Rodrigo Baldrich acabó aquel mes de junio el bachillerato en el colegio San Miguel. Hasta sexto. Pasó la reválida con buena nota, y luego el PREU, e ingresó en la universidad. Antes tuvo que hacer el servicio militar, una obligación de la que se libró su hermano Jaime por deficiencias visuales. Le tocó Zaragoza. Después de jurar bandera gozó de numerosos permisos, algunos muy especiales, promovidos por Jenaro, que lo trajeron muchos fines de semana a casa. Pasó por la mili de puntillas, sin darle importancia. Por más que su padre le exhortó una y otra vez a emprender la carrera de Ingeniería Industrial, Rodrigo Baldrich empezó Derecho. No obstante, aquel verano lo pasó entero en Sandro Carnelli. Durante dos meses estuvo más pendiente del reconocimiento de su padre que de la propia operativa diaria, simpatizando con pedidos, albaranes, facturas, entregas… Incluso se dejaba ver a la hora de descargar algún camión, junto a los demás asalariados. Así se ponía bajo las órdenes de José Antonio Montoya Luengo, que llevaba el mando operativo de todo lo que llegaba al almacén, sabiendo que eso era algo que enorgullecía a don Jenaro. Además, aquel ejercicio le ayudaba a moldear su cuerpo y a no perder la forma. Para crecer también en la retina de su padre, Rodrigo Baldrich sacrificaba ir a la piscina con sus amigos del colegio, o acudir por las tardes a tomar una cerveza a los bares del barrio, en la terraza de José Luis o en La Farga, o poder jugar al tenis en el Real Club de Polo o simplemente pasar el mes de julio tirado en el césped del jardín de Valldoreix, esperando a que la Charo le trajera las tostadas hasta la hamaca más próxima al agua. Prefería ayudar a su padre y aprender el oficio en Sandro Carnelli. Estar cerca del trabajo. Ir y venir cada día hasta Esplugues. En autobús, o en coche con su padre. Sentirse comprometido. Cultivarse al lado de Mateu, pues tenía el convencimiento de que esa sería una buena escuela. Así pasaban los años para Rodrigo, quien se iba forjando como una escultura de hierro. Es de suponer que también, en sus momentos de aislamiento, pensara en su hermano, y en esa distancia que crecía como una planta mala, regada por una aversión fuera de lo común, que poco podía tener que ver con los celos o la envidia, pues no había motivos. Sin duda era algo extraño, pues él no se consideraba una persona esquiva. Ni para los demás lo era. Tenía sus amigos. Desde antes del verano no pisaba Valldoreix, prefería quedarse en Barcelona, incluso los fines de semana. Seguía sus clases, el deporte y el aprendizaje en el oficio de su padre: los negocios y el cosmopolitismo. Igualmente posible, pero menos probable, era que alguna vez se hubiera acusado a sí mismo por ver a su hermano como un deficiente. El orgullo de Rodrigo Baldrich no tenía visos de doblegarse ante nada. En la misa de fin de curso, con sus buenas notas bajo el brazo, el padre Silverio le había dicho algo al oído que lo dejó pensativo. Eso lo vio su hermano. Nadie le preguntó de qué se trataba. Rodrigo Baldrich era un joven de pocas palabras. Reacio a exhibirse, con escasa capacidad para expresar el amor en público. Sacarle un secreto debía de costar mucho dinero. Y arrancarle una muestra de afecto para con su madre, sus hermanos o la Charo debía de costar como desmantelar el mundo en mil pedazos.
Pasó el verano y llegó septiembre, y con él el inicio del otoño. Los primeros tonos marrones se iban instalando en el paisaje urbano. Se superponían con los verdes y otorgaban a la vista, desde la terraza de Muntaner, una policromía agradable. Montones de hojas caducas tomaban posición en las calles del Ensanche, al tiempo que los días se iban acortando. Venía el frío. Los vientos matutinos empezaban a llenar las aceras de chaquetas y gabanes. Algunas lluvias llegaron hasta el litoral y dejaron Barcelona encharcada. Eso dificultó a los chavales del barrio organizar partidos de fútbol en los parques, como habían hecho durante el verano. Los coches que en agosto habían permanecido en silencio, o fuera de la ciudad, volvían a rugir con fervor por la Diagonal, y en la plaza de Calvo Sotelo nuevamente pudo verse algún que otro colapso. A Rodrigo Baldrich se le debió de hacer extraño no empezar el curso en el colegio San Miguel, tal y como había hecho durante catorce años, pero tenía en lo que distraerse. La mili esperaba a la vuelta de la esquina, y no echó demasiado de menos las clases con los curas.
Un domingo por la tarde de aquel mes de septiembre, mientras la familia Baldrich, salvo los dos hijos varones, se hallaba en Valldoreix, pasó lo que tenía que pasar. Lo que estaba mal se quedó peor. Como si después de una tormenta de granizo apareciera un tifón para devastar lo devastado. Ninguno de los dos hermanos se había visto durante el fin de semana. De hecho Jaime Baldrich, aquel sábado, se había quedado a dormir en casa de Roger Segura, en la calle Camprodón, después de haber bebido cervezas que no pagó, en una de las mesas del café Canigó de la calle Teruel, esquina con Verdi, y después de haber asistido a un concierto, una sesión corta, delirante, de Pau Riba en el Zeleste, junto con Roger y otros amigos de este que hablaban en catalán. Así estuvieron debatiendo de rock progresivo, de música galáctica, asistiendo a disparatadas deliberaciones escénicas, y riéndose del mundo que habitaban fuera. Jaime también lo hizo, sintiéndose clandestino y bohemio, fumando y con la ropa oliendo a humo, analizando letras como la de «L’home estàtic», clavando otras como «Noia de porcellana» en los cuerpos de chicas imposibles, y escuchando frases del estilo «Aquest país està ple de socavons…» para luego reírse de manera cómplice. Una noche perfecta, oculta, que pondría un nuevo parche en su temperamento.
Pero la casualidad quiso que Jaime Baldrich decidiera, el domingo por la tarde, abandonar el piso de Gracia de Roger Segura y acudir a Muntaner con la intención de ver en la televisión cualquier cosa que le mantuviera distraído. Estaba cansado. No había podido despegar de su conciencia un sentimiento de culpa. No había dicho a nadie de su familia que no iría a dormir a casa, y esa falsedad lo mantenía intranquilo. Como si la sombra del padre estuviera en sus pasos, avivando el miedo, Jaime Baldrich llegó a casa con el recelo a cuestas. Eran las cinco y media de la tarde cuando entró en el recibidor. Respiró el olor característico de su casa y le invadió la visión de los pasillos oscuros. En el salón las persianas seguían bajadas, a buen seguro llevaban así desde la tarde del viernes. Jaime Baldrich arrojó su cazadora sobre el sofá. Levantó las persianas y descorrió las cortinas. A esas horas, al día todavía le quedaba un poco de luz que se posó en el salón mientras Jaime encendía el televisor. Anuncios de Cola Cao y de electrodomésticos lo llevaron hasta la cocina. Quiso merendar algo. Mojó galletas en leche, y regresó al sofá con las manos ocupadas por el refrigerio. Pensó en los resultados del fútbol de aquel domingo, cuarta jornada de Liga. Al traspasar el pasillo, una voz de mujer lo detuvo ante la puerta de la habitación de su hermano, quien gozaba de un permiso largo. Al instante escuchó un gemido que lo apartó de golpe, y le insufló un brote de miedo en el estómago que le hizo acelerar el paso para llegar cuanto antes al amparo del salón y del televisor, donde no podría la vergüenza extender su filón. En la carrera, unas gotas de leche cayeron al suelo del pasillo. Jaime Baldrich acabó con la merienda en silencio. Atendiendo a la pantalla sin llegar a verla. Sintiendo cómo su pensamiento galopaba deprisa a la caza de una deducción que no llegaba. Casi una hora más tarde alguien abrió la puerta del salón. Lo primero que escuchó Jaime de Guendalina fue su risa, luego vio su cuerpo y a su hermano Rodrigo, con el pelo tan corto, sujetándola por la cintura al tiempo que hablaba:
—Hombre, Jaime, tú por aquí… Pues nada, Guendalina se va. ¿No piensas despedirte de ella?
Jaime manipuló con su dedo índice la montura de sus gafas. Tragó saliva y sin llegar a ponerse en pie dijo:
—Sí… Ciao, Guendalina, buona sera…
—Buona sera, Jaime, ci vediamo presto, va bene?
Jaime asintió mientras movía las piernas. Rodrigo volvió a requerir su cintura y ella se giró hacia él. Juntos y abrazados buscaron el recibidor, pasillo adentro se alejaron del salón ante la mirada vacía de Jaime Baldrich, en cuyo corazón todavía no llegaba a desplegarse el desierto, pero sí empezaba a intuirse.