El padre Silverio, uno de los curas y director del colegio San Miguel, aprovechó una tarde en que Sagrario acudió a recoger a sus hijos a la puerta de la escuela para hacerla pasar a su despacho. Allí supo la señora Baldrich lo que ya podía intuir: los dos hermanos no avanzaban a la vez. Aquella confirmación no le sorprendió. Aceptó sin enojos el informe. Escuchó atenta al padre Silverio su disertación sobre la buena conducta de sus hijos, así como el repetido discurso sobre la importancia de que la educación siguiera recayendo en manos privadas, es decir, en manos del catolicismo contribuyente más «sensato», pues ante la alarmante carencia de escuelas y del consiguiente aumento de la tasa de analfabetismo, real y funcional, en el país, el colegio San Miguel constituía una especie de baluarte ante los tiempos de apertura que circulaban por la calle. Además, en la revisión médica que se había llevado a cabo la semana anterior, Jaime Baldrich denotaba importantes carencias en la vista. Su miopía, para su edad, ya a punto de cumplir trece años, era excesiva. Dos dioptrías en cada ojo. Nadie se explicaba cómo no lo había dicho o cómo nadie se había dado cuenta. No obstante, y a pesar de esa extrañeza, ante las súplicas de su hijo Rodrigo apuntó a los hermanos a balonmano, que era la actividad deportiva que más sensación causaba entre los alumnos del colegio San Miguel, tradicionalmente ligado a ese deporte. Al despedirse, el padre Silverio tendió la mano a la señora Baldrich y le expuso abiertamente:
—Señora, nuestra labor y nuestra obligación siempre será la educación de sus hijos. Debemos legitimar de algún modo el régimen ante la sociedad cristiana, que son ustedes. Y nada más, vaya usted con Dios.
En la óptica Julio Cambra de la calle Casanova, junto al hospital Clínico, Sagrario encargó los cristales y las gafas para Jaime. Luego pasó por la panadería y compró a los chavales coca de piñones para la merienda.
Así iban creciendo los hermanos Baldrich, atravesando aquella década de permutas urbanas en el barrio, de renacimiento comercial, de planes de desarrollo, de exilios industriales, de peticiones vecinales desoídas y de un equipo de fútbol que, en las eliminatorias europeas, sacaba de sus casillas los nervios de Jenaro Baldrich. El Madrid de Di Stéfano arrasaba en Europa y el Barça de Kubala iba a remolque. A pesar de ello, Baldrich vivió la altura que ofrecía el Camp Nou, cuya inauguración había tenido lugar el 24 de septiembre de 1957. Estaba tan habituado a ir a los partidos con Mateu que si en alguna ocasión el joven no podía, a Baldrich le daba pereza hacerlo solo. Juntos vivieron la gloria de los cincuenta y la crisis de la década de los sesenta. Discutieron la destitución de Helenio Herrera, que les pareció precipitada después de haber ganado dos Ligas, y la marcha de Luis Suárez. También compartieron la decepción de la derrota en la final de la Copa de Europa, disputada en Berna en 1961, aquella noche en la que juntos, desde la casa de los Baldrich, increparon a los postes y llamaron de todo a la suerte. Así, Jenaro Baldrich estuvo en la grada del estadio en la eliminación del Madrid con gol de Evaristo en plancha, adelantándose al portero con tanta habilidad que llenó el campo de delirio con aspecto de pañuelos blancos. En alguna de las tardes de euforia fue cuando Mateu le hizo saber a Jenaro Baldrich que aquello no sólo era un campo de fútbol, aquel espacio era uno de los pocos escenarios públicos donde los aficionados se podían expresar libremente. Era un símbolo. Más que un club. Eso gustó mucho a Baldrich, que comparó, ante la correspondiente aprobación de Mateu, el aperturismo del Barça con su empresa, que tendría que ser cosmopolita, y punto de encuentro de gentes de todas partes, con nombre extranjero, embajadora de su apellido, de Cataluña y de España en el exterior.
Era la época de los gobiernos tecnócratas, ávidos de contingencias, del Opus Dei. El día a día se caracterizaba por un gran progreso económico y una liberalización de las costumbres. Comenzaban a implantarse los planes de desarrollo. Despegaba tímidamente el turismo. La familia Baldrich seguía su ritmo de vida, entre semana en Barcelona y el fin de semana en Valldoreix. Ese hábito se convirtió en una rutina que duraría muchos años.
Jaime Baldrich estrenó gafas y descubrió un barrio diferente. Al salir de la óptica, una semana después, con las gafas puestas, pudo apreciar la intensidad de los colores en los árboles, en los parques, en los coches y en las fachadas. Es probable que sintiera que veía el mundo por primera vez, aunque eso era algo que no sabía explicar entonces. Su hermano Rodrigo se probó las gafas y enseguida se las quitó gritando:
—¡Qué mareo!
Y así siguió Muntaner arriba botando una pelota, con los calcetines comidos y con pantalones cortos, dejando atrás a su madre y a su hermano. En casa, la eterna Charo esperaba con la merienda de pan y chocolate a punto. Desde hacía un mes, por deseo de Jenaro Baldrich, y gracias a un contacto de un cliente napolitano, una joven italiana llamada Guendalina enseñaba conocimientos de italiano a los hermanos Baldrich, que permanecían atentos a la novedad del acento y a los escotes de la italiana que hacían más agradables los deberes.
Así se llegó al verano de 1964, cuando Jenaro Baldrich puso a sus hijos ante el televisor y les hizo ver con él y con Mateu la final de la Eurocopa, que se disputaba en el Santiago Bernabéu, en Madrid, entre las selecciones de España y de la Unión Soviética. En ese mismo escenario estos dos equipos no habían querido disputar, cuatro años antes, los cuartos de final de la Eurocopa de 1960, alegando motivos políticos. Así que ese partido no era una final, sino una pelea entre países con ideologías políticas totalmente opuestas. El Generalísimo presidía el encuentro desde el palco de autoridades del estadio. Cuando apareció en pantalla, al lado de Santiago Bernabéu, Baldrich anunció a sus hijos:
—Ese, ese. Ese es Franco, el Caudillo.
El partido congregó a 79 000 asistentes. Aquella cita llamó la atención de todo el país. Consiguió su agitación, y su épica. Para alegría de los Baldrich acabó con la victoria española gracias a un tardío gol de Marcelino, de cabeza, que consiguió desempatar el encuentro batiendo a Yashin, la Araña Negra, levantando del sofá a Jenaro Baldrich y haciendo poner cara de circunstancias a Mateu. Baldrich lo vio y le dio con la mano en el hombro:
—Coño, Mateu, mira que eres duro de mollera, eh…
Aquella época fue la del despegue y ascenso de Sandro Carnelli. Baldrich puso en marcha la nave de Esplugues. Aprovechó la efervescencia del fenómeno de la emigración, que abastecía a Cataluña de mano de obra, para contratar a numerosos trabajadores, que aportaron a Sandro Carnelli acentos diversos y variedad de colores de piel. El gallego José Antonio Montoya Luengo era el más antiguo y ejercía ese papel con garbo y con gusto. Baldrich vio que funcionaba. Y supo leer el futuro en su propia caja registradora. Diseñar, producir, distribuir. De los trapos, las servilletas, los delantales y los calcetines se pasó a las cortinas. Recibió el encargo de numerosas compañías de autobuses y de barcos. Y luego dio entrada a las camisas, los pantalones de vestir y los jerséis de material mezclado, lana y poliéster. Y así, cuando en 1966 las Cortes españolas aprobaron la Ley Orgánica del Estado, ordenamiento institucional que fue corroborado por el referéndum celebrado el 14 de diciembre, Jenaro Baldrich, analítico y racional, ya con su empresa expandiéndose, quiso ser protagonista y le hizo un regalo a su perseverancia. Con la euforia de los resultados de Sandro Carnelli como bandera, ya que nunca había descartado para su fuero más interno el éxito público, confiado de su triunfante coherencia y desconfiado de ideologías ajenas a su pensamiento, el nuevo Baldrich decidió hacer un guiño a la política barcelonesa. Pretendió coquetear con el espejo, allí donde cada mañana aparecía el brazo derecho de sí mismo.
Su condición de hombre emprendedor, ambicioso, con esquema intelectual diáfano, no podía no comprometerse con el cambio. Desde el momento en que se sintió mental y económicamente independiente, empezó a interesarse por la política activa. Aprovechó entonces la refrendada Ley de Prensa de Fraga Iribarne, que permitía hablar de política en lugar de economía, y, de este modo, la misma capacidad de dinamismo que imprimió a su empresa la trasladó a la máquina de escribir que tenía en el despacho y llegó a publicar en El Correo Catalán, en El Noticiero Universal, en Actualidad Económica, en el Diario de Barcelona y hasta en La Vanguardia artículos como «Ocaso político y económico de Barcelona. Orígenes y remedios», «Balanzas comerciales. Soluciones alternativas positivas», «¿Saben qué? Mi ciudad está cansada de preguntas», «¡Enemigos de la siesta!» o «Atención, señores, aquí la nueva clase media emergente», que firmó con su apellido en mayúsculas, precedido tan sólo de una jota y de un punto, que lo pusieron en boga entre los recientes líderes de una apertura esperada y que le hicieron comprender que la prensa representaba únicamente a su clase. En una ocasión, en una cena de patronos a la que fue invitado, interpretando el subsidio otorgado a unos trabajadores huelguistas, advirtió a sus colegas empresarios de la necesidad de multiplicarse, de ir atesorando fondos para cuando los sindicatos acordasen acudir a la huelga, y de la necesidad incluso de controlar a las asociaciones, porque si no los obreros terminarían organizándose de forma secreta, acopiarían cuotas clandestinas y sus líderes estarían también encubiertos y podrían tocarles los huevos y mandar al garete el mecanismo de industrialización que burbujeaba sobre todo en Cataluña.
Sin embargo, a pesar de la popularidad de la que gozaba en algunos ámbitos, una vez intentó buscar su apellido en las colecciones de la llamada prensa del Movimiento, y no lo vio por ningún lado. Hasta tres meses estuvo esperando para asistir a la tertulia de un programa de radio al que había escrito y llamado y al que para su asombro no fue convocado. Además, descubrió que se usaban sus textos, sus máximas, sus exhortaciones a favor de la disposición al servicio del pueblo llano o del empresariado que viaja con intención de aprender y no de aleccionar, pero no se decía de quién eran. Se sintió ninguneado. Así, reparó en que sólo había un jefe en el país, un jefe rodeado de estómagos agradecidos, de jefes más pequeños, sumisos, que exigían total aquiescencia y pagaban con mutismo. Y cuando el Caudillo dijo con voz artificialmente perentoria, de pie ante la cámara, en directo para todas las pantallas del país que: «Queremos unas Cortes eficaces, ágiles, estudiosas, con gran sentido de sus deberes y sus derechos, dispuestas siempre a ejercer con alteza de miras y con aguda inteligencia su labor de fiscalización y de creación de la vida política, porque nuestra revolución es progresista y profunda, y yo espero la colaboración de todos los hombres con vocación política, con afán de servicio a la patria», Jenaro Baldrich, tal vez por no llorar, se retiró al silencio. Puede que recordase por momentos la palabra cosmopolitismo, que tanto le había seducido, y se acordase de quién era, diciéndose para dentro «zapatero, a tus zapatos».
Desestimó seguir tonteando con la política y se dedicó por completo a sus negocios de ropa con precios populares; ropas para la clase media. No dejó de suministrar a comercios y bazares, sastrerías de barrios y del centro. Pero pronto quiso tener su propia tienda. Un establecimiento con batas de colegio, delantales, toallas, cortinas y trapos de cocina a un lado, y en el otro camisas, pantalones de tergal, blusas estampadas, chaquetas y pijamas para mayores y niños. Fue entonces cuando también pudo verse el nombre de su empresa en anuncios, resaltado en páginas enteras o medias de La Vanguardia o El Correo Catalán, incluso a menudo impares, en las que se leía, a la vista del mundo: MODA PARA TODOS. Sandro Carnelli y debajo, con letra minúscula: «Lo último, al mejor precio». Las prendas que también iban a Nápoles en barcos y después en camiones y que los operarios cargaban y descargaban le hicieron impacientarse por abrir más tiendas, y así se fue forjando su dinamismo buscavidas hasta que un día Jenaro Baldrich se dio cuenta de que Mateu Mallol solo no era suficiente y de que tendrían que ser sus hijos, su sangre, la propia familia, los que se implicaran con la causa que les había llenado de privilegios.
La vida de pueblo en Valldoreix se alteraba profundamente cuando aparecía el señor Baldrich. Con su torpe cachondeo, sus reservas, sus tapujos. Ya fuera a la salida de la iglesia de San Cebrián, o mejor, entre sorbos de café y coñac, rodeado de abogados, consejeros, procuradores, limpiabotas y rentistas. Baldrich inundaba el bar de ideas afiladas, llamaba a las cosas según su consideración —«asalariados» a los pobres y a los empresarios «inventores de bienestar», terminaba algún discurso declamando «porque las ropas, como son» o «como deben ser»—, siempre amigo de la resolución y sin sacar nunca los duros primero. Así hizo lo que hizo, gastando bromas mientras pagaban los otros. Ahí estaba Jenaro Baldrich, estirado, arrogante, conservador de su revolución interna, protector del culto a la apariencia y del cosmopolitismo de su equipo, tan seguro de sí mismo, a ratos acompañado por una mujer carente de costumbres burguesas, de aspecto taciturno, hazmerreír, en secreto, de propietarios y hasta de camareros.
Era en la España de la década de los sesenta, la del segundo Plan de Desarrollo y la del auge del Seiscientos, la del boom turístico de sol y playa, la de la multiplicación de los televisores, la de guateques y ponches, la de la joven Ley de Prensa, pero también la del crecimiento natalicio desmesurado cuando Jenaro Baldrich, el pequeño del clan y el único hereu, sintió que lo que su padre, don Eustaqui Baldrich, le había dado en herencia era la responsabilidad de prolongar y mantener la dinastía. Y no sólo eso, también la mentalidad enérgicamente catalana y un autoritarismo patriarcal y la fe liberal, la misma que le permitió estudiar una carrera cuando más de medio país de su edad se partía la espalda labrando o escondiéndose en las montañas del acoso de los tricornios.
Entonces, en medio de aquella España, Jenaro Baldrich ya había sido joven y nada pendenciero. Ahora era un industrial, serio, poco convencional en el trato con los operarios, detractor de encorsetamientos pero claro y ambicioso con los números y sus resultados. Entonces ya tenía los niños bien criados por la docilidad y los miramientos de Charo, los tres uniformados, en el colegio San Miguel los chicos, y en las Mercedarias Misioneras la pequeña Natividad, colegios a los que iban cada mañana, con el apellido Baldrich en la cartera y en los ojos, con cuatro palabras de italiano en la memoria, y con una vida por delante.