El día que a Sagrario se le ocurrió pensar por primera vez en la comunión de su hija es probable que estuviera aburrida o angustiada, pues todavía faltaban cuatro años para que se celebrara y reparó, como si una cosa tuviera que ver con la otra, en que hacía más de un año que no recibía ninguna carta de Ignacio Párbole. Se inquietó, mentalmente, y pensó lo que no quería imaginar.
Tenía amontonadas una cuarentena de cartas. Todas ellas cerradas, salvo dos. Veinte años de cartas recogidos en un fardo, en el fondo del armario, bajo su ropa, como algo más cercano a un amuleto que a toda una vida escrita. Que tantos años abarcaran un espacio tan pequeño fue algo sobre lo que Sagrario evitó elucubrar más de la cuenta. No obstante, debió de trasladarse mentalmente hasta Argentina, fantaseando contrastes entre ella y la España que le había tocado transitar, y más concretamente hasta Buenos Aires, y todavía más hasta lo más doméstico de aquella dirección que se sabía de memoria, Maipú 644, Capital. Y entonces se decidió a escribir.
Los dos hermanos Baldrich ya tenían dieciséis y quince años en 1966. Los granos que poblaban su rostro otorgaban un viso grotesco a su edad del pavo, y los primeros pelos en el bigote intimidaban al espejo. La curiosidad de la Charo empezó a descubrir en las sábanas de los chicos manchas adolescentes, sólidas, que arrugaban la tela y que llevaban el nombre de Guendalina. Cada uno se hizo con un grupo de amigos. Rodrigo Baldrich convenció a su padre de que lo apuntara a fútbol, y por indicación de Mateu empezó a jugar en la Penya Barcelonista de Sants. Entrenaba en el campo de la Magòria, construido al final de la Gran Vía, en las afueras de la ciudad, más abajo de la plaza de España, por donde la urbe buscaba nuevos barrios dormitorio y también el aeropuerto. Animado por Mateu y por su padre, logró hacerse un hueco entre los titulares. Ciertos tics de futbolista se instalaron en sus piernas y en sus pies. Su cuerpo se iba moldeando. Desde entonces se le quedaron las piernas ligeramente arqueadas. Hizo nuevos amigos en el equipo. Adquirió también la costumbre de ducharse repetidas veces al día. Por su parte, Jaime no quiso seguir practicando deporte. Se decantó más por las clases de italiano de Guendalina y por una timidez considerable. Sobre todo cuando la profesora, el día de su santo, al enterarse, le obsequió con la pulsera de cuero que siempre llevaba y que tantas veces había elogiado Jaime. La suya era una cortedad que lo mantenía encerrado en su cuarto largas tardes, leyendo revistas, fotonovelas, escuchando en la radio noticias sobre Franco, sobre las costas de Estoril en las que veraneaban unos monarcas llamados Borbones, alusiones al Consejo de Regencia, reflexiones de Calvo Serer o Bobby Deglané, anuncios de Cola Cao y el Carrusel deportivo en Radio Nacional, y en Radio Barcelona la media hora de consejos de la señora Elena Francis, que contestaba con rigor y con voz enigmática, tan real como la mentira, desde su consultorio radiofónico, a las cartas, siete por programa, escritas con todo tipo de dudas, sobre todo sentimentales, por parte de los oyentes. Aquel era un programa que también escuchaba la Charo en la cocina, y cuya sintonía ya le resultaba familiar; y asimismo oía cosas sobre el funcionamiento de la recién aprobada Ley Orgánica, o sobre los avances de los nuevos pantanos y la venta de automóviles, pensando en la nada, vislumbrando el tejido de la luna que iba a ser pisada por los americanos pocos años después, y aislado por muchas canciones, de Los Brincos, Los Pekenikes, Los Sirex, Los Mustang, Alberto Cortez, Adamo y Raphaël, que aquel año copaban las listas, retraído, como envuelto en una inquietud estancada, entonando a solas «Quiero una mo-to-ci-cle-ta…» o «Quiero estar borracho otra vez, otra vez…», únicamente entorpecido por las llamadas a la puerta de la sirvienta, que le traía la merienda y le preguntaba cómo estaba, o por los momentos de paso por los libros de texto con la historia de reyes y conquistas e invasiones, y las raíces cuadradas y su patraña de cifras despiadadas, o la dureza de la corteza y de las capas de los minerales. De este modo empezaba Jaime Baldrich a llenar su mundo de preguntas y a aficionarse a la música.
Aquella fue la época en que Rodrigo Baldrich adquirió la costumbre de mojarse el pelo antes de pasarse el peine. Es factible creer que lo vio hacer alguna vez a su padre y que el inconsciente le guiara. Se alisaba el pelo mojado hacia atrás, en perfectos trazos. Se inició en la rutina de combinar la ropa a su antojo y escoger el color de los mocasines, pasando del granate al negro, y de ponerse los jerséis de pico, dejando siempre el cuello de la camisa por fuera. A su vez entabló contacto con la empresa de su padre. Empezó a entender el negocio, a ser hábil con las cuentas, a saber discernir entre un pedido en firme y otro con material en depósito, lo que era un plazo de noventa días, una oferta, los portes de un transporte, los productos en stock, cuáles eran los empleados más trabajadores y a mirar a las operarias, muchas de ellas de su misma edad. Por su parte, Jaime Baldrich repitió curso y quiso tener el pelo largo y tocar una guitarra. Eso también separó a los hermanos, de aula y de vida. Lejos de sentirse frustrado, Jaime sintió consuelo. Fue la época en que comenzó a labrarse una personalidad propia, sólida, muy suya, fundada en el retraimiento. La pequeña Natividad, rellenita, bien mantenida, empezó a frecuentar con ganas las clases de catecismo, algo que sí llevaba a cabo en el San Miguel. Así se preparaba para recibir a Cristo, como lo habían hecho sus hermanos, en la misma iglesia, y rodeada de otros alumnos de su edad.
El Barça seguía sumido en la vorágine de destituciones absurdas y eso era un tema de conversación entre Mateu y su jefe. La ciudad crecía. Su contorno se iba ensanchando. Nuevas modas se apoderaban de ella. Curiosamente, a medida que se iba desplegando se le iba haciendo más pequeña a Jenaro Baldrich. Cabía en su mano. La nueva nave, ubicada en Esplugues, era una apisonadora que facturaba mucho más de lo que el señor hubiera imaginado años atrás, pero que para él nunca era suficiente.
Tres meses después de que Sagrario se hubiera atrevido a enviar una carta con su nombre escrito en el remite a Buenos Aires, llegó la respuesta. Fue una mañana de otoño. La señora regresaba a casa después de haber dejado a su hija en el colegio. Abrió el buzón como solía hacer todas las mañanas y se topó con la visión de un sobre conocido. Como si a su edad ya no pudiera dolerle el amor, o tal vez por escrutar un rayo de alegría, Sagrario rompió su juramento. La criada le anunció que bajaba al mercado. Le pidió dinero. Sagrario se lo dio. Luego se quedó sola en la cocina. A fuego lento hervían restos de carne que luego animarían la escudella. Olía a guiso de la Charo. Se sentó y abrió el sobre. Debió de apartar el delantal que la servidora solía dejar sobre la mesa. Sacó la hoja escrita por las dos caras y empezó a leer.
Buenos Aires, 20 de noviembre de 1966
Querida Sagrario:
No te podés imaginar la alegría que ha significado para mí, y también para toda la familia, haber recibido noticias tuyas, vuestras. Ver escrito tu nombre junto al de Barcelona y el de España en el sobre me arrugó el corazón y no lo podía creer.
Saber el nombre de tus tres hijos (por cierto, toda una casualidad la coincidencia de Jaime y de Rodrigo, que un poco más y nacen juntos) es algo que me ha hecho especial ilusión. Ahora sólo me falta conocerlos.
Pero lo que más me ha gustado ha sido saber de tu puño y letra que eras feliz y que siempre lo has sido en compañía de mi primo. Me he alegrado mucho por los dos. También Andrea, y también Nicolás y Martín, que ya son dos hombres casi más altos que su padre, que ya no quieren verme a la salida del liceo y quienes se mueren por conocer un día a sus primos de Barcelona.
Si no te he escrito antes, y durante mucho tiempo, ha sido algo circunstancial. Tarde o temprano acabaría haciéndolo, pero el hecho de haber recibido una carta tuya por primera vez en tantos años me ha sentado directamente a esta mesa desde la que te escribo.
Por aquí las cosas están muy agitadas. Tengo que decirte que estamos preocupados. Una especie de desconfianza se ha instalado en la vida de este país. Ha habido un golpe de Estado. A mí, personalmente, me ha vuelto a talar el ánimo. Illia, que como ya te expliqué era nuestro nuevo presidente radical, el de Unión Cívica, fue tremendamente desprestigiado, en algunas revistas de acá lo empezaron a llamar «la tortuga» y así siguió haciéndolo todo el mundo. Los milicos necesitan poco para ponerse manos a la obra. Que todo un país se riera del presidente bastó para que comenzaran a jugar con la chulería que les caracteriza, babeando, felices de poder destruir. Atacar al débil es muy fácil. Prepararon el golpe, curiosamente también apoyado por sectores populares (cómo puede ser, te preguntarás, pues es, sencillamente…) y hasta por Frondizi… Así que el 28 de julio se presentó en el despacho de Illia un grupo de jefes del Ejército, armado y escudado, y provocó la salida de Illia, aunque tuvieran que sacarlo a la fuerza de la Casa Rosada (nuestra casa de gobierno), y desde el día siguiente manda el general Onganía. La indiferencia ciudadana es total. Nos dedicamos a seguir, sin pensar a largo plazo. Cuando estás bajo el control del Ejército no es inteligente hacer muchos planes…, debés tener en cuenta que te gobierna alguien cuyo oficio es nada más y nada menos que matar. Como decía mi papá cuando salimos de Comarruga, yo también prefiero la peor de las democracias a la mejor de las dictaduras.
Pero no todo tiene que ser malo. Buenos Aires está tan primaveral que no quiero ni imaginar el frío que estará llegando a Barcelona. El domingo pasado estuvimos en El Tigre, en casa de amigos haciendo un asado, pasé a visitar a los primos, no nos quedamos mucho. Andrea continúa trabajando en Primera Plana, y yo sigo en el estudio con nuevos proyectos que ya te iré contando. Acaban de llegar Nico y Martín y ya preguntan por la comida, que por qué no les he preparado una picada, vos creés, tener hijos para esto…
Con muchas ganas de verte, ahora que nos atrevemos a desmentir el tango: pues cuando volvamos a vemos ya no seremos dos extraños, cómo cambian las cosas los años, perdón si no me ves lagrimear, los recuerdos no nos harán mal.
Con amor del bueno, recibe un abrazo de tu amigo
ignaciopárbole
Es muy probable que Sagrario, después de leer por segunda, e incluso por tercera vez, la carta, se acusara por haber mentido, o por no haber dicho la verdad, no sólo al primo de su marido, sino también a ella misma. A lo mejor se preguntó si estaba enloqueciendo, o si la vida era eso y nada más, su casa y su familia, los Baldrich, esos niños a los que no atendía igual, una tendencia sesgada hacia el amor, un puñado de pasado que no existe guardado en un armario y un monedero lleno en tiempos de afrenta. No debió de reparar en muchos más dispendios emocionales, porque enseguida llegó la Charo, cargada con bolsas: aceite, vinagre, varios kilos de patatas, garbanzos, judías, galletas… Como queriendo desvanecer rastros de una nostalgia más inventada que otra cosa, en lugar de preguntarle a la Charo por qué era ella quien subía la compra y no había dejado el encargo a uno de los mozos del mercado, Sagrario habló de la comunión de su hija, para la que faltaba tiempo, pero cuyo banquete ya estaba claro que se llevaría a cabo en Valldoreix. En un destello de memoria dijo que tenían que invitar a Petra y a Quimet, que seguro que les haría ilusión, no sólo acudir a la celebración sino también conocer la casa de Valldoreix, porque además eso alegraría mucho al señor. Y en un arranque llamó a Tarragona y habló con Petra, que contestó con la voz llena de estrías, envejecida y abstraída, como si su voz fuera el espejo de la edad.
También llamó a sus tíos de Barcelona, los de la calle Gerona esquina Valencia. Al hablar con su tía, Sagrario se acordó del olor de la escudella y solicitó a la Charo que se apresurara con la elaboración de ese plato. La memoria de la señora burbujeaba. Así regresó a la primera cita con el señor, en aquella estación de Tarragona, hedionda, y al sabor de la ensaimada disuelta en la boca junto al café con leche en la tenebrosidad de la calle Petrichol. La noción del deber de la Charo le hizo seguir la corriente a Sagrario. Asintió a cuanto ella declamaba con un extraño resplandor en los ojos. De este modo organizaron el menú de la comida de la comunión que iría a celebrarse cuatro años después. Como quien habla de un delirio o de algo imposible, idearon juntas la distribución de las mesas en el jardín. Planificaron aperitivo, postre, manteles y cubiertos, vasos y licores. Los dos hijos tendrían que ayudar a servir, y ella, Sagrario, también lo haría.