14.

Ni Jaime ni Rodrigo Baldrich supieron del entierro de su tío Gonzalo. De ello y de él sabrían muchos años más tarde. Su padre obligó a su mujer a que se quedaran en casa, con la Charo, aquella mañana de 1956 en que se enterró, en Tarragona, y junto a su padre, a Gonzalo Baldrich. Años después, y otra vez en el entierro de un Baldrich, volvían a reunirse Petra y Quimet, y también el doctor Balcells y otros vecinos de la ciudad que vio nacer a Jenaro y a Gonzalo Baldrich antes de la guerra y de la fatiga de un país hermanado con la muerte.

Jenaro Baldrich vio a Petra y a Quimet desmejorados. Asumió en aquellos rostros el paso del tiempo, las arrugas de la vida y los detrimentos que los años son capaces de inscribir en la piel. Es muy probable que volviera a recordarse haciendo cuentas en la trastienda de la pastelería atraído por las faldas de la señora Petra y el enigma, y es probable, también, que sintiera hacia esa mujer que ahora le apretaba tanto las manos un indicio de cariño. No en vano formaba parte de su infancia, de su adolescencia, de lo que era y de lo que tendría que llegar a ser.

Jenaro Baldrich y el resto de asistentes al funeral atendieron a las palabras del cura como si presenciaran una lección repetida de historia en el pupitre de un colegio. Luego se fueron, cada uno por su lado, despidiéndose con las palabras justas, aprendidas, hasta el próximo sepelio que los citara.

Ni a la misa ni al entierro acudió Candela Margalef. No obstante, nadie preguntó por ella. Jenaro se acordó, pero borró su imagen lo antes posible. Antes de introducirse en el coche para volver a Barcelona, Baldrich se acercó al cura y le tendió una propina. Después ayudó a su mujer a que colocara a su madre en el asiento delantero. Doña Cinta Campà ya no era capaz de sostener la respiración entre dos palabras. Su asma se había instalado de manera crónica, en cada segundo de su vida. Por eso, para que no se notara su pito, procuraba mantenerse al margen de las conversaciones. Su respiración era un desafío a los estados de ánimo de su hijo. Emprendieron el regreso a casa dejando atrás la niebla del cementerio, y acercándose al azul del mar cuyas olas lamían la carretera. Desde el asiento de atrás, fijando la mirada en el espejo retrovisor, Sagrario podía ver el rostro ajado de su suegra, sujeto por las estrías y la asfixia, quien acababa de ver enterrar a su hijo y no había derramado ni una lágrima. Reparó en que a lo peor estaba seca. Pensó si también su asma la acompañaría de manera tan irrevocable hasta sus últimos días, y en que si a ella un día se le iba su hijo lloraría a mares, y pensó, además, porque era un hábito, en Ignacio Párbole y en si ya habría tenido hijos en ese Buenos Aires que palpitaba en el interior de los sobres, pero que a pesar de todo se negaba a conocer, y en las tantas cartas suyas que iba amontonando bajo los pliegues de su vida, en el armario, en el que tuvo que acostumbrarse a dejar planchada la rutina de seguir viviendo.

No hubo tiempo para padecimientos. Jenaro Baldrich no se permitió esa eventualidad. La supervivencia de su empresa y la expansión de su proyecto textil estaban en juego. Contaban ambos con el proteccionismo comercial del Gobierno, que a fin de cuentas permitía su existencia. Los dos hijos de Jenaro Baldrich crecían a la par que su patrimonio y su matrimonio. El paso del tiempo dilataba las angustias y por aquellas fechas ya nadie se preguntaba nada acerca de ellos. La Charo seguía anclada en el silencio y en el deber, lo mismo que Sagrario. Los curas del colegio San Miguel hacían su labor. Jaime y Rodrigo parecían dichosos. En casa ya se habían acostumbrado a la oscura tos de la abuela, a las comidas y cuidados de la Charo, a la reserva de su madre y a la seguridad de un padre que llegaba del trabajo y los besaba sin hacer ruido ni diferencias. Jaime y Rodrigo Baldrich se habituaban a la rutina del barrio, aprendiendo nombres de calles como Muntaner, Diagonal, Rosellón o Casanova, y a la de la escuela. En el patio pequeño daban sus primeras lecciones de deporte mientras miraban de reojo cómo saltaban y corrían los mayores en el patio más grande. En las aulas entonaban el himno nacional, aprendían cantando que España limita al norte con el mar Cantábrico, las tablas de multiplicar, aritmética, historia, lengua castellana y la geografía de un país lleno de ríos, pantanos y puertos de montaña, ante pizarras flanqueadas por sotanas y fotografías del Generalísimo. Y en la iglesia del colegio, en la que fueron bautizados, aprendían la doctrina católica. Los dos mostraban especial afición por el deporte. Eso obligó a su padre a comprar una pelota de plástico con la que devastaban el jardín de Valldoreix y a darles las primeras lecciones en azul y grana. Iban pasando las estaciones. La virtud de la inocencia les hacía esperar los regalos de la Navidad con igual intensidad que la llegada de los viernes para irse a La Valbal, también junto a la Charo y junto a la yaya, que así fue como empezaron a llamar los pequeños a Cinta Campà.

De este modo, lejos de anquilosarse, Jenaro Baldrich no dejaba de buscar vías de escape al tedio. Tanto en su empresa como en su relación con su mujer. No faltaron, por aquellas fechas, escarceos y promesas. En Valldoreix solían irse a cenar o a comer solos. Y aunque jamás llegó a emplear la palabra perdón en ningún momento, Jenaro le hablaba a Sagrario en plural. Así le habló de Sandro Carnelli, de Italia, de la ropa, de las aspiraciones, de lo que eran y de lo que podrían llegar a ser. En realidad, Jenaro Baldrich iba tallando a Sagrario a la medida de la señora Baldrich. Además le dijo que sus hijos deberían también hablar en catalán, a pesar de Franco y a pesar de las ideas, pues era algo que no les vendría mal, sobre todo en Valldoreix, donde los amigos del pueblo solían hablarlo con más garbo que los de la ciudad.

Valldoreix era el contrapunto ideal de Barcelona. Ya nadie en la familia, ni siquiera Cinta Campà, nombraba Tarragona. Y si no fuera por los retratos que quedaron expuestos sobre los muebles de los salones, casi nadie rememoraba la figura de don Eustaqui Baldrich.

La expansión de Sandro Carnelli iba tomando forma. La marca de Baldrich ya se veía en las tiendas de ropa. Escaparates de barrio lucían tímidamente su producto. Cada vez había más camiones que cargar. Y cada nueva venta era recibida por Jenaro como una alegría. Empezó a labrarse buena fama entre sus clientes. Su palabra no era papel mojado. Si decía que un porte suyo llegaba el día quince, llegaba el catorce. En casos concretos alargaba el margen de la fecha de los pagos. Así se metió en el bolsillo a muchos pequeños comerciantes que se mantuvieron fieles a él para siempre. Personalizó contactos. Cuando se enteraba de que algún cliente tenía un hijo o esperaba tenerlo, enseguida enviaba un regalo y un lote de ropa de Sandro Carnelli. No escatimó jamás en detalles. Sabía invertir. Guardaba la prudencia en el bolsillo, junto a los billetes y los cálculos.

También en casa estaba presente Sandro Carnelli. Los delantales de la Charo y los trapos que se usaban en la cocina llevaban ese nombre, cuya tipografía era sencilla. La ideó el propio Baldrich sin más historia que poniendo el nombre en cursiva y subrayado. Blanco sobre negro. Sandro Carnelli. Así iba el mercado asumiendo el producto. Abriéndose camino en una ciudad y en un país, porque antes de lo que el propio Baldrich hubiera imaginado ya tenía clientes en las comarcas y en otras regiones. Hubo que llegar hasta ellas. Al principio alquilando transporte y posteriormente creando su propia flota. Hubo que incorporar más braceros. Y fue preciso contratar más costureras, algunas recién salidas de la Academia de Corte y Confección. Jenaro permitió que se subieran al carro de la prosperidad familiar y populista conocidos y conocidas de José Antonio Montoya Luengo y de Gloria y Mateu, y en las Navidades de 1959 repartió entre sus trabajadores un generoso aguinaldo con turrón y champán y bombones, idéntico al que ofreció a sus clientes, que hizo la boca agua a todos y cada uno de ellos, que agradecieron a su patrón la atención sin llegar a pensar más allá de aquellos días de nieve y villancicos.