La cicatriz que le quedó a Jaime en la ceja tenía ocho puntos. La misma brecha que persistió en su frente fue la que se abrió entre los dos hermanos. Cuando la vio, su padre quiso palpar los puntos todavía rojos por la mercromina. Lo hizo. Negó con la cabeza y se preguntó por qué. A Sagrario pareció no importarle. Estaba ocupada con los lloros de Natividad. Fue la Charo la que más atención dispensó a Jaime. Rodrigo no pidió disculpas a su hermano mayor hasta que no tuvo la amenaza de una bofetada de su padre a escasos centímetros de la cara. A pesar de estrecharse las manos, tardaron en reconciliarse.
La llegada de una nueva criatura enrareció la casa. Los dos chicos no recibieron de buen grado aquella irrupción. Se empezaron a sentir al margen de atenciones y sacaron a relucir los celos más representativos de la edad. Una tisis agudizó aún más la debilidad de doña Cinta Campà. Sagrario pasó varios días esperando la reprimenda de su marido por la carta. Pero esta no llegó con palabras. A los dos meses del nacimiento de su hija, Jenaro Baldrich viajó por primera vez a Italia. Progresivamente dejó de hablar a su mujer. Sagrario no tardó en entender que el modo de vengarse de su marido tenía forma de río con meandros. El viaje a Italia duró dos semanas.
Después de tanto esperar, el joven amigo de Baldrich tuvo su recompensa. Un puesto de responsabilidad, nada más y nada menos que la dirección comercial de Sandro Carnelli, supervisada, rarificada y aconsejada por Jenaro, quedó en manos de Mateu Mallol. A golpe de amistad y confianza, Jenaro Baldrich había conseguido que se desligara de una vez por todas de los Talleres Mateu y se ilusionara con el proyecto Sandro Carnelli. La empresa funcionaba como nunca. Baldrich tenía tiempo para pensar y para poner en marcha el ingenio del que era portador, pues disponía de la parte operativa para un buen funcionamiento de la empresa. De aquella época data el momento en el cual Jenaro Baldrich cambió por primera vez de vehículo. Se desprendió del viejo Topolino y se hizo con un elegante Renault cuatro-cuatro al que le tenía echado el ojo desde hacía unos años. Además, reparó en que el local de la Bonanova se había quedado pequeño. Se lo dijo Mateu al ver uno de los camiones obstruyendo el paso al resto de coches que trataban de circular por la calle, mientras Montoya Luengo descargaba cajas junto a los demás menestrales.
—En el extrarradio se están montando grandes naves, señor Baldrich.
—Pues nos iremos al extrarradio. Si van los otros yo también. ¿Cómo decíamos que era nuestro equipo, Mateu?
—Cosmopolita.
—Pues eso… Y no me llames señor, coño, que es hora de que me tutees.
Además, fue por aquel entonces cuando llegó una inspección a la empresa. No pasó nada. Todo estaba en regla. Pero bastó esa visita de dos hombres trajeados, con una aparente legalidad en la solapa, para que Baldrich supiera que la Carta Municipal de Barcelona había creado el impuesto de radicación, según el cual Sandro Carnelli tuvo que pagar un tributo por la superficie ocupada. También se puso en marcha el Reglamento de Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas. Todo ello aceleró el proceso de mudanza de muchas fábricas, que buscaron su lugar más allá del cinturón. Así fue como en la década de los sesenta algunas industrias iniciarían su traslado hacia los primeros polígonos industriales de aquellos municipios próximos. Ese resultó ser el caso del polígono El Gallo, situado entre Esplugues y Cornellà, que acogería a la empresa Corberó y también a Sandro Carnelli, pues allí emprendió Jenaro Baldrich la construcción de una nave inmensa.
—Mateu, ¿sabes una cosa? En la nueva nave que tengo en la cabeza, los camiones podrán hacer carreras… Nunca seremos tan rentables como aquí, porque aquí tenemos un gran nivel de ventas y unos costes muy bajos…, pero hay que crecer.
Tener un nombre italiano en su empresa permitió a Baldrich encarar la afrenta sin complejos. Un par de contactos que había conseguido por medio del cliente de Hospitalet y una primera visita a una feria internacional hicieron su desembarco en Nápoles algo más fácil de lo imaginado. En la ciudad del Vesubio descubrió un mundo industrial mediterráneo. Experimentó un carácter altivo, aderezado por vinos y grapas. También por primera vez en su vida probó las pizzas elaboradas en hornos de leña, y le gustaron tanto que en ese sabor creyó descubrir otro negocio. Le gustó el bullicio napolitano. Le hablaron de la Mafia, del fútbol, del Real Madrid. Aprendió a diferenciar los significados de las palabras calcio y cazzo. Pero él habló del Barça, de las cinco copas, de Kubala, de la mala jugada del régimen con Di Stéfano, de Joan Gamper y del cosmopolitismo catalán, emprendedor y honrado. Es probable que también elogiara la apertura del régimen de Franco, que departiera con aura visionaria sobre la reactivación económica que se llevaría a cabo en su país gracias a la industria catalana, y hasta puede que dijera que la lluvia barcelonesa era cosmopolita porque nunca llegaba a instalarse en la ciudad. Consiguió clientes. Se alojó en el hotel Pompeya. Salió varias noches con los clientes y empezó a reconocer otra forma de relacionarse. Contra su costumbre, Jenaro tomó copas y descubrió el sabor de nuevos licores. Conoció a las mujeres de sus clientes y chapurreó italiano con algunas camareras de los restaurantes y los reservados. Regresó de Nápoles con cálculos y cifras y recuerdos muy vivos. Se sintió universal. Empezó a concebir un mundo sin fronteras. Se trajo dos botellas de Cinzano Rosso, mortadela y una corbata a rayas. Llegó a Sandro Carnelli y habló con Mateu y al final de la reunión le dijo:
—Hay que aprender italiano. La próxima vez te vienes conmigo, y recuerda este nombre: stracciatella… gelato di stracciatella… Andiamo via, Mateu, guarda che bello… Ves, es fácil, tú lo aprenderás antes.
Mientras hacía gala de sus avances en italiano sonó el teléfono. Su madre ya no respiraba. Se apagó el pito de sus bronquios. Más que tristeza, Jenaro Baldrich sintió alivio. Lejos de sentirse sucio se concibió más libre. Sólo maldijo tener que volver una vez más a Tarragona, al cementerio de siempre y todavía. Allí volvió a ver a Petra y a Quimet. Los dos se hallaban terriblemente envejecidos. Sobre todo él, cuya boina calada sobre las arrugas de su rostro le iba más grande que nunca. El doctor Balcells no acudió en esta ocasión. Tal vez no había sido avisado. La Charo volvió a quedarse con los niños. Jenaro y Sagrario recibieron el pésame de todos los presentes. Un afilado frío atravesaba el cementerio y cortaba los labios. Al lado de don Eustaqui Baldrich se tendió el féretro de María Cinta Campà Blanch. Probablemente era ahora cuando más juntos habían estado. En el regreso, en el coche, acompañados de vaho y de mutismo, fue cuando Jenaro Baldrich habló a su mujer:
—Te has puesto de luto, vaya. ¿Por quién es? ¿Por mi madre o por mi tío?
Aquella pregunta no enmudeció a Sagrario. Sin despegar la vista de la carretera, y muy probablemente con el sobre de la carta dibujado en su memoria, dijo:
—Por tu madre, que la he cuidado hasta el último suspiro. Y volvería a hacerlo…
—¿Por qué me mentiste?
Tampoco ahora tardó en responder más de cuatro segundos:
—Porque eras mi marido, y quería… quererte, supongo.
Es probable que la mentalidad de Baldrich no estuviera preparada para aquella respuesta, una respuesta que, dicho sea de paso, lo mantuvo en silencio, conduciendo hasta la calle Muntaner. Una vez en el rellano del portal, Jenaro se acercó hasta el buzón. Lo encontró vacío. Debió de pensar algo que no dijo. Subieron en el ascensor sin exponer una palabra. Cuando entraron en casa la criada cantaba en la cocina «Muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí…». A su espalda estaba sentado Jaime, merendando leche y galletas. Lucía la brecha de su ceja un brillo cada vez más leve. Cuando oyó la entrada en la cocina de los señores, la Charo pidió perdón en voz alta y se le enrojeció la cara. Natividad estaba dormida. Rodrigo daba patadas a un balón zarrapastroso en la terraza. Los repiques contra la pared llegaban al interior del piso. Su padre se acercó para verlo a través de los ventanales del salón. Allí seguía Rodrigo, despeinado y sudado, propinando puntapiés a un balón descosido como el peso de la ira puesto en remojo.