El incremento de población y la irrupción del coche, durante aquella década de los sesenta, sobre todo del Seiscientos, el Gordini y el R8, obligaron a la ciudad de Barcelona a desarrollar la red de metro y el asfaltado masivo de calles. Nuevos barrios periféricos se iban incluyendo en el entramado urbanístico y adquirían importancia de cara al comercio y a la vivienda. Esos avances, a ojos de los gobernantes, borraban el vapor que durante la posguerra siguió emergiendo de las cicatrices de las calles de una ciudad herida, derrotada. Igualmente proliferaba la instalación de semáforos. Se llevaron a cabo las construcciones de las primeras rondas de circunvalación. En estos años también se mejoraron los sistemas de distribución de agua corriente en los barrios más privilegiados, el alcantarillado, la provisión de electricidad y el alumbrado de las calles. A su vez seguían llegando inmigrantes. Roger Segura no se sentía inmigrante. Le explicó a Jaime que esa era la causa de que no se hablara tanto catalán como antes de la guerra, a lo cual contribuyeron el poder de los nuevos medios de comunicación de masas, la radio y la televisión, que se emitían únicamente en castellano, y el hecho de que el castellano fuese la única lengua oficial aceptada por el régimen, y por tanto la única utilizada en la vida pública. De igual forma le hizo saber que durante los años treinta casi nadie hablaba castellano y que el mejor ejemplo para reconocer una ciudad desmembrada era eso, saber que habían arrasado hasta con su lengua. En esos términos se expresaba Roger Segura la tarde del 6 de abril de 1968, sentado junto a su amigo Jaime Baldrich en el bar Funicular, viendo la televisión en blanco y negro, momentos antes de que en el escenario del Royal Albert Hall de Lóndres apareciera, como cada primavera, Katie Boyle, para presentar el Festival de Eurovisión.
—Serrat es cojonudo —dijo Roger Segura en voz baja, acercándose a su amigo.
—Vaya huevos…
—Chssst, calla, calla…, no lo digas muy alto.
Cuando salió a cantar Massiel, Roger Segura y Jaime Baldrich se levantaron de la silla y, como seguramente tenían previsto, fueron a pagar. Reclamaron la atención del camarero, que seguía con entusiasmo la retransmisión, repicando ruidosamente con las monedas sobre el mostrador. Cuando vio que los dos jóvenes se reían de él y de todos, les dijo que no entraran más en ese bar y que iba a llamar a la policía. Dejaron propina obligada y salieron a las calles del Ensanche.
—Esta es la ciudad del no ser —como era habitual, Roger Segura tomó la palabra dispuesto a clavar nuevos dardos en el corazón del sistema—. Todos viendo a Massiel y nosotros callejeando como vagabundos. ¡¡Laaa, la, la, laa, la, la, laa, la, la, laaaaa…!!
De este modo se adentraron en la noche, descendiendo desde el Ensanche hasta las Ramblas, por un paseo de Gracia desamparado en el que las farolas iluminaban de manera medrosa. Cuando Roger Segura le preguntó a Jaime en qué pensaba, pues permanecía muy callado, este le dijo que pensaba en su hermano Rodrigo, y en si él estaría viendo el Festival de Eurovisión. En el momento en que pasaban por la fuente de Canaletas, del bar Nuria salía un grupo de gente. Por el fervor de su conversación entendieron que Massiel había ganado el festival. Roger Segura se acercó a preguntar y supo que el Reino Unido había hecho repetir la votación al perder por un solo punto de diferencia. Y que en la segunda votación, expresión que hizo reír a Roger, volvió a ganar España, cosa que le hizo reír aún más.
—Te das cuenta, que España gane algo gracias a una votación. Si esto no te hace gracia es que eres tonto… Pues habrá que celebrarlo…
Siguieron caminando Ramblas abajo hasta que en la calle Hospital Roger Segura giró a la derecha. Entonces le dijo a Jaime que él iba a ir a la calle Robadores, que si quería ir él también, hoy, que todavía era principio de mes, podía invitarle. Pero Jaime Baldrich le dijo que no, que le esperaba abajo, en la calle. Lejos de desmontar la visión de héroe que de Roger Segura tenía Jaime, aquel detalle no hizo más que aumentarla. Así se quedó Jaime Baldrich, vacilante en medio de la noche del barrio chino, amilanado, apoyado en un portal lóbrego por donde pasaban ráfagas de viento acariciando sus orejas y su cara, tratando de dilucidar cómo serían el cuerpo y la cara y la boca y las manos de la puta con la que su amigo celebraba la victoria de España en Eurovisión, y también pensando en cómo sería una mujer desnuda, imaginando una y otra vez, sin ropa y entregada, a Guendalina.
Por su parte, el resto de la familia Baldrich vio la retransmisión del festival desde Valldoreix. La pequeña Natividad no dejó de tararear el estribillo de la canción ganadora durante todo el fin de semana. Fue el domingo por la noche, al volver a casa, cuando se encontraron con Jaime. Al oír que entraban en la casa abandonó el salón, en el que se hallaba viendo la televisión, para encerrarse en su cuarto. No obstante, a la hora de la cena el mismo Jenaro Baldrich entró en la habitación. Se encontró a Jaime estirado en la cama, con la radio encendida y un cuaderno entre las manos.
—Es que tampoco vas a cenar con tu familia. ¿Tan poco te importan tu padre, tu madre y tus hermanos?
—Voy, ahora voy.
—Sí, será mejor que vengas tú, porque si no te traeré yo.
Jaime se levantó de la cama y acudió al salón. Al llegar saludó de forma concisa. Se sentó al lado de Rodrigo. No se dijeron palabra. La Charo llegó con una tortilla de patatas gigante, cuyo olor se esparció por encima de la mesa y despertó el hambre a toda la familia. La televisión permanecía encendida y las voces de las noticias del nodo atravesaban el silencio de la mesa y se pegaban a los oídos de los cinco. Que Natividad no hablara era un síntoma evidente de su cansancio. El rostro de Jenaro Baldrich denotaba agobio. Desde hacía unos años la vida familiar de los Baldrich cedía un enorme espacio a la mudez. Jenaro Baldrich partió un trozo de pan con las manos. Sagrario estuvo a punto de decir algo, pero prefirió seguir callada. Fue Rodrigo el que abrió la boca. Se dirigió a su padre. Así fue como Jaime se enteró de que el sábado el equipo de fútbol en el que jugaba su hermano había ganado un partido, y que él había sido expulsado por pelearse a mano abierta con un contrario.
—Hiciste muy bien, hijo mío. La gente sin sangre no sirve para nada. Cantamañanas, como el amigo ese rojo de tu hermano, ese… Tú, Jaime, ¿cómo se llama?
—Roger Segura.
—Eso, eso, Roger Segura, un cantamañanas. Ya te dije que no lo quería ver ni en pintura. Como algún día te pille con él, te acordarás bien de tu padre.
—Papá, ¿qué es un cantamañanas? —el impulso de la pequeña Natividad franqueó la mesa.
—Un cantamañanas es alguien que canta por las mañanas, hija mía…
—Entonces como la Charo, que siempre canta en la cocina, ¿ella es un cantamañanas?
—También, también.
—Pues se lo voy a decir.
—Corre, corre, Nati, díselo.
Y todos rieron salvo Jaime, que siguió masticando tortilla mientras pensaba en otras cosas, seguramente tiernas y fluidas como el huevo revuelto, cuajado entre las patatas. Pero entonces, después de elucubrar en silencio, mientras los otros bromeaban viendo correr a Natividad pasillo adentro al encuentro de la Charo y la risa, fue cuando descubrió que su hermano Rodrigo había sacado el tema del fútbol adrede, pues quizás habrían hablado de él y de Roger Segura durante el fin de semana. Por dentro notó circular un hormigueo que tenía la pulsación del desprecio. Sería ira. Es probable que llegara a preguntarse cómo era posible verse en aquellas circunstancias, después de haber nacido en la misma casa. Jaime Baldrich debió de sentir algo similar a la angustia, y a buen seguro experimentó la desolación de verse arrinconado en un lugar que, aun siendo suyo, intuía que no podía pertenecerle, envuelto en preguntas cuya respuesta se hallaba en otra parte. Y eso le dolió en exceso, el martillo de un pensamiento que no era capaz de discernir si le golpeaba en la cabeza o en el corazón, pues sabía que no sería la única vez que le asaltaría una duda semejante, como si no fuera él quien caminara en busca del destino, sino más bien como si el destino lo tuviera en sus manos y lo obligara a avanzar a su imagen y semejanza.