El mismo día en que España acudía a las urnas por primera vez en cuarenta y un años, Jenaro Baldrich vio a su hija Natividad, que ya casi tenía diecisiete años y ya no era una niña, escribir una proclama con las siglas del Partido Comunista en uno de sus cuadernos.
Jenaro Baldrich estaba con Mateu en el salón de la casa de Muntaner. Lucía su pelo un prematuro color blanco. Había ido a votar. No dudó en confesar a Mateu su voto a la Unión de Centro Democrático. Despuntaba la democracia sobre las ruinas de un país indeciso. En la calle se dejaba entrever el perfil de una generación que no mostraba preocupación por el control de los sueños, y que iba descubriendo día a día el verdadero país en que vivía. Igual que la estructura del Estado, a pesar de que los estatutos de autonomía estaban a la vuelta de la esquina y de toda la sangre que seguía corriendo, la estructura de los Baldrich seguía en pie. Todas sus piezas permanecían en casa, pero los hijos habían crecido de tal forma que también soñaban su ración de quimeras, y ya era imposible intervenir en sus quehaceres. Debía de ser eso lo que preocupaba a Baldrich. Es probable que fuera por esos días cuando empezó a pensar cómo preservar su legado. Puede que le pesaran en las rodillas las grietas de una vida tan intensa y tan dedicada al dinamismo y a la constancia. En las últimas fechas el señor se había mostrado más generoso que de costumbre. Regaló un Ford Fiesta a su hijo Rodrigo, subió notablemente el sueldo a Jaime y él no pudo evitar concederse una distinción a lo grande, pues adquirió un Dodge-Dart, de la firma Chrysler, que no pasaba inadvertido. Hablaba de bienestar y de calidad de vida. A Valldoreix se llevó un fin de semana a Montoya Luengo para que le cambiara el jardín de arriba abajo y se lo dejara impecable, lleno de flores nuevas y césped; luego le entregó un sobre abultado. A la casa de Muntaner llegaron un nuevo televisor, de la marca Grundig, en color, y un moderno horno de gas que la Charo agradeció más que nadie.
El señor Baldrich apuraba aquella tarde como tantas otras, superando el calor con los ventanales abiertos. Vestía una camisa de lino granate. Era un miércoles por la tarde, el 15 del mes de junio, cuando el calor iniciaba la veloz escalada hacia un verano que se podía respirar en el aroma a mar que el viento traía desde la Barceloneta, y ver en la claridad que estiraba los días y que empezaría de manera oficial, con hogueras emancipadas, la inminente noche de Sant Joan. Pese al buen tiempo, Sagrario se encontraba en la cama. Llevaba una semana enferma. El virus de una gripe de estómago la mantenía postrada. Recibía todo tipo de atenciones por parte de la sirvienta. Ese fue el motivo por el cual Mateu apareció por Muntaner con un ramo de gladiolos. No obstante, ni la Charo ni Jenaro permitieron a Mateu entrar en la habitación a saludar a la aquejada. Ambos sabían cómo olía allí dentro. Incluso Jenaro llevaba dos noches durmiendo, dijo que era para evitar contagios, en uno de los cuartos vacíos. Después de que la Charo dejara los martinis y las olivas sobre la mesa, se hizo cargo del ramo. Buscó un jarrón y se retiró hacia la cocina. Entonces Baldrich le dijo a su amigo:
—Si mi hija me sale roja, sería para matarla.
Mateu le dijo que no le diera tanta importancia, que serían cosas de niños, que a lo mejor ni tan siquiera sabía lo que significaba aquello de la hoz y del martillo.
—No es una niña. Va a cumplir diecisiete años. Tú a su edad ya sabías lo que significaba. Incluso lo defendías.
—Sí, pero ya no me acuerdo.
—Mateu, escucha una cosa… Los hijos pueden ser malos o buenos. Si te salen malos te pueden joder la vida. Hay que ver… Cuando son pequeños te los comerías, y luego… te comen ellos a ti.
Mateu no había tenido hijos. Eso era algo que le disgustaba. En más de una ocasión se lo hizo saber a su jefe. Después de más de veinte años juntos, la confianza entre ambos rozaba la totalidad. Jenaro Baldrich sabía la gran labor desempeñada por Mateu en Sandro Carnelli. Había estado y estaba presente, y con poder de decisión, en todo el proceso de modernización de la empresa, en la elección de las máquinas que los tiempos modernos imponían, en la selección de personal, en la organización, en la apertura de nuevos mercados, en la relación con clientes y proveedores, en el asalto a horizontes mercantiles más allá de Barcelona, así como en la elección de locales para abrir nuevas tiendas y en la puesta en marcha de cada una de ellas. De igual modo, Jenaro no podía olvidar que fue Mateu quien le puso sobre aviso respecto a la transformación que sufriría la Barcelona fabril, y gracias a la cual Sandro Carnelli se trasladó con éxito a Esplugues. Y por culpa de la calificación de terrenos que llevó a cabo el Plan Comarcal fraguado entre 1974 y 1976, que había salpicado a muchas instalaciones industriales, se produjo una tregua en la destrucción del patrimonio. Algunos de los procesos de transformación especulativa en curso se lograron paralizar. Eso permitió la creación de espacios verdes como el parque de la España Industrial. Y también la instauración de viviendas sociales y equipamientos de los que tan necesitada estaba Barcelona, ya para entonces convertida en una ciudad de gran densidad. Finalmente, algunas otras fábricas, manteniendo toda su estructura y tras una excelente rehabilitación, se convirtieron en proyectos escolares y centros cívicos. Ni leyes, ni reformas, ni ordenanzas pudieron con Sandro Carnelli, que veía cómo a su alrededor otras empresas iban extendiendo su futuro pagando mucho más por el suelo que lo que había pagado Baldrich. Los nuevos cambios tecnológicos amenazaban con dejar en crisis el sector textil algodonero, y eso, le advirtió Mateu, acabaría provocando la deslocalización de parte de la industria, y del almacenamiento y la distribución, y lo llevaría hacia los nuevos polígonos. Pero Sandro Carnelli gozaba de buena salud. Del mismo modo que no tenía límites de cifras, para Jenaro las cifras nunca eran suficientes. Había que seguir creciendo. Sandro Carnelli era concebida por Jenaro Baldrich como un núcleo importante de la sociedad, pues él sabía, y eso era algo que no se cansaba de repetirle a Mateu, que la potestad de un país es el resultado de sus empresas. Entonces quiso premiar a Mateu, y en un acto que a buen seguro habría mesurado, le prometió el quince por ciento de las acciones de Sandro Carnelli, y asimismo le reveló que esa escritura estaría lista en un tiempo prudencial.
—Que sepas que tú eres el quince por ciento de esta, ya nuestra, sociedad.
En ese punto, tras unos segundos de recelo, Mateu, gratamente sorprendido, pese a saber que le gustaba oír lo que apuntaba Jenaro, quiso poner un grano de su temperamento en el salón de los Baldrich, por encima de la extrañeza que le trababa el habla, diciendo:
—Jenaro, hombre…, si tú quieres… Dime cuánto supone ese quince por ciento y… aunque no tengo recursos, puedo buscar las garantías necesarias y pedir un crédito por el valor…
—Mateu. Tú eres el quince por ciento de esta sociedad. Punto. Pero creo que tendrás claro que esto no se reparte en dos días. Tenemos que seguir creciendo, ampliando, y ya verás como surgirán nuevas ideas que se convertirán en nuevos proyectos, de empresas nuevas… Es cosa de tiempo.
—¿Cuánto? —preguntó Mateu, sin dejar de sentirse halagado.
—El que sea necesario. Tú, tranquilo, que todo llega. La clave de la vida es esperar que llegue tu momento como cuando esperas el autobús. Esperar sabiendo que tarde o temprano pasará.
—De acuerdo, jefe, com tu diguis.
—De momento, dedícate como sueles en cuerpo y alma a nuestra empresa, a ganar dinero. Y a tratar de ir preparando a los que nos siguen detrás, que no serán como tú y yo queremos, porque no han pasado lo que hemos pasado nosotros, pero hay que darles tiempo, y enseñarles, sobre todo a Jaime.
—Hasta que no tenga una mujer no va a espabilar.
—Tienes que prepararlo.
—Lo haré —en ese punto Mateu alzó su copa de Martini y buscó los ojos de Baldrich, pero este se rascaba la entrepierna y miraba hacia la televisión apagada, mientras rumiaba algo que no llegó a pronunciar. Para que Jenaro se sumara al brindis, Mateu tuvo que insistir—: Chinchín, jefe.
—Ah, sí… Así me gusta, Mateu, claro que sí, por nosotros.
Aquella misma tarde Natividad Baldrich salió de casa junto con su hermano mayor, con el que hacía buenas migas. Nunca pudo ocultar su devoción por Jaime, a quien desde niña empezó a tratar con cariño, como si fuera una hermana de su misma edad. No obstante, tras cerrar el portal, una vez en la calle, cada cual se fue por su lado. Nati Baldrich, a quien le faltaban días para cumplir diecisiete años, era un nervio difícil de controlar. Despertaba su juventud al mismo tiempo que despertaba el país. Nada tenía que ver con la niña que había recibido la primera comunión unos años atrás. Su mismo cuerpo había experimentado un cambio radical, de modo que la niña rellenita de hacía unos años se había desarrollado y convertido en una chica delgada, y estirada, con pechos menudos pero turgentes y atractivas curvas, que había abandonado las trenzas por una mínima melena castaña. Renunció a las ropas que su madre le ofrecía. Detestaba el pichi del uniforme del colegio, y en cuanto llegaba el viernes se vestía de calle con atuendos discordantes. Prefería vestirse con ropajes prestados por sus amigas. Curiosamente, no eran amigas del colegio, sino de la calle, del barrio y de un grupo excursionista al que empezó a acudir por seguir a una amiga. Sacaba notas excelentes sin tener que esforzarse demasiado. Hablaba más catalán que nadie. Le tiraba la ciencia y sobre todo cualquier cosa relacionada con Farmacia, la carrera que quería estudiar cuando acabara el bachillerato, para poder tener luego la suya propia, y con ese olor que le encantaba. Vivía con intensidad. Paraba en casa lo mínimo. Por las conversaciones que mantenía con Jaime, se sabe que tenía conciencia política. Le atraían las manifestaciones, la protesta y el anticlericalismo. En el interior de su armario podía verse un cartel de tres años atrás que decía SALVEM PUIG ANTICH. Se aburría en la escuela, pero lejos de ella es de suponer que sabía divertirse. Aquel mismo curso, sin que sus padres lo supieran, participó en la manifestación por la libertad de expresión que convocó a miles de jóvenes en las calles de Barcelona, reclamando asimismo la puesta en libertad del director de Els Joglars, un tal Albert Boadella, creador del montaje La torna, cuya epopeya, la escapada del hospital un día antes del consejo de guerra, hacía reír en abundancia a Natividad y a Jaime. A menudo hablaba a su hermano de cosas como el pulso de los militares y el Gobierno con las fuerzas políticas y los movimientos en la calle, el mal futuro del teatro comprometido si no se reciclaba, la obra de Bertolt Brecht o la implicación social. Cuando se enteró de que su hermano Rodrigo se había licenciado en Derecho, todavía no sabía con exactitud lo que quería decir aquella palabra. Se lo preguntó y, después de la explicación de este, simplemente dijo:
—Qué bien, como los de Atocha… Algún día los vengaremos —a lo que su hermano no respondió.
Jaime Baldrich supo, no mucho tiempo después, que su hermana, aquella tarde de miércoles de las primeras elecciones en las que la pequeña no pudo votar y él, que sí que podía, no lo hizo, cuando se despidió de él lo había hecho para ir a casa de Oriol Vila, uno de los responsables del grupo excursionista que Natividad frecuentaba.
A partir de entonces todo empezó a precipitarse. La cólera tomó partido por la vida de los Baldrich. Y se convirtió en un eje afilado idóneo para seccionar cualquier cimiento, cualquier antojo. Esa noche, Nati no fue a dormir a casa. Según Jaime, que llegó sobre las diez y media, después de haberse reunido con los amigos que heredó de Roger Segura para seguir el transcurso de los resultados de las elecciones, la estuvieron esperando despiertos hasta más allá de las dos de la madrugada, cuando ya estaba claro que la Unión de Centro Democrático era el partido más votado, aunque no conseguía mayoría absoluta, por lo que sería el encargado de formar gobierno. Jenaro Baldrich sopesó llamar a la policía, pero no lo hizo, no se atrevió, quizás por miedo al ridículo. Algo le decía que no pasaba nada que no pudiera presagiar. La noche se hizo larga. Cuando Nati llegó a la calle Muntaner, al día siguiente por la mañana, exhibiendo en la mirada algo similar al regocijo, en el buzón de la portería halló una carta a nombre de su madre. Venía de Argentina. La remitía alguien llamado Ignacio Párbole. Y tenía labrada en rojo y en mayúsculas la palabra URGENTE, y en cursiva y subrayada la expresión POR AVIÓN.
Natividad Baldrich entró en casa y lo primero que vio fue a la Charo. En la seriedad de aquel rostro que permaneció mudo supo leer que le caería una buena bronca. Pero, por el tesón que tenían sus pasos, pareció no importarle demasiado. Se acercó hasta la habitación de su madre. Abrió la puerta y recibió el olor de la fiebre, mezclado con la pestilencia de la indisposición.
—Pero ¿cómo te has atrevido?
—Me voy de casa, mamá. Me voy a vivir con Oriol. Al campo. Vengo a por mis cosas. A mí no me manda ni Dios. Aquí tienes una carta que viene de Argentina…
—Ya verás con tu padre.
—Mi padre es un fascista. A ver si te enteras…, que ya hemos superado el feudalismo.