8.

Cuando aquella noche regresaron de La Valbal Jenaro, Sagrario, Natividad y la Charo, los dos hermanos supieron que su padre se iba el miércoles de aquella semana a Italia, donde pensaba estar un mes, con intención de conocer más, profundizar y palpar lo posible el mercado.

Antes de irse, Jenaro habló a solas con cada uno de los dos hermanos. Les dio instrucciones respecto al modo en que debían comportarse en casa y les dejó dinero, bastante más de lo que solía darles. Dado que Mateu también se iba a Italia con él, Sandro Carnelli quedaba bajo la supervisión de Gloria y la presencia de Montoya Luengo. No obstante, aprovechando que su hijo gozaba de un favor expedido, sellado y firmado por el doctor Balcells para retrasar su reingreso en el cuartel alegando lo que sólo existía en la necesidad de Baldrich, Jenaro le ordenó que fuera todos los días y que, sin mostrar prepotencia, se encargara de informarle de todo cuanto allí sucedía. Le dejó el teléfono del hotel Lugano de Nápoles.

Al hablar con Jaime le preguntó si quería él acompañar a su hermano a la empresa. Jaime se negó. Jenaro Baldrich volvió a insistir. Buscó la complicidad con los mejores deseos, pero sus aspiraciones se quedaron en ellos. No encontró en la actitud de su hijo el entusiasmo que esperaba. A pesar de ello, no pensó más de la cuenta, no pareció darle importancia a aquella actitud negativa, como si siguiera estando en sus manos el futuro de su hijo.

Igual que si el correo estuviera conchabado con el destino, tan pronto se fue Jenaro a Italia llegó una carta de Buenos Aires. Sagrario se quedó confusa. A decir verdad, no esperaba descubrir una carta de Ignacio Párbole sin su marido en casa. Sin embargo, le gustó tanto el hallazgo en el buzón que decidió leerla. Abrió el sobre. Contra los tiempos grises en que no se atrevía, o tal vez para quitarse el mal gusto por todos los que guardaba sin abrir, lo abrió, y lo hizo con voracidad, pues se rompió el papel y la dirección de Ignacio Párbole quedó partida.

Buenos Aires, 25 de septiembre de 1968

Queridísima Sagrario:

Te escribo desde El Tigre. He venido solo a pasear. Acá recién empieza a ser palpable la llegada de la primavera; y la visión, el olor y el murmullo del río han hecho viajar a mi memoria. Hoy, 23 de septiembre, vigilia del día de la Mercé, cuando sin duda estarás de fiesta, apurando los últimos estertores de tu verano, que aborda tu país y el mío.

No sé cómo empezar. Después de casi dos años sin escribirte una sola línea, y después de casi dos años de esperar una respuesta, no sé por dónde comenzar. Pero tengo que hacerlo y seré franco, asquerosa palabra que tacho, perdón, quiero decir que seré directo, claro: Andrea y yo nos hemos separado. Toda una vida conjunta de pronto se derrumba. Nicolás y Martín decidieron quedarse con ella. Al vernos por última vez me habló de «desgaste», y cuando le pregunté si había otra persona fue tajante, me dijo «sí» y me dejó sin opción a más preguntas. No pude preguntar, o no quise. ¿Para qué?

Estoy solo, angustiado, en un país en manos de una dictadura militar que no sabe adónde va y que no entiendo y me carcome. Como te dije, el general Onganía tomó el poder y así seguirán. Cualquier presidente apoyado por el Ejército será aceptado. Estoy solo y sufro dos dictaduras, la de mi conciencia y la de los milicos. Debo convivir con ellas. Yo, que siempre creía aquel verso de Machado que decía «Yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas», pienso que no volveré a sentirlo nunca. Esta guerra perpetua conmigo mismo me devuelve lo perdido cada vez que despierto.

Tampoco sé muy bien por qué te cuento todo esto. Pero sé que entenderás, a pesar de que tu felicidad sea grande, y tu vida un orden lleno de entusiasmo al calor de tus hijos y del amor de mi primo, que en momentos como este las personas sentimos nostalgia, quizás idealizamos situaciones o nos inventamos lo que no puede suceder, soñamos despiertos para salvarnos, es la necesidad la que levanta las quimeras, como yo levanto edificios, pues igual, ahora levanto y proyecto realidades inventadas, medidas, graduadas por la mala letra del alma agarrotada que quiere pero no puede aprender a olvidar. Es durante este periodo cuando he aprendido que el silencio pesa, que se puede escuchar y que tiene vida propia.

Me llegan noticias de España, y sufro al saber de un país que sigue en manos de otro militar, espero que todo el revuelo que ha levantado Francia deje un poso de conciencia en el país de abajo.

A pesar de todo continúo trabajando, de vez en cuando puedo ver a mis hijos; entonces, cuando los veo y se van, siento un desprendimiento que no deseo a nadie. Siempre me tengo que desprender de lo que amo. Y a cierta edad uno se cansa. Te confieso, además, que hoy, por primera vez en mucho tiempo, he pensado que un día volveré.

Recibe un abrazo de tu amigo

ignaciopárbole

Nunca sabremos si Sagrario lloró por pena, por costumbre o porque no llegó a entender la mitad de las cosas que Ignacio Párbole dejó escritas en este papel, que el tiempo ha palidecido. Pero lo cierto es que Sagrario lloró y, es seguro, se preguntó demasiadas veces por qué, como si estuviera viviendo en una novela por entregas.

Y así se quedó, cubierta de preguntas, doblando en cuatro pliegues y guardando el papel en el sobre. La criada comenzaba a cocinar, y el olor del guiso a flotar por los pasillos. Sagrario se encerró en su habitación y abrió el armario para ocultar la carta. Debió de sentir la distancia entre el olor a naftalina. Al encontrar el tacto de ropa de su marido pensó en él y en su viaje por Italia, y quizás también en todo lo que el tiempo había descalabrado de sus vidas.

Entonces llegó a casa Jaime. Entró en la cocina con una carpeta bajo el brazo y se alegró de encontrar garbanzos en la sopera, pues eso le indicaba que habría escudella. Por poco se choca con Sagrario en el pasillo, donde se besaron con frialdad. Luego se encaminó a su cuarto y puso en marcha la radio mientras buscaba un disco que colocar en el plato que Roger Segura le había vendido, y cuyos plazos Jaime iba pagando como podía. Empezó a sonar «Cançó de matinada», la escuchó y la entonó desde su cama, y cuando terminó se acercó hasta el salón a esperar la comida. Pese al viento que soplaba y que se encaprichaba en despeinar las melenas de los árboles, Jaime abrió el balcón y salió a la terraza. Desde allí vio, tras alinearse bien las gafas, en la esquina de la Diagonal, cómo se aproximaba su hermano, abrigado por una chaqueta elegante y cerrada, de tonos verdes, caminando con mocasines, altivo y con las manos en los bolsillos. Cuando Rodrigo miró hacia arriba, antes de que se encontrara a Jaime escrutándole, este se apartó de un golpe y, en ese momento, mientras el conocido miedo le revolvía las entrañas, pudo oír la reprimenda que venía del interior del piso:

—¡Quieres hacer el favor de cerrar el balcón! ¡Este niño está loco! ¡Con el frío que hace! Madre mía, qué pena…

Una vez dentro, después de cerrar la ventana, entró Rodrigo. Antes de que se sentaran a la mesa, que la Charo ya tenía dispuesta y con la escudella en su punto, bien espesa, en una fuente, sonó el teléfono. Era una vecina de Tarragona. Simplemente llamaba para avisar al señor Jenaro Baldrich de que Petra y Quimet habían fallecido. Él había muerto víctima de una crisis respiratoria diez días atrás y ella sólo duró una semana, por lo que casi se habían muerto juntos. Los dos rozaban los cien años. Sagrario dijo que avisaría a su marido. Supo que aquella muerte sincronizada jamás podría ser suya. Entonces, mientras los dos hijos y Natividad sorbían y comían la escudella, caliente y suculenta, Sagrario le pidió a su hijo Rodrigo que le diera el teléfono del hotel en el que se alojaba su padre en Italia, pero Rodrigo le dijo a su madre que ya le llamaría él, por la tarde, desde Sandro Carnelli. Ante esa respuesta Sagrario prefirió asentir y empezar con la escudella, para que no se le quedara fría, y no se le pasara como se había pasado su presencia en esa casa.