Así llegó 1960. La familia Baldrich pasó la Nochevieja en Valldoreix. La Charo cocinó, según la receta de un libro, pato acompañado de naranjas. La salsa sorprendió a los comensales, que no dudaron en mojar el pan. Jenaro Baldrich descorchó champán. A pesar de los reclamos, no dejó que sus hijos probaran el sabor de las burbujas. Tomaron las uvas todos juntos, con la Charo incluida, a la que llamaron con el timbre, para que no se perdiera el lance, y con la tos de la yaya, que sólo pudo comer la mitad de ellas. Recibieron el año nuevo al calor de la leña que se desbarataba y crepitaba en el hogar, frente al televisor Marconi en blanco y negro, en cuya pantalla pudieron ver a una tonadillera que se llamaba Lola Flores, que cantaba, con garbo y genio, coplas de Quintero, León y Quiroga y de doña Concha Piquer, ante los aplausos de un país carente de aplausos.
Después de las uvas, desde el interior del salón de La Valbal se pudieron oír gritos de gentes que seguían la noche de ronda por el pueblo, y hasta los oídos de los niños llegaron destellos de villancicos y petardos, trazos de una alegría oscura que encontraba su luz en los chispazos de esa noche. Nuevos propósitos y deseos acunaron aquella Nochevieja. Mecidos por el pasado, los Baldrich se acostaron enseguida. Dejaron la botella de Codorniu a medias y a la criada en pie, con el delantal puesto por encima de la bata y el sueño pesándole en la cara, para que recogiera los dulces y las copas y apagara los últimos estertores de la ceniza.
Cinco días después, los Baldrich volvieron a Barcelona para pasar allí la noche de Reyes. Por la tarde los señores salieron a pasear. Visitaron los puestos de regalos de la Gran Vía. Se mezclaron entre la algarabía humana. Avanzaron por la avenida entre roces, tabardos, hálitos y compras que guarnecían el fin de la Navidad. Luego bajaron hasta la calle Petrichol, en una de cuyas granjas, esta vez en La Pallaresa, tomaron chocolate y ensaimadas para quitarse el frío y recordar aquella primera cita. Por más que les pareciera alejada en el calendario, era y seguiría siendo su primera vez y la única; quizás por eso el sabor de la ensaimada deshecha en la boca regresaba desde aquel entonces y la hacía mucho más cercana, como si el sentido del gusto encogiera las fechas y pudiera adherirlas.
Luego, ya en casa, después de cenar en la cocina, a continuación de haber acostado a los niños y de dejar dispuestos los zapatos con turrón en el balcón, abrigada con un peinador, en la habitación de ambos, ante las bicicletas que tenían preparadas para sacar a la terraza antes de acostarse, Sagrario no pudo contenerse. Intentó mirar a los ojos de su marido y, sin llegar a conseguirlo, le dijo que ella también tenía un regalo para él.
—Venga, pues dámelo, mujer, a ver qué es…
—No sé cómo dártelo, todavía no se puede —contestó Sagrario, con la voz traspuesta por la cortedad.
—¿Cómo es eso, mujer?
—Llevo días con mareos y con un nudo aquí —se señaló la garganta y bajó la mano hasta el pecho— que me da ganas de devolver…
—¿Y eso?
—Pues eso, Jenaro, qué va a ser, que estoy embarazada.
No cabe duda de que aquella noticia satisfizo a Jenaro Baldrich. Le agradó tanto que se acercó a Sagrario y le palpó el estómago como si buscara acariciar un síntoma de su semilla, a buen seguro tratando de visualizar la última vez que había hecho el amor con su mujer. No llegó a besarla, pero aquella alegría que se leía en el rostro de Jenaro le bastó a Sagrario para contentarse y para sentirse su esposa.
Las bicicletas animaron el día de Reyes de Jaime y de Rodrigo. Se montaron en ellas y las estrenaron en el pasillo. Parecía que no se iban a bajar nunca. Tanto runrún se adueñaba del espacio. Hasta que su padre las llevó a Valldoreix y allí se quedaron, para los fines de semana.
En el mes de abril, el embarazo de la señora Baldrich empezaba a ser visible a ojos de los vecinos del barrio, de los curas del colegio San Miguel y de Valldoreix. El doctor Balcells recibía a Sagrario en la consulta un par de veces al mes. Desde su mesa advirtió a la embarazada de que todo andaba correctamente. No obstante, con la llegada de la primavera, como solía hacer todos los años, el doctor sometió a la señora Baldrich a las pruebas médicas para detectar las alergias y poder así recetar la cantidad de cortisona y los inhaladores pertinentes. Aquellas pruebas dejaron unas exiguas heridas en el brazo izquierdo de Sagrario, que también tuvo que soplar a través de un tubo hasta quedarse sin aliento. Empezó a estornudar y así siguió durante todo abril y mitad de mayo, cuando comulgaron Jaime y Rodrigo en la iglesia donde habían sido bautizados, la del colegio San Miguel, en una discreta ceremonia que acabó con comida familiar en Los Tres Molinos. Entonces ella tuvo que lidiar con el polen de los plataneros que, dicho sea de paso, aumentó la intensidad de su caída. Valldoreix le sentaba a Sagrario mucho mejor que Barcelona. El microclima era un poco más seco. La menor cantidad de humedad y la ausencia de árboles plataneros hacían de La Valbal un refugio apropiado para la salud de la señora, por lo que la llegada de los viernes era, para ella, como un alivio que se extendía hasta el ombligo del nuevo hijo que iba a parir en un futuro inmediato y que ya empezaba a dar patadas, como si tuviera prisa o se estuviera ahogando.
El día del parto Jenaro Baldrich se despidió de sus hijos y de la Charo en La Valbal. Debió de advertirles algo, como era su costumbre, con respecto al modo de comportarse. No subió a despedirse de su madre, que estaba en la cama del último piso, porque no creyó oportuno molestarla. Antes de arrancar el coche sentó a su mujer en el asiento de atrás. Le dijo que así se marearía menos, y aunque Sagrario no entendió muy bien, no opuso resistencia. Desde allí se dedicó a mirar por la ventanilla. La carretera y el paisaje emergían sometidos al calor de julio. Mientras tanto Sagrario se palpaba la barriga con las dos manos. Sudaba. En sus sienes flotaban gotas de verano. Pudo sentir el estío tierno, esponjoso como su mirada y su vientre, y la gravedad de sus años. Nueve años después de aquella primera vez volvía acompañada por su marido a la clínica del Pilar. «Ha valido la pena, a pesar de todo», debía de decirse a sí misma, al tiempo que Jenaro Baldrich se giraba cuando alguna recta lo permitía, con inquietud en los ojos, para preguntarle cómo estaba, si aguantaba. Esta vez, mucho más que el dolor o la proximidad del parto, a Sagrario le pesaba el calor. Como si ya estuviera acostumbrada, como si entre la primavera de 1951 y este verano de 1960 hubieran pasado únicamente cinco minutos y veintitantas cartas, nada más que eso, y nada menos. Así aguardaba el regreso del dolor y la llorera.
Llegaron a la Meridiana. Enderezaron el camino a la clínica. Ya circulaban por la ciudad a través del calor que supuraba el asfalto y que ningún indicio de aire era capaz de impedir. En los semáforos, las esperas eran eternas. El cielo se deshacía. Parecía vapor lo que se concentraba en las mejillas de Sagrario. Jenaro pudo aparcar a la entrada de la clínica. Nada más entrar, una comadrona parecida a la que años antes en otro hospital preguntó a una medrosa Charo cómo se atrevía a venir con la tormenta que estaba cayendo le espetó a Sagrario:
—¡Pero bueno, con este calor y tú que quieres parir!… Pero a quién se le ocurre… Vamos, preciosa, para adentro…
Baldrich no abrió la boca. Se dedicó a tragar saliva, mientras pasaba el tiempo. Se ausentó de la sala de espera en varias ocasiones. Recorrió los corredores. Una y otra vez veía en la pared un crucifijo, y el retrato del Generalísimo junto al de monjas que pedían silencio. No quiso salir a tomar nada. Aquellos pasillos de baldosas amarillas parecían contagiados. Pero Jenaro Baldrich y Sandro Carnelli gozaban de una salud de hierro. Y eso amainaba cualquier espera de Baldrich, por larga que fuera. A la una y media de la tarde de aquel sábado de julio de 1960 nació la hija de los señores.
Jenaro entró en la habitación con el camino aprendido. Vio a su mujer sujetando una criatura que más que llorar gritaba. Sagrario sonrió a su marido y le ofreció el bebé. Jenaro lo cogió en sus brazos y recibió sus babas como una insolencia simpática. El parto se había alargado y la niña nació por cesárea. Para mayor precaución los médicos recomendaron a Sagrario permanecer en observación aquella noche. El matrimonio aceptó. Pero Jenaro Baldrich decidió no prolongar su estancia en la clínica toda la noche y no tener que dormir en una silla.
En el bolso de su mujer, que hubo que sacar de un armario, tintinearon las llaves de la casa de Muntaner y Jenaro le anunció que se iría a dormir allí. La Charo y los niños estaban en Valldoreix, junto a la yaya, y mañana o pasado ya acudirían ellos.
El verano transcurría más lento, y pesaba más, en Barcelona. Por eso no era buena idea traer a los críos ni desplazar a la madre. Antes de despedirse de su marido, Sagrario le pidió que llamara a su madre a Torredembarra. Jenaro asintió. Besó, y eso era algo poco común, a su mujer en la frente y cuando pisó la calle ya empezaba a declinar el día. El largo atardecer de julio iba matizándose marfil y Jenaro arrancó su coche más despreocupado que de costumbre. Puede que recordara entonces que debía llamar a sus suegros. Y que en el trayecto desde la clínica a casa, tomando Rosellón, y luego el lateral de la Diagonal, revisara en su raciocinio las tareas a realizar el lunes o dónde estaba la cuna en la que debía empezar a moverse su hija.
En el portal de Muntaner la casualidad quiso que se encontrara con el portero del edificio, que sacaba unas basuras. Baldrich le preguntó cómo andaba el verano y le faltó tiempo para anunciar que había tenido una hija, que la iban a llamar Natividad, como su abuela, que en paz descanse. Recibió las complacencias del conserje y se dirigió al ascensor. Resopló. Se palpó las llaves en el bolsillo. Unos segundos previos a que el ascensor se detuviera en la planta, el portero le pidió que aguardara un momento. Antes de adentrarse en su garita le anunció:
—Es que ayer llegó algo para los señores.
Baldrich accedió a esperar. Entonces se detuvo el ascensor. El conserje regresó y tendió un sobre al señor, este se lo agradeció y le deseó buenas noches. Abrió la puerta del elevador. Una vez dentro miró el sobre. Es muy probable que en ese momento, cuando Jenaro Baldrich leyó la palabra Argentina grabada junto al nombre de su mujer, en la envoltura blanca y con ribetes azules y rojos, y con aquella caligrafía de hombre, supiera lo que nunca esperó saber, y toda la felicidad del día se le escurrió como hace el agua a través de un colador, pero dejando un poso de odio, el que le llevó a abrir la carta, y a leerla de arriba abajo una y otra vez sin hallar más conclusiones que una, como quien busca una verdad en un pajar lleno de mentiras… y se acaba pinchando.
Buenos Aires, 23 de junio de 1960
Querida Sagrario:
Hoy es otra vez la noche de San Juan. La última que pasé en nuestro país fue contigo, en Comarruga, paseamos por la playa y a pesar del tedio vimos gente que también se atrevía a pasear. Había hogueras que parecía que no se iban a apagar nunca, nunca, ¿recordás? Altas y largas. Buscando quemar el cielo, o escapar de la cárcel y del dolor, pero que también acabarían hechas ceniza. No hay hogueras que el tiempo no acabe exterminando. Son cosas que se aprenden con los años.
Te cuento que Nicolás y Martín van creciendo. Llenan papeles con edificios y casas gigantes que atraviesan las nubes… Dicen que quieren ser como papá, luego corren por el parque Lezama hasta que los pierdo de vista y tengo que encontrarlos. Sólo cuando los siento en las mesas del Británico con la pascualina y los jugos se calman. Desde que Andrea empezó a trabajar por las tardes en la redacción de Primera Plana me tengo que hacer cargo de los pibes, los pequeños. No sabés lo que es… todos los días, ¡qué ganas de que crezcan!
Aquí es invierno y la lluvia viene con esa forma tan porteña de no llegar nunca a instalarse definitivamente. Nunca sabés, hasta en eso, en la lluvia, esta ciudad se muestra cosmopolita, la recibe y la despide sabiendo que no se va a quedar mucho tiempo, y como la playa no existe, porque la ciudad da la espalda al río de la Plata, el San Juan no se celebra como en Cataluña. Como te dije en la anterior carta seguimos con Frondizi, con la Unión Cívica Radical Intransigente (¿viste qué nombre? ¿Creés que puede ganar un partido con ese nombre? Pues sí…), y aunque, a pesar de las promesas o los cambios, en política parece que nunca llega a pasar nada, estos tiempos no son muy seguros. Mucha gente echa de menos a Perón, y hasta creo que se habla más de él que de Frondizi.
Después de enterrar a papá se me quedó un vacío extraño, como un peso aquí, en el estómago. Siempre quiso montar su negocio y cuando pudo se fue. Antes de morir me dijo que había hablado con Comarruga y supe que vuestros hijos ya son mayores… y que también falleció mi primo Gonzalo… Lo sentí, de veras, ya te dije, y bueno, me gustaría saber el nombre de los niños, qué casualidad, no tenemos ni una niña…
Jenaro Baldrich giró la hoja. Advirtió que continuaba por detrás. Es seguro que pensaría en el error último de su primo, y que hasta se sintiera bien por superarlo. Puede que entonces se sentara.
¿Sabés una cosa? Ya no me pregunto por qué te escribo. La paso bien, me gusta, y creo que es una respuesta suficiente, no me quiero seguir dando explicaciones a mí mismo. Me gusta imaginarte leyendo, al fin y al cabo, sos mi única amistad fuera de Buenos Aires.
Y si podés, abrazame a mi primo. Siempre me odió y nunca supe por qué. Y mirá vos, yo siempre lo admiré… Me gustaría charlar con él algún día… y con vos también, aunque con vos ya lo hago así, sólo hablo yo, pero también fue siempre así, Antonio Machado dice que el que habla solo espera hablar a Dios un día, si es así espero que sea tarde, no me imagino delante de Dios, con todo lo que yo hablo, seguro que si lo tengo enfrente no sabría qué decirle… Como siempre, esto sí que ya es costumbre, me despido con el suspiro de aquella copla bailando en el recuerdo.
Tu amigo,
ignaciopárbole
Pese a lo ajetreado que había sido el día y el contratiempo de la noche, a Jenaro Baldrich no le costó conciliar el sueño. Es evidente que olvidó llamar a sus suegros. Tal cual se lo dijo a la mañana siguiente, bien temprano, a su mujer, quien, al contrario que él, había pasado la noche en vela. No obstante, lo primero que hizo Baldrich al pisar la clínica del Pilar fue preguntar por el estado de su hija. Luego se reafirmó y le comunicó a Sagrario que se llamaría Natividad, y seguidamente repitió:
—Como mi abuela, que en gloria esté, que esa sí que me quería mucho.
—¿Estás seguro?
—Y tan seguro.
—Como tú quieras, el que tú digas… Me duele un poco todavía, aquí —Sagrario se señaló el bajo vientre por encima de las sábanas, y Baldrich entendió que se refería a la intervención, a la cesárea.
—Mujer, siempre te duele algo…, si no es una cosa es otra… Eso se pasa, como el asma esa, y como el constipado, y como todo. Por eso dicen que en la vida no hay hogueras que no se apaguen…, pues lo mismo.
Ella asintió desde la cama. Una enfermera traía el desayuno encima de un carrito. Antes de probar bocado, Sagrario preguntó a su marido:
—¿Y? ¿Tampoco llamaste a tu madre?
—Luego la llamas tú. Se me olvidó.
El rostro de Sagrario reveló desagrado. Entonces llegó de nuevo la niña, en brazos de una comadrona. Jenaro Baldrich volvió a sujetarla. Dormía. Pesaba tres kilos. Varios haces de luz se colaban entre las rendijas de las persianas e iluminaban el desayuno de Sagrario. Al mediodía ya estaba lista para salir. Habían transcurrido las veinticuatro horas en observación y todos los dolores entraban dentro de lo razonable.
Al llegar a la casa de Muntaner, lo primero que vio Sagrario fue la cuna. Jenaro la había bajado de uno de los altillos y la había dejado en el recibidor. Eso sorprendió a su mujer. Las cortinas pasadas quitaban luminosidad al salón. Olía a cerrado. El silencio se posaba por los muebles. El señor agarró el teléfono y llamó a Valldoreix. La noticia que le llegó por boca de la Charo le frunció el ceño y desató su furia. Se lo hizo saber a su mujer a gritos, entre juramentos contra el Espíritu Santo y las bicicletas. Los dos hermanos se habían peleado. Rodrigo empujó a su hermano mayor cuando este iba en la suya. El golpe le abrió una ceja cuya herida hubo que coser en el ambulatorio. Mientras lloraba tendido en el suelo del jardín, bajo el sauce, Rodrigo aprovechó para destrozar los radios de las ruedas de la bicicleta de Jaime y decirle que ojalá se muriera… Jenaro Baldrich colgó el teléfono y se fue pasillo adentro soltando improperios. Por su parte, Sagrario, que caminaba despacio, se alejó a su habitación con la niña en brazos, dispuesta a coger sábanas limpias que poner en la cuna.
Pero lo único que vio, nada más entrar, fue la carta abierta encima de su mesilla, un sobre que reconoció al instante y que a buen seguro diluyó el peso de Natividad en sus brazos y bastantes cosas más que las sábanas limpias, la pelea de Valldoreix o la ira de su marido. La carta. La misma que tengo entre mis manos, hoy, aquí, en Madrid, y que acabo de leer de nuevo y cuyo tacto recuerda al de un periódico leído muchas veces por muchas manos diferentes. Repaso la palabra Argentina grabada en el sobre y veo la firma de Ignacio Párbole, en minúsculas y juntando el nombre y el apellido, con mucho estilo y con su buena letra, de arquitecto erudito sacrificado por la historia. También yo miro la fecha de la carta y también pienso en Buenos Aires, y en todo lo que pasó después…
El sol de la primavera, estirado por fin hasta más allá de las siete de la tarde, sigue entrando a través de estos ventanales. En el cuarto piso de la calle Rodríguez San Pedro, número 64 de Madrid, de esta ciudad que amo, mientras repaso lo escrito y escucho una canción de Pau Riba, en catalán, que también venero, que dice justo ahora: «Un bonic dia d’abril tot són flors i ell les olora, però surt l’amo d’un jardí i li fa una cara nova, descobreix que no està bé i vol dir-ho a una senyora, la senyora no l’entén perquè és mestra d’una escola… És l’home estàtic, la ateriste el té corprés…». (Un precioso día de abril todo son flores y él las huele, pero sale el amo de un jardín y le rompe la cara, descubre que eso no está bien y quiere contárselo a una señora, la señora no le comprende porque es maestra de escuela… Es el hombre estático, la tristeza lo mantiene intimidado…), y que me devuelve a mis primeros compases con los Baldrich. Otros tiempos difuminados por la distancia, pero que regresan intactos con esta melodía, como si nadie les hubiera puesto la mano ni el pensamiento encima. Todo esto mientras espero a que lleguen mis amigos, Roger, Nati, Ulises y los que se apunten para tomar unas cervezas y ver, como ellos quieren y me han obligado, el partido del Barça contra el Arsenal en la final de París.