En marzo de 1963 Natividad Baldrich ya corría por el pasillo de Muntaner y decía mamá, papá y Charo. Llamaba «tetes» a sus hermanos, de los que en su día heredó el tacataca, y le costaba aguantar según qué halagos. Se agarraba a cuanto pillaba cerca. Era mofletuda y comía sin desmayo. Ante las comidas y los horarios se mostraba igual de dócil que su hermano Jaime, que era quien le prestaba más atención. Parecía que siempre se quedaba con hambre. Años después de aquellos días su madre no recordaba haberse despertado ni una sola noche para atenuar sus lloros. La que hasta la fecha había sido la habitación de la yaya se recicló como cuarto de los trastos. Allí se ubicaron el caballo de cartón y la cocina de madera que había recibido Natividad Baldrich como regalo de Reyes hacía dos meses. También allí colocó ella misma la muñeca que le regalaron Mateu y Gloria nada más entrar por la puerta, aquella tarde, cuando vinieron a cenar a casa, invitados por Jenaro Baldrich. Un acto de cortesía aderezado con buen vino y el pato a la naranja de la Charo. Pese a que acababa marzo, Sagrario, más friolera que su marido, todavía era partidaria de encender la chimenea, por lo que el salón de los Baldrich se convertía en una cálida estancia. Los invitados recibieron en las mejillas la caricia del fuego y dejaron sus abrigos en manos de la sirvienta. Ocuparon el salón. Esperaron la llegada de un aperitivo departiendo con Jenaro. Tomaron asiento en los sofás. En la televisión sonaban canciones en idiomas excepcionales. Estaban ante el Festival de la Canción de Eurovisión. El evento era retransmitido desde Lóndres. La presentadora Katie Boyle invitaba a salir al escenario, en ese mismo instante, a la representante de Mónaco. La Charo depositó sobre la mesa una bandeja con copas llenas de refrescos y vermut y un plato con frutos secos. Tras los aplausos, una joven y escuálida Françoise Hardy empezó a declamar: «L’amour s’en va, et le tien ne saurait durer, comme les autres, un beau jour tu vas me quitter…» y Mateu, que había recibido una copa de Cinzano de manos de Jenaro, antes de sorber y sin ningún miramiento, soltó:
—Ho veus, jefe, com en català.
—¿El qué?
—El francés, que se entiende todo. L’amour s’en va, l’amour se’n va. Igualito. El amor, que se va, dice, y que no podrá durar y yo qué sé qué más… Es que va muy rápido… pero me parece más fácil que el italiano.
Mateu y Jenaro sonrieron. Ahora sí, sorbieron sus copas y Baldrich se mostró contento de tener a Mateu en casa aquella velada. Cuando el olor del guiso llegó de la cocina al salón apareció la Charo, que parecía sustentar esa fragancia, y se acercó para decir algo a la señora. Entonces se levantaron y se sentaron alrededor de la mesa. De tan limpia, la cubertería parecía que iba a centellear de un momento a otro. Por indicación de Jenaro también los dos niños debían cenar con los mayores. La televisión se quedó prendida, con la voz y el rostro de Nana Mouskouri, representando a Luxemburgo, luciendo gafas e indolencia. Jenaro Baldrich descorchó una botella de vino tinto. La criada sirvió con tiento el consomé. Puso más caldo a los hombres. De los platos emergía humo. Todos soplaron antes de llevarse la cuchara a la boca. Se oía el recorrido de los cubiertos escarbando en el fondo de los platos. Jenaro y Mateu empezaron a hablar sobre Sandro Carnelli. Salió el tema de Italia. Dijeron nombres de clientes y de proveedores. Fijaron fechas para empezar en la nueva nave. Mateu se limpió brevemente los labios con su servilleta. Luego la miró y, mostrando al resto la tela, dijo:
—Qué buenas son. Se nota de dónde vienen —lo que arrancó sonrisas a los comensales y condujo a un brindis conjunto.
Entorno y ambiente lograban cuajar dejando la noche en su punto. Los niños empezaron a tontear con los cubiertos. Un trozo de pan se cayó al suelo. Sagrario arrastró la silla suspirando, se agachó, lo recogió, lo besó y lo volvió a dejar encima de la mesa. Cuando Rodrigo le pidió a Jaime que le acercara la botella de naranjada este no se dio cuenta. Rodrigo le pinchó en el brazo con el tenedor. Jaime se resintió y emitió una breve queja. El padre de ambos pidió educación, pero Rodrigo reincidió y Jaime volvió a quejarse, esta vez con más ímpetu. Entonces Rodrigo no pudo evitar reírse al tiempo que añadía:
—¡Si es que es tonto! ¡Hasta en el colegio le llaman mongolo!
Aquella última frase, en voz de Rodrigo, se clavó en la ira de Jenaro Baldrich. No supo qué decir, pero dejó en su mirada un sedimento de lástima. Un bloque de silencio se posó encima de la mesa. Jaime miró al plato sin atreverse a mover un dedo. Se apreciaba avergonzado de sí mismo, asumiendo la risa de su hermano, resignado y sumiso, con toda su rabia dentro. La Charo llegó con el pato. En su delantal se distinguían manchas. Bajo la fuente sujetaba un trapo que le protegía las manos. Sagrario, cuyos rizos parecían pesarle en los hombros, se dirigió a Gloria, quizás para desviar la atención, o quizás por desidia, y le preguntó sobre algo que sucedía en la tele. Esta se giró, agudizó el oído y le dijo:
—Nada, que parece que va ganando Suiza.
Jenaro Baldrich vació lo que quedaba de vino en la copa de Mateu y se levantó a por otra botella. La descorchó de pie, delante de todos. Luego miró fijamente a Rodrigo. Ninguno dijo nada. Tras comprobar que todos estaban servidos se llenó su copa. Los aplausos que se repetían en la pantalla atravesaban el ambiente de la mesa y las circunstancias que flotaban en él. La Charo retiró los platos hondos del consomé. Sagrario empezó a servir el pato con trozos de naranja espolvoreados con perejil. Rodrigo agarró en sus puños los cubiertos y los dispuso en pie. Su hermano Jaime seguía con la mirada clavada en el plato vacío. De vez en cuando arrugaba la frente. Mateu le hizo una pregunta a su jefe y este contestó:
—Sí, lo hace deliciosamente, una gran cocinera. Estamos muy contentos. Guisa muy bien. Tú prueba y ya verás.
Mateu paladeó un bocado. Enseguida, todavía con la boca llena, quemándose la lengua y sacudiendo la mano derecha, dijo «collonut» y esperó la aprobación en la sonrisa de Jenaro, que observó la copa de su cómplice a medias y la rellenó. Desde la mesa podía oírse a la criada conversar animadamente con la pequeña Natividad sobre detalles de la ropa de la muñeca. El segundo plato se iba estirando en el salón de la casa de los Baldrich con más pachorra que otra cosa. Volvieron a salir temas de trabajo. En esta ocasión también Gloria dijo algo acerca de su labor como costurera y de las máquinas y del tiempo que empleaban en confeccionar las prendas. Sagrario le dijo que hacía tiempo que no cosía. Mateu se atrevió a mojar pan en la salsa. Sagrario lo vio y le puso un pedazo más de pato. Gloria parecía satisfecha. Comía mucho más despacio. Ante una nueva pregunta de Sagrario volvió a girarse hacia la televisión. En la pantalla se confundían silbidos y aplausos. Así supieron que durante la votación hubo un momento de controversia. Tras los votos de Noruega la presentadora anunció que no había escuchado los puntos. Entonces se volvieron a contar los votos del país escandinavo y la variación del resultado situó a Dinamarca en primera posición, dejando a los suizos en segunda. Aquello animó a Sagrario y a Gloria, que comentaron la jugada mientras sus maridos emitían proyectos en voz alta y rebajaban otra botella de vino. Mateu se quitó el jersey y empezó a lucir color en las mejillas. La parsimonia se iba dilatando. En el hogar todavía crepitaban restos del último tronco. El calor simulaba ser un rodillo capaz de ampliar las certezas. Así fue como aquella noche, que empezó a ataviarse con repostería y coñac, Jenaro le hizo saber a Mateu que, para el ama de casa, la ropa nunca debe tener un precio de referencia con el que ella pueda cotejar, pues es mejor que no le sea posible equipararla con precios de comida o detergentes. Le habló de «dejarse llevar», hizo comparaciones y asociaciones entre precios. Puso ejemplos y departió sobre la leche y los huevos, acerca de la adaptación de la moda al mercado, y de la obligación de los hombres perspicaces y emprendedores de suministrar al pueblo soluciones y ropa digna a buenos precios, que cubra sus necesidades y les haga sentirse diferentes, porque comprar una camisa no puede ser nunca un problema, sino una delicia. Mateu asentía. A Baldrich le brillaban los ojos. El bochorno quiso que se remangara el suéter. Del bolsillo de la camisa se sacó dos puros. Una avivada Charo se encargó de retirar menaje de la mesa, circunstancia que aprovechó Jenaro para exigir que le acercara un cenicero. Gloria hizo un amago para tratar de colaborar en la tarea de recoger, pero Sagrario en el acto le colocó la mano encima del brazo y se lo impidió. No obstante las dos se pusieron en pie y se arrimaron a los sofás con el propósito de ver mejor la televisión. Rodrigo se levantó arrastrando la silla. Dejó su servilleta sobre la mesa y se fue pasillo adentro. En su escape casi vuelca la botella de Veterano. Por su parte, Jaime permaneció sentado hasta que la Charo le dijo algo cuando llegó con dos ceniceros y se lo llevó con ella a la cocina. Es probable que allí le diera un pedazo de dulce que habría guardado para él, y que le acariciara la cara y volviera a sentir un contenido deseo de besarle.
El salón empezó a llenarse de humo. El olor a puro separó definitivamente a los hombres de las mujeres. Ellas siguieron viendo la televisión y ellos, con las camisas dos botones desabrochadas, comentando el modo que tenía pensado Baldrich de democratizar la moda y de difundir gamas cosmopolitas. A pesar de que se terminaron las brasas en el hogar, el ambiente seguía al rojo vivo. Eran más de las once y media cuando Mateu y Gloria decidieron irse. Los hijos de los Baldrich ya dormían. Los párpados de Sagrario mostraban indicios de cansancio. Jenaro mantuvo el puro en la boca mientras acompañaba a la puerta a sus invitados. La Charo trajo los abrigos. Esperó a que se fueran para empezar a limpiar el salón y levantar la mesa. En el hall de la casa sí que se notaba el frío. Sagrario lo percibió enseguida y se refregó las manos por brazos y hombros.
Una vez en la habitación, Jenaro empezó a exhibir asomos de euforia. Una descarga de agua por las cañerías traspuso el silencio; sería la criada, que habría tirado de la cadena. Sagrario recordaría siempre cómo le costó a su marido desabrocharse los zapatos. También inmortalizó en su retentiva cómo era su aliento a puro y a coñac cuando la agarró del brazo y le preguntó sin atinar en el orden de las palabras:
—Lo prefieres a él, ¿verdad? ¿Eh? Te gusta más mi primo, ¿verdad, pájara?
Baldrich volvió a sentarse. Quizás perdiera el equilibrio. Sagrario trató de evitar la respuesta a su manera. Permaneció callada. Y aun así, sentada, de espaldas a él, y mientras se abrochaba el camisón, pudo sentir cómo su marido se puso en pie, rodeó la cama y llegó hasta ella. Aprovechando los vapores del coñac, como si fuese sobrado de vergüenza y falto de conocimiento, la agarró de los rizos, la levantó brevemente y le partió la cara con dos manotazos que la dejaron de nuevo seca. Luego lo notó acostándose y diciendo para los dos, con voz dispersa:
—Ya eres mala, ya, pájara, ya eres mala…