5.

Llegado el segundo curso de bachillerato, Jaime Baldrich dejó esos estudios. Abandonó el colegio San Miguel. El padre Silverio se reunió con Jenaro Baldrich y con su mujer y juntos llegaron a la conclusión de que lo mejor para el chico sería seguir una formación profesional. Así fue como ingresó en la Escuela Industrial, de maestría, situada en Conde de Urgel, a escasas calles de la casa de los Baldrich en Muntaner, a la que iba a pie, para seguir estudios de Administrativo, una especie de formación empresarial, con mucho cálculo y mucha contabilidad. Fue su padre quien le mandó ejercitarse en esa rama, con la intención de prepararlo para ingresar en Sandro Carnelli en un futuro próximo. Jaime tenía diecisiete años. Estrenó nuevos amigos y nuevas inquietudes. También él empezó a vestirse por su cuenta. Se habituó a llevar los dos últimos botones de la camisa desabrochados. La campana del pantalón bien repasada por la plancha de la Charo. Las zapatillas estudiadamente desaliñadas. Deseó por primera vez en su vida no llevar gafas, algo en lo que no había reparado hasta entonces. Se dejó el pelo largo hasta que una noche su padre se lo mandó cortar. Al día siguiente la Charo agarró unas tijeras y, como era costumbre con los dos chavales, le cortó el pelo. Después, cuando su padre regresó de Sandro Carnelli le dijo, mientras cenaban los cuatro en el salón, y eso es algo que Jaime recordaría para siempre:

—Así me gusta, el pelo corto. Como tu hermano.

Pero a pesar de los inconvenientes estéticos Jaime Baldrich conoció, en la escuela, un raudal de nuevas intenciones para combatir el franquismo. Entendió lo que significaba la palabra policía, el apellido Franco, ese país llamado España. Entabló contacto con estudiantes de clases más humildes, cuya finalidad no era sólo instruirse sino el aprendizaje rápido de un oficio para ganar un sueldo urgente. Se apartó del universo de curas y misas, del olor a incienso de la capilla, del patio con sotanas y cornisas, alféizares y gárgolas del colegio San Miguel, y pasó a respirar la intemperie de la escuela pública. Un nuevo mundo más desguarnecido. Vivió de cerca una manifestación a favor de la libertad de expresión. Corrió delante de los grises por primera vez. Conoció a Roger Segura, y con él, el movimiento de la nova cançó y otras músicas ajenas a las emisoras de radio. Acudía con entusiasmo a las clases. Sin llegar a ser consciente de lo que le sucedía, tanto a él como a su entorno, Jaime Baldrich se alejó de su hermano Rodrigo, ante cuya presencia se sentía cada vez más frágil. Podían pasar semanas sin que se hablaran. Cada vez que Jaime se cruzaba con Rodrigo en el pasillo o en el salón, o abriendo la nevera de la cocina, sentía que la vergüenza le absorbía las entrañas. Era un sentimiento incógnito, pero inevitable. Era miedo y era pusilanimidad. Jaime no podía aplacar la presencia de su hermano, a quien se obstinaba en ver como alguien más dotado para todo, alguien a quien también quería, a través del peso de los silencios que los separaban, a quien admiraba (y puede que, en ocasiones, también idolatrara) sin posibilidad de ser correspondido. Corría el año 1968. Barcelona se sumía en un arroyo de reivindicaciones nacionalistas que peleaban contra el régimen. Parecía que el tiempo que le estaba tocando vivir estuviera hecho a su medida. Jaime se sumó a la lucha. Junto con su nuevo amigo Roger Segura planeaban manifestaciones, fugas de presos, batallas campales, a la luz de bares clandestinos, que luego quedaban en simples delirios pero que iban forjando una filiación en la personalidad de Baldrich. Se acostumbró al sustento de Roger y por primera vez en su vida sintió que contaba con un cómplice. Sin saberlo, y sin que su padre, a pesar de todo su empeño, se diera cuenta, Jaime, al mismo tiempo que tarareaba canciones de Sisa, de Pau Riba, de Lluís Llach, de Pere Tàpies, de Guillermina Motta o de Joan Manuel Serrat, se iba alejando de los negocios y de la voluntad de Jenaro Baldrich, un hombre definitivamente entregado al practicismo, a la familia, a su actividad empresarial, a mantener los pies en el suelo, al seny y al organigrama de un presente que cree que existen el futuro y la estirpe, frente al inmovilismo y la siesta siempre, frente el apoltronamiento.

No obstante, por aquel entonces, Jenaro Baldrich se admitía alejado ya de Franco, un tipo demasiado anquilosado para él. Todo ello a pesar de que su Gobierno hubiera aprobado, un año antes, la nueva Ley de Representación Familiar, algo que interesaba a Baldrich. Sobre esa ley, Baldrich escuchó un discurso emitido por el procurador Tomás Allende, quien, emulando al jefe mayor del Estado, y respecto a las instituciones del país y a su apertura, dijo que «Esta ley permite acomodarlas a los cambios inevitables, con el asentimiento mayoritario del pueblo», y también recordó que esa ordenanza «Abre un nuevo cauce con sentido equilibrado y significa un paso importante en nuestro orquestamiento jurídico». Así se abría el camino a la democratización de las Cortes. Y Jenaro Baldrich sabía que su país aún estaba, en 1968, por politizar, y que el futuro estaba y seguiría estando en su emprendimiento y en la supervivencia del cosmopolitismo y de la independencia por encima de todo.

Roger Segura era alto y delgado. El flequillo rubio tan largo dejaba prácticamente escondida la chupada cara, en la que los dos pómulos se marcaban como cerros. El primer día que conoció a Jaime Baldrich ya se hicieron amigos. Roger le habló de los Beatles, del concierto que se llevó a cabo en la plaza de toros Monumental en 1965, que abrieron con «Twist and shout», al que había asistido pagando setenta y cinco pesetas, y en el que vio también a Los Sirex actuar como teloneros, y del fenómeno de la nova cançó catalana. Provenía de Aragón, de un pueblo llamado Segura de Baños, de ahí su apellido. Desde pequeño aprendió catalán, gracias a su abuela, que era de Camprodón y que emigró a Aragón junto a su hija, la madre de Roger, en un movimiento cuya finalidad era despistar el hambre, pues la familia de su padre poseía tierras en el pueblo y allí comían a diario. De este modo hizo saber a Jaime todas las veces que tuvo que trabajar en el campo, llevando a abrevar a las mulas, haciendo alpacas, acompañando a su tío en su labor de pastor; y sobre las ayudas dispensadas a su padre, criador de pájaros con aspiraciones empresariales, y cómo detestaba todo aquel universo. Porque lo que a Roger Segura le gustaba era la ciudad, conducir, beber en las bodegas, asistir a los partidos del Barça, reunirse clandestinamente, repartir octavillas, cantar en los conciertos los estribillos de Raimon y de Serrat, guardar como oro en paño los vinilos de Paco Ibáñez ilustrados por Saura o Dalí y reírse con Els Setze Jutges. Llegó a Barcelona solo, hacía ahora tres años. Vino para el concierto de los Beatles y no se fue más. Enseguida entró a estudiar en la Escuela Industrial, en contra de lo que sus padres, que seguían en el pueblo, hubieran querido. En cuanto vio que en Gracia había una calle llamada Camprodón quiso vivir en ella, y allí era donde vivía, en un piso alquilado que honraba la memoria de su abuela, y de alguna manera la gravedad del pasado. Así le hablaba a Jaime Baldrich cuando nadie más podía oírle, a borbotones, con ímpetu, como si pisara la realidad con las palabras, como si las palabras fueran un cilindro diestro en pulir las aristas de las circunstancias, utilizando términos como «luchar contra lo establecido», «supremacía militar», «què volen aquesta gent», «falso aperturismo», «esto en París no pasa», «oportunidad histórica», «Fidel Castro» y «Revolución cubana» que seducían el ánimo de su aliado.

Roger Segura estudiaba por las mañanas y por las tardes trabajaba en el café Canigó, en el barrio de Gracia, cerca de casa. Era vivo, astuto. Tenía la pericia de hombre de campo que sabía mezclar bien con una destreza urbana que cautivaba a Baldrich. Sus conocimientos sobre música, sobre pájaros, sobre libros secretos, sobre rincones de la ciudad reservados a polizones eran más amplios que la vida que había vivido Jaime. Roger Segura tenía vocación de mecánico, y eso hizo que Jaime le propusiera entrevistarse con su padre para que este hablara con Mateu, a ver si era factible una recomendación para los talleres donde habían trabajado, en los que a buen seguro se ganaría más jornal que detrás de la barra del Canigó. Así fue como Jenaro Baldrich conoció a Roger Segura. Al volver de la entrevista que mantuvo en Sandro Carnelli con el padre de su nuevo amigo, Roger se fue a trabajar. Desde el Canigó llamó por teléfono a Jaime, que estaba comiendo con la Charo en la cocina de Muntaner, mientras Sagrario dormía la siesta o fingía hacerlo, y le dijo:

Nen, nunca hubiera pensado que fueras tan burgués.

Quedaron en verse más tarde. Despuntaba la primavera del 68. Barcelona lucía unos árboles plataneros copados de verde. El barrio de Gracia se unía al del Ensanche. Las calles se buscaban, guarnecidas de Seiscientos, de 2CV, de Vespinos, sidecares, de humaredas y de viandantes, unas tras otras, sin llegar a encontrarse. Una especie de inquietud urbana poblaba los parques. Los bares se llenaban de caliú, en ellos la mañana tenía por costumbre juntar a los repartidores de gaseosa con los primeros cafés, y por las tardes se transmutaban en espacios reservados al bullir juvenil de asociaciones indebidas o arriesgadas. La vida pasaba bajo el manto negro que el régimen mantenía extendido a lo largo y ancho de toda la Península. Un país en manos de tecnócratas a la orilla del declive, dejando discurrir el tiempo al amparo de grandes complejos industriales.

—Es a la gente como tu padre, y lo que representan, a los que habría que eliminar, con perdón —le dijo Roger Segura horas después, en la barra del bar Funicular, en la calle Gerona, esquina Consejo de Ciento.

—No, mejor a la gente como mi hermano. Ese sí que es malo —contestó Jaime, mientras encendía por primera vez un Peninsular, antes de empezar a toser de manera compulsiva, al borde del ahogo y ante las risas de Roger Segura. Tuvo que quitarse las gafas. Tosió repetidamente y tardó más de diez segundos en poder hablar—. ¿Ves esta cicatriz? —Jaime se llevó la mano derecha a la frente y con el dedo índice se palpó encima de la ceja—. Me la hizo él, a los nueve años, me tiró de la bici. Todavía no me he vengado, pero un día lo haré.

—No tengas prisa… —Roger Segura se acercó a Jaime y casi tocó con los dedos la señal de la frente—. Pero la cicatriz es grande, collons

—Si mi padre me ve fumar, me mata —pudo decir Jaime sintiendo en su garganta la presencia de unas grietas repentinas.

—¿Y tu madre?

—Mi madre no me quiere.

Entonces Roger Segura prefirió callarse. Se giró hacia el camarero y pidió dos nuevas copas de ponche con hielo. Acercó hasta sí el Abc, ligeramente húmedo, que había en el mostrador, y leyó en la información deportiva que Johan Cruyff y Rinus Michels no eran tan amigos como parecía. Jaime volvió a inhalar el cigarro y tosió mucho menos. Se golpeó el pecho y se miraron a los ojos.

Aquest any tampoc, la Lliga —agregó Jaime mientras se colocaba las gafas.

No, però sempre serem diferents. Luchamos contra todos. Y ganaremos la Copa, la de su Generalísimo, que les jode más.

Al girarse para coger la botella, del mostrador cayó El Noticiero Universal. En portada aparecía Carrero Blanco opinando sobre la Ley Constitutiva de las Cortes, y Roger Segura agregó:

—Ya ves, esta es la prensa de los burgueses como tu padre. La clase obrera no tiene medios. Sólo se conoce la opinión de la burguesía. A nosotros nos cuentan lo que quieren. El obrero no tiene medios para comunicar sus ideas. Se entera leyendo una prensa que no le representa.

—Nunca lo había pensado. Tendríamos que hacer un periódico nuevo. ¿Te imaginas?

—Sí, que se llamara como la película esa… La dolce vita

—Eso, la dolce vita con la mia amica Guendalina.

—Esa es la que te gusta, eh, golfo…

—Sí —añadió Jaime, sonriendo de oreja a oreja, como un niño, y balanceando la mano con los dedos juntos—. Mi piace tantissimo.

—Otra costumbre burguesa, los idiomas. Mira que eres raro…