11.

Casi un año después, el 19 de diciembre de 1973, Roger Segura telefoneó a Jaime Baldrich desde Madrid. Ni que decir tiene que la llamada llenó de alegría la aburrida monotonía de Jaime, que ya llevaba un tiempo sin salir de Sandro Carnelli y de la sombra de su padre.

Estuvieron hablando durante más de una hora. Así supieron el uno del otro. Y así supo Jaime que Roger Segura vivía en la zona de ópera, y que su casa era como una embajada encubierta por la que pasaba gran parte de la izquierda del exilio que se atrevía a cruzar la frontera, y a llegar en trenes desde Francia, sobre todo el Puerta del Sol, que salía de la Gare d’Austerlitz hasta la estación de Chamartín. Roger Segura le dijo a Jaime que le guardaba ejemplares de una revista llamada Ruedo Ibérico, que venía de París, y que seguro le iba a interesar.

Jaime asentía y escuchaba el torrente de voz que le hablaba desde el otro lado del aparato. Sentado en el salón de casa, hubiera deseado tener un teléfono en su cuarto para no atender a Roger entre las apariciones de la Charo o de Sagrario, que siempre tenían algo que buscar en el salón. Roger Segura se había ido a Madrid a los pocos días de confesar a su amigo la inminente puesta en marcha del negocio de su padre. La pajarería Segura, ubicada en el barrio de Prosperidad, era un espacio destinado a la compra y a la venta de aves, por lo que el guirigay de pájaros, el olor a alpiste, el revuelo y el batir de alas, el estruendo de alaridos y la limpieza de jaulas estaban a la orden del día. Apoyado por el sueldo que le daba su padre, Roger pudo alquilar un apartamento en ópera. Enseguida entabló relaciones con grupos activistas. Tenía contactos gracias a sus amigos de Barcelona. Sabía moverse con soltura entre la marea humana, que de forma clandestina rastreaba las alcantarillas de la capital a la espera de la muerte del dictador.

También supo Jaime que, hacía tan sólo dos días, un grupo formado por cuatro chavales del País Vasco había abandonado el piso de su amigo. Los había alojado por hacer un favor a un compañero, según el cual los jóvenes vascos formaban parte de un grupo de música que venía a probar suerte. Durante una semana y media habían estado en Madrid, de manera oculta, adonde llegaron cargados con cajas y fundas llenas de instrumentos. Aquellas arcas, con forma de guitarras y de saxos y de violonchelos, permanecieron en todo momento en la casa, en una de las habitaciones vacías. Eso extrañó a Roger Segura. Una mañana en la que se hallaba solo en su piso quiso abrir una de aquellas fundas para ver qué tipo de instrumentos había en ellas y practicar alguna canción con la guitarra, pero para su sorpresa descubrió que no se podían abrir. Estaban todas cerradas con candado. Al ir a levantar la caja de la guitarra, no pudo. Pesaba demasiado. Aquello asombró todavía más a Roger Segura, que hablaba con Jaime con una placidez poco común en él, como si narrara la aventura de un libro que nada tuviera que ver con su biografía, y que le dijo que allí no había ninguna guitarra ni ningún instrumento. El grupo de músicos vascos estuvo en casa diez días sin hacer ningún comentario. No habían hablado de nada fuera de lo habitual, ni siquiera habían aludido a la situación política, en todo aquel periodo. Pero se habían ido, agradeciendo la acogida, hacía dos días.

Roger Segura pasó página. Siguió hablando de unos vecinos franceses que le estaban enseñando el idioma, que era más importante que el italiano, a lo que Jaime respondió que ya le gustaría a él hablar francés como él hablaba italiano. Hablaron de mujeres, de Guendalina, que seguía con su hermano Rodrigo, pero que cada vez venía menos por la casa de Muntaner; de nuevos discos; de la canción «Dos españoles, tres opiniones» de Vainica Doble; de un disco que había conseguido Roger, traído de Chile, titulado Cantata popular Santa María de Iquique, interpretada por el grupo Quilapayún; del fenómeno que había fichado el Barça a principios de temporada llamado Johan Cruyff, y de las jugadas individuales del mismo; de la perpetua lesión en el codo de Roger; de lo extraño que le resultaba a este vivir alejado de Gracia, pero también de las muchas coincidencias que tenía su barrio madrileño, también un pueblo, como dijo, como el de Barcelona que tanto les gustaba; del metro de Madrid; de los cafés con corros ilegales; de asociaciones; de los serenos chivatos de la policía a los que era obligado entregar las llaves; de los tipos de pájaros que criaban en la tienda; de las ventas en el mercado negro… Y así, entre risas y novedades, se fue estirando aquella conferencia en la que Jaime Baldrich también encontró un hueco para hablar de su labor en Sandro Carnelli, del tedio de los fines de semana de invierno en La Valbal; de su posible viaje de trabajo a Italia dentro de un tiempo; de su sequía sexual, ya preocupante, y un detalle desternillante para su amigo Roger; de la idea de la apertura de una tienda de prendas de Sandro Carnelli en la mismísima Rambla de Cataluña, cerca del colmado Quílez, concretó; y de que todavía seguía yendo algunas tardes a Gracia, y al Canigó, cuyo dueño siempre preguntaba por él, pero que ahora le salían más caras las cervezas, de que le habían aumentado las dioptrías, y hasta le confesó, y esto lo dijo riéndose, que tenía gafas nuevas, con montura negra, pues las otras las había roto en Valldoreix mientras se quitaba un jersey.

Cuando Jaime Baldrich colgó el teléfono se desperezó en el sofá. Pasó la Charo y pudo escuchar:

—Venga, zángano, a trabajar… Tienes el café preparado en la cocina.

Jaime se levantó y le dijo que al día siguiente no iría a trabajar porque presentía que tenía fiebre. La criada quiso ponerle el termómetro pero Jaime no se dejó. Entonces volvió a sonar el teléfono. Sagrario lo descolgó. Una mujer italiana preguntaba por Jenaro Baldrich. Se llamaba Carmina Tinti. Debía de tener un acento y un tono de voz peculiares. Sagrario no quiso saber más. No tardó en colgar. Apenas lo hizo preguntó a la Charo si había habido alguna llamada desde Italia aquella semana, a lo que la sirvienta respondió, de manera mansa, que no.

No obstante, aquella noche Sagrario no pudo callarse y en mitad de la cena se lo hizo saber a su marido. Este, con la boca medio llena de merluza, rodeado por su mujer y sus tres hijos, dijo:

—Oh, Carmina Tinti… Habrá que sacar rendimiento, habrá que sacar rendimiento… —y siguió masticando mientras el salón volvía a poblarse de mutismo.

Ya con el postre, Sagrario volvió a preguntar a su marido qué quería que le dijera a la señora Tinti, en caso de que esta volviera a llamar. Y Jenaro Baldrich, mientras pelaba la naranja y miraba a su hija intentar hacer lo propio, respondió:

—La señorita Tinti sabe dónde encontrarme. Si ha llamado aquí es porque se habrá equivocado, cosa normal porque está un poco despistada, pero no te preocupes que ella sabe que estoy en Sandro.

En ese instante, a Natividad se le cayó el cuchillo al suelo, y Sagrario golpeó la mesa. Luego su marido agregó masticando:

—Pero si quieres puedes decirle eso, que habrá que sacar rendimiento… Lo entenderá, en español lo entenderá…

Y en efecto, al día siguiente volvió a sonar el teléfono. Eran cerca de las doce. Sagrario estaba en la cocina mirando a la Charo trocear judías verdes, mientras en la radio reinaba la difusión de una noticia confusa. Después de cuatro señales volvió a descolgar Sagrario y la voz de Carmina Tinti le dolió de nuevo en el estómago. Entonces prefirió colgar. No regresó a la cocina. Se entretuvo en el taciturno salón, colocando troncos de leña en el hogar. Avivó las brasas. Debió de vislumbrar tras los ventanales el día gris que cubría la ciudad. Cuando su marido asomó a la hora de la comida, Sagrario quiso hablar con él pero este no le hizo caso. Apareció antes de lo habitual. Todavía no eran las dos cuando Jenaro Baldrich irrumpió en el piso. Tenía muchas llamadas que hacer. Estaba intranquilo. Tan sólo le repitió a su mujer la noticia que, desde hacía unas horas, había sacudido el país: el almirante Carrero Blanco había volado por los aires, junto a dos personas más, en la calle Claudio Coello, en el barrio de Salamanca de Madrid. También añadió que había sido la banda terrorista vasca ETA, que el presidente del Gobierno salía de misa y que había muerto, casualmente, en el patio de un colegio de los jesuitas, y que aquello era nefasto para España, para la estabilidad del régimen. No dijo si a él le parecía bueno o malo, porque también Jenaro debía de tener sus dudas.

Jaime Baldrich, que se había pasado la mañana en la cama, salió de su cuarto y se asomó por el salón. Lo escuchó todo. Cubierto por una bata y en zapatillas vio a su padre buscar un número en el interior de una agenda y girar los dígitos en el teléfono. Antes de que Jenaro Baldrich pudiera tener línea, Jaime volvió a preguntar a su padre quién había sido y escuchó nuevamente el nombre de esa banda del País Vasco. Entonces se fue cabizbajo hacia su habitación. No tuvo que elucubrar demasiado para empezar a sonreír y para que un indicio de alegría le hiciera sonreír aún más, tanto que, una vez en su cama, y mientras veía su guitarra, llegó hasta la carcajada.