12.

Cuando se inauguró la tienda de ropa Sandro Carnelli en la Rambla de Cataluña, Jenaro Baldrich ya tenía fama de publicista entre la burguesía barcelonesa. Eran conocidas su elocuencia, su seriedad con los negocios y su generosidad con los plazos de pago. El secreto era su buen ojo, al apostar por una gama de ropa refinada a precios asequibles para la clase media. Jenaro Baldrich creía en las masas y en la exigencia de que estas conocieran las cosas buenas y las encontraran a su alcance. Sabía lo que valía el dinero, y que lo tenía, y que eso le diferenciaba de los demás. Igual que durante un tiempo supo venderse en la prensa política, y del mismo modo en que proyectó su producto en España y en Italia, ahora era el momento de hacer publicidad de las tiendas. Para ello tenía a su lado a una joven italiana a la que no le faltaba ánimo de superación.

A Carmina Tinti la había conocido en Nápoles. Era encargada auxiliar de unos talleres de confección napolitanos. Tan pronto la vio, en su primer viaje, hacía ya trece años, pensó que el deseo era capaz de trastocar el norte de su conciencia. Es de suponer que habrían tenido lo suyo. Jenaro la conoció cuando la joven dirigía el montaje de telares, quedando sorprendido de ver a una mujer tan afianzada en el mundo laboral. Es probable que en las formas de gitana que exhibía la figura de Carmina Tinti hubiera depositado muchas de sus esperanzas. Ahora, aquella napolitana morena y más alta que él, que sobrepasaba los cuarenta con una elegancia poco común en España, quedaba, al lado de Jenaro Baldrich, como una metáfora difícil de olvidar.

A la inauguración no asistieron ni Sagrario ni Natividad, pero sí los hermanos Baldrich. Rodrigo, emprendedor y delicado, se mostró cortés en todo momento con los invitados, cuidadoso en las formas y en los cumplidos, y desprendido a la hora de atender a los clientes que venían de fuera. No dudaba en prometer, aun sabiendo que luego no todo sería cien por cien cierto. Jaime Baldrich tuvo que poner en práctica el italiano que había aprendido, y es de suponer que enorgulleció a su padre al atender de manera tan educada las relaciones. También conoció a Carmina Tinti. Vio cómo escuchaba de su padre una arenga sobre la batalla por proteger la industria nacional de la competencia extranjera, y sobre la necesidad de los contactos internacionales. Luego le habló de bailar y de tomar unas copas en Rigat, y a la señora, que llevaba una pamela burdeos, le brillaron los ojos. Era la primera vez que Jaime veía a su padre moverse en ese ambiente de propuestas nocturnas, y pensó que todo estaba cambiando. No sólo la política y sus ideas, sino también las formas de comportamiento de una sociedad hipócrita y acomodada y de toda aquella marabunta de pose centralista, a la que también le atraían el licor y la jarana.

En el discurso sobre la nueva tienda, con la boca grande, Jenaro Baldrich dijo que si algo le proporcionaba a estas alturas Sandro Carnelli era satisfacción. La satisfacción del trabajo bien hecho, porque ese es el que repercute de forma positiva en los clientes. El placer de crear riqueza y bienestar a sus compradores, de atender a la gente corriente, la que no se dejaba engañar por las malas doctrinas, y de alimentar a los que con él trabajaban porque, en definitiva, eran también su familia. Parecía que hablaba como sentía. Y mucho más cuando acabó confesando que todo, absolutamente todo, se lo debía a aquellos que habían trabajado con él, así como a los que en él y en su proyecto habían tenido confianza, comprando lo que les había ofrecido, les ofrecía y les seguiría ofreciendo, porque Sandro Carnelli, más que una marca de ropa o una fábrica de indumentaria, era un espíritu, un sentimiento, la emoción del cosmopolitismo y la aventura. Y añadió, deteniendo los aplausos de los presentes con el brazo derecho alzado, que sería injusto, además, no reconocer, y gratificar de forma pública, aquí, delante de todos, la labor de su gerente, de su socio, y esa fue la primera vez que se oyó a Jenaro Baldrich decir esa palabra, pero no por ello sonó raro, y de su mejor amigo: Mateu Mallol, aquí presente, al que todos conocéis muy bien, tanto como él a vosotros.

—¡Visca Sandro! —se oyó gritar entre la multitud.

Y entonces Jaime Baldrich vio aplaudir a Carmina Tinti y supo lo que no hacía falta que nadie le explicara. El encanto del que había hablado su padre en el discurso era el mismo que a Carmina Tinti le brillaba en la mirada. Y así se fueron todos de la tienda, con el placer por la ropa tintineando en los bolsillos, mientras el gallego Montoya Luengo se encargaba de recoger lo que hiciera falta y de cerrar el comercio.

La velada prosiguió en Bacarrá. Al calor de una orquesta y de los cubalibres que pagaba Sandro Carnelli. La incontinencia atravesaba la pista en la que bastantes parejas, más que bailar, se movían. En el ambiente flotaba la flemática costumbre de los compases pausados. Cuantiosos globos de humo emprendían viaje al techo, donde terminaban atravesados por el furor de unas hélices. Jenaro Baldrich empezó a empinar el codo. Plácidamente ofrecía su sonrisa a sus amigos clientes, pues jamás se cansó de repetir «Tenemos clientes porque hacemos amigos». No bajó a bailar con Carmina Tinti. Quizás lo hizo por respeto a sus hijos o, y eso es aún más probable, por deferencia hacia sus clientes y hacia el empresariado catalán, ya que no hay que mezclar ciertas cosas, pues a los italianos seguramente les traía sin cuidado.

Uno de los clientes italianos se acercó a Jaime y le preguntó dónde se encontraban las mejores putas de la ciudad. Jaime respondió que no sabía, pero que iba a informarse y en cuanto pudiera le daría una respuesta. Sin embargo, aquella petición, lejos de animarle o sorprenderle, le entristeció. Pues le devolvió a la noche en que Massiel ganó Eurovisión, y tuvo que esperar a su amigo Roger Segura en una esquina, mientras este se daba un homenaje con una prostituta en las inmediaciones de la calle Robadores, en el corazón del barrio chino, y aquella imagen rasgó su memoria y le hizo sentirse más solo.

Mateu le palpó el hombro y se preocupó por él. Pero Jaime se mostró reservado, tímido, bonachón, incapaz de que su caridad pudiera transmitir algo más que la desdicha que pesaba en su talante y que se mezclaba con la ginebra y el agua de tónica, al tiempo que veía al fondo de una de las barras a su hermano, impecablemente vestido, con el nudo de la corbata intacto en la garganta, tocándole la pluma del sombrero a una mujer que le consentía una invitación tras otra de champán. Entonces, Mateu le dijo, para más sorpresa de Jaime, acercándose a su oído, lo siguiente:

—Aunque te parezca mentira te diré una cosa, tu padre tiene muchos amores… pero sólo una novia. No hi ha volta de fulla.

Sin ganas de contradecirle, algo sorprendido, Jaime únicamente pudo pensar en Sandro Carnelli, y, sin llegar a darse cuenta en ese momento, en todas las hectáreas de placer que un amor pernicioso puede llegar a devastar. También se acordó de Guendalina, de ese escote que caldeaba las clases de italiano, y que no había podido pertenecerle.

—Tú lo que tienes que hacer es casarte —Mateu continuó hablándole al oído— y trabajar con tu padre y ser feliz sin mayores preocupaciones… y tener hijos, eso, tener hijos tú que puedes, que no te pase como a mí…

Pero Jaime Baldrich ya no prestaba atención. Mateu lo supo leer en su indiferencia. Le volvió a palpar el hombro en señal de complicidad y se alejó. Jaime se apoyó, sin desprenderse de la copa, en la barra. Al encender un cigarro se le empañaron las gafas, lo que le entorpeció poder ver a su hermano acariciar el brazo de aquella mujer que no era italiana.

A los pocos días murió Franco. El país permaneció sumido en un otoño virulento. En la calle todo tenía forma de duda. El frío podó los árboles y más de una conciencia. Las condolencias de dolor por un lado y las apostillas de alivio por otro aderezaron la prensa, la radio y la televisión. Era el punto postrero del franquismo. El régimen estaba viejo, y a pesar de su empeño en superar la muerte, agonizó de manera grotesca. El Consejo de Regencia asumió las funciones de la jefatura del Estado hasta dos días después, fecha en la que fue proclamado rey ante las Cortes y el Consejo del Reino Juan Carlos I de Borbón. Jaime Baldrich iba a llamar a su amigo Roger Segura pero él le llamó antes. Así pudo oírle, desde Madrid, hablando en un tono bajo, pero cuajado de contento, como si hablara a una chica en el reservado de una fiesta.

Pasaron los meses con la incertidumbre pegada a la radio y a la televisión. En Sandro Carnelli diluviaron las llamadas desde Italia. Clientes y proveedores querían saber la verdad del entuerto, y despejar todas las incógnitas que anunciaban los medios. Seis meses después de la muerte del dictador apareció un nuevo periódico, El País, y Roger Segura volvió a llamar a Jaime para ponerle sobre aviso y discutir lo que llevaban años hablando acerca de la prensa y los poderes. Los días se hicieron más lentos y Jaime Baldrich sonreía cuando a solas, en su cuarto, pensaba en todo lo que estaba viviendo y en que algún día, junto a Roger, levantarían una hazaña política de dimensiones tan galácticas que Sisa, uno de sus cantautores preferidos, tendría que dedicarles una canción similar a la que ya se sabía de memoria, que nunca se cansaría de escuchar y que acababa asegurando que qualsevol nit pot sortir el sol.