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Jaime Baldrich tampoco pudo sacar adelante sus estudios de la Escuela Industrial. Al enterarse, Jenaro Baldrich, que había esperado el momento sabiendo que pasaría esto, le dijo que se había terminado la buena vida y que de ahora en adelante, tanto si le gustaba como si no, su lugar estaba en Sandro Carnelli.

Así aprendió a coger el autobús por las mañanas en la Diagonal, y así iba rumbo a Esplugues, sentado o de pie, rodeado de clase media, leyendo libros que le prestaban amigos ajenos a la empresa, alejado definitivamente de las aulas, y enfrentado al contacto con el mundo laboral, viendo tras las ventanas la Diagonal guarnecida de árboles y tráfico, y más adelante, por las afueras, vacía, inundada de intemperie.

Nada pudo impedir que continuara siendo amigo de Roger Segura. Y que siguieran juntos el proceso judicial a dieciséis etarras, conocido como el Proceso de Burgos, que tuvo lugar el mes de diciembre de aquel año, del que llamaba la atención el elevado número de encausados, así como las penas solicitadas: seis penas de muerte y 752 años de cárcel. De este modo vivieron el juicio y sus consecuencias: el indulto de condena, el impacto internacional, las manifestaciones y los numerosos actos de solidaridad acontecidos por todo el país y en parte de Europa. Roger Segura explicó a Jaime que los hechos juzgados se remontaban a dos años atrás, cuando fueron asesinados un policía secreto y más adelante un agente de la Guardia Civil, cuyos nombres no recordaba, en un intercambio de tiros durante un control de carretera. Eran las dos primeras víctimas de una banda terrorista vasca. También contó algo de un taxista fallecido en un enfrentamiento, pero Jaime prestó más atención al encierro de trescientos intelectuales catalanes que se había llevado a cabo en la abadía de Montserrat, durante el que se creó un manifiesto a favor de la amnistía política, las libertades democráticas y el derecho a la autodeterminación.

El problema vino cuando al final de una manifestación de estudiantes en la Facultad de Filología, a la que Jaime no se atrevió a asistir, un policía pescó a Segura, le alcanzó el brazo con la porra y le descolocó el codo, dejándole una lesión de por vida. El mismo policía que lo detuvo, tal y como le contó Roger a Jaime tiempo después, hizo que lo llevaran hasta la comisaría de Vía Layetana, donde pasó dos días y dos noches a pan y agua, fue torturado, y de donde salió con un ojo a la virulé. A Roger Segura le entró miedo. Cesó por un tiempo su activismo. El dueño del Canigó, pese a la ausencia sin aviso de dos días, y pese al ojo morado y deficiente, y a la gravedad de la lesión del brazo, no lo despidió.

De este modo fue pasando el tiempo, unas veces alargándose como una espera agonizante y otras poniendo el sabor del riesgo en el paladar. Jaime Baldrich siguió frecuentando el café del barrio de Gracia, en cuyo interior, entre el humo, los espejos, las sillas de madera y las mesas de mármol, se sentía más a gusto que en su propia casa. Allí acudía las tardes, escasas, en que su padre le daba permiso para abandonar temprano la empresa. Bajaba del autobús en la Diagonal y tomaba Torrente de la Olla hacia arriba. En la esquina con Travesera de Gracia solía detenerse en la pastelería Montserrat, para comprar una ensaimada o un generoso pedazo de coca de piñones. A partir de allí bastaba llegar hasta la calle Teruel y enderezar el paso hasta el Canigó. Desde el interior del café escrutaba la plaza de la Revolución. Grupos de chavales se sentaban en los bancos. Compartían irrisorias meriendas. Luego, enérgicos y escuálidos, propinaban patadas a un balón de plástico, azul y rojo, con caras de jugadores serigrafiadas. Vestidos con pantalones cortos sujetados por tirantes, corrían y vociferaban nombres de futbolistas. Se cansaban y sudaban. A eso de las ocho se desperdigaban, cada cual a su casa, con el lustre enrojecido, a poner la mesa y a mojar pan donde pudieran. Mientras eso sucedía en la plaza, Jaime esperaba a Roger sentado, leyendo y observando el trasiego de un distrito diferente, apurando cafés con leche, cervezas o refrescos, y fumando Ducados sin que ya el humo le hiciera toser.

Gracia era como un anzuelo para los pasos de Jaime Baldrich. El ritmo y las maneras de pueblo que exhibían sus habitantes y sus calles le transportaban a otra forma de vida, desconocida. Allí se escuchaba más catalán que en cualquier otra zona de la ciudad. En aquellas calles próximas al Canigó, encontraba familias tomando la fresca en las aceras, sentadas en sillas bajas. Distinguía mujeres haciendo punto mientras sus maridos trabajaban. Chavales fabricados con el temperamento de la necesidad prematura. Estrechos callejones con bodegas empañadas, de suelo húmedo, en las que se podía respirar el olor de las cepas y del corcho, y hasta de las uvas, en la madera de las cubas, y en las que se llenaban garrafas de plástico y botellas de vidrio de colores mustios con vinos baratos, que alegraban la costumbre. Los cines Verdi, con sus sesiones matutina y vespertina, y los carteles de las películas pintados a mano. Las palomas barnizando sin piedad el suelo de la plaza de la Virreina y la del Diamante. Colmados donde comprar puñados de legumbres. Pequeños talleres en los que la grasa manchaba las hojas de los calendarios, carpinterías en cuyos interiores mal iluminados las sierras levantaban el polvo y la faena esparcía virutas por el suelo. Jóvenes apresurados, con recados bajo el brazo, y algunos perros a los que el hambre les contaba las costillas. Aquella Barcelona que palpitaba en Gracia tenía el esmalte de la naturalidad, desde sus entresijos hasta sus balcones, en los que asomaban geranios raquíticos pero arreglados por el cariño que genera la insolvencia. Poco a poco Jaime Baldrich se iba reconociendo en aquel ambiente, apartado de sus compraventas y demandas y recibos en Sandro Carnelli, con permutas más sencillas y músicas distintas en las radios, y procedimientos comerciales mucho más simples.

Luego, cuando Roger Segura terminaba, juntos daban cuenta de algo que sobrase de la cocina, o simplemente hablaban de lo suyo, sentados en otro bar o en el banco de alguna plaza que estuviera poco castigado por el clima. Más tarde Jaime, que con sus veintidós años todavía temía al padre, se iba a cenar caliente y en familia. Fue en una de esas tardes en que a Jaime y Roger se les hacía de noche cuando este último habló de un concierto de Raimon al que podrían ir juntos. Se trataba de un joven cantautor de Játiva que empezaba a tener éxito entre los círculos de la nova cançó, en su tendencia más contestataria, y que gustaba mucho a Segura. Habían pasado ya dos años desde la paliza en la comisaría de Vía Layetana, y Roger volvía a la actividad. El régimen tendría que empezar a debilitarse. Era el momento de comprometerse y de vivir de cerca el arranque de algo nuevo. También fue una de esas tardes cuando le comunicó, de buenas a primeras y sin aspavientos, que se iba a Madrid. Su padre, junto con otro socio, se había aventurado en la fundación de un comercio. Le había llamado y le requería sin falta. Había puesto en marcha un negocio con pájaros y necesitaba su ayuda de manera irrefutable. Aquella noticia entristeció a Jaime y cernió sobre su vida una sombra de angustia, como si toda la luz que le ayudaba a transitar se fuera para siempre camino a la incertidumbre.