temerosas de las voces del patrón, detuvieron su reyerta en el acto, sosteniéndose unas miradas demasiado dilatadas, retándose a nada. Entonces entró alguien que Jaime Baldrich creía recordar, era ella, sí, tenía que serlo, la que subió con su amigo:
—Santos, un Fortuna por favor, mañana te lo pago, que es para mi amiga, la que te dije el otro día, que está arriba, pal arrastre.
—Mercheeeee, Merche…, que te estás pasando, que es el último que te fío…
—Qué poca sensibilidad que tienes, Santos, parece mentira el nombre que te pusieron, si supieras cómo está la pobre, anda que a tu madre le tendría que haber pasado lo mismo, si es que…
Jaime Baldrich pagó la cerveza. No esperó el cambio. Una vez en la acera recibió en las mejillas la presión del bochorno. Pisó una lata vacía. Resplandores de aceite y cartones barnizaban los adoquines. Una Derbi pasó bramando. Siguió a la mujer. Quería hablar con ella y pagarle el importe del paquete de tabaco. Tal vez confesarle el miedo que estaba sintiendo. Y pedirle un favor. Pero cuando la vio, de espaldas, entrar en un inmueble desconchado, ajena por completo a su presencia, no se atrevió a traspasarlo. Jaime la observó subir por una portería huraña, a buen seguro de escalera ceñida, con olor a zotal, estucada de humedades, por la que él hubiera subido de dos en dos porque la curiosidad le picó en el estómago como un golpe de hambre, pero no tuvo valor. Añoró a su amigo Roger Segura, su destreza para relacionarse con la gente, se sintió descarriado, y frágil como el balón de trapo con el que tropezó sin darse cuenta.
Volvió a buscar las Ramblas a paso ligero. Todo el temor que había contenido en el interior del Guma le asediaba ahora. Podía sentir el peso del desasosiego en los pasos, mientras atravesaba la penumbra de las calles estrechas del barrio chino. Avanzó entre socavones y negruras forjadas por la noche, en las que todavía flotaba el efluvio de carburante. Al ver las farolas de la gran avenida se sintió a salvo. Sin pensarlo, detuvo el primer taxi que vio cerca de la plaza Real. Desde el asiento trasero vislumbró palmeras y el suelo mortecino. Eran cerca de las once de la noche. Mientras cruzaba la ciudad en aquel vehículo pensaba en el desvelo que le estaría esperando en casa, y en su hermana Nati, a quien no había vuelto a ver y a la que echaba de menos.
Sin embargo, nada más pisar el pasillo respiró el humo de unos puros. Conocía aquel olor. Siguió pasillo adentro oyendo voces. Al entrar en el salón distinguió a Mateu y a su padre. Los dos le estaban esperando, bebiendo copas y fumando habanos, con las camisas desabrochadas varios botones, cercanos a la ebriedad, para decirle a Jaime que se tenía que ir con Mateu a Italia quince días, con la finalidad de aprender bien el oficio y mantener los contactos, además de practicar el idioma. Para que fuera él, de una vez por todas, la imagen y la voz de Sandro Carnelli en Italia. Luego su padre le dijo, al tiempo que se le atropellaban las palabras, meneando el puro en el aire, lo que tantas veces había escuchado:
—Y recuerda siempre, hijo mío, la economía es la ciencia de la realidad; y en ella no existen milagros. Es consecuencia de la capacidad, del tesón y de la laboriosidad. ¿Entiendes? Pues eso, te vas a vestir como Dios manda, te vas a cortar otra vez ese pelo, y te vas con Mateu a Nápoles, a trabajar y a disfrutar, que seguro que también sabéis hacerlo —entonces soltó una débil carcajada, más próxima a la aseveración que a la risa, para sentenciar—: Allí podéis llamar a la hija de Carmina Tinti, que a su madre ya le van a dar el finiquito…
—¿Y mamá? ¿Está durmiendo?
—Sí, hijo, sí, tu madre y tu hermano ya están durmiendo. Y tú también dentro de nada, a no ser que quieras tomarte una copa con tu padre… y hablar entre hombres…
Entonces Jenaro Baldrich rio con fuerza. Volvió a llevarse el puro a la boca. Se rascó el pecho. Mateu empezó a llenar de nuevo su copa con brandy. A Jaime, aquel modo de reírse le devolvió un miedo similar al de antes, por lo que prefirió decir buenas noches y retirarse.