Cuando los hermanos Baldrich empezaron a ir al colegio San Miguel Jenaro Baldrich hablaba de Sandro Carnelli abiertamente. Ya tenía en su mapa mental un diáfano propósito de prosperidad. La demanda de género, la existencia de capital, la mano de obra controlada a la baja por la necesidad del momento, la tecnología emergente y las materias primas asequibles económicamente eran sus pilares. Y eso estaba en marcha como un rodillo laminador que asiste a la dilatación de la riqueza.
Una mañana de septiembre, a principios de curso, el propio Jenaro llevó a sus hijos hasta la esquina de la calle Rosellón, a la puerta misma del colegio. Desde la entrada los vio alejarse hacia las aulas acompañados por una encargada. Después, en el coche, camino de la empresa, conectó el transistor, lo dejó en el asiento del copiloto y oyó hablar del ingreso de España en la ONU y de algo acerca de la independencia de Marruecos y su plena soberanía, aún no reconocida por el régimen español. Aquello empezó a concernir a Jenaro Baldrich. Recordó la doctrina del Consejo Nacional del Movimiento, y aprendió su función, la de defender la integridad del Estado y la ortodoxia fascista y católica. Sus miembros eran de la Falange o el Opus Dei. Jenaro Baldrich quiso aprovechar el momento de auge personal para interesarse por la política. Compraba y leía periódicos. Escuchaba con atención las noticias que emitía la radio. Se interesaba por los avances que Franco iba recobrando para su país. No había duda de que si él apoyaba al régimen, el régimen lo respetaría a él. El poder de Franco se sustentaba en tres cimientos: la Falange, el Ejército y la Iglesia. Pero nada duraría sin el apoyo de la burguesía, sin crear una economía potente, sin poner dinero para sacar más dinero, sin hacer que los pobres tuvieran para que siguieran dando, sin conseguir una clase media que adquiriera cortinas para correrlas y no ver más allá de los cristales. Cortinas. Ese debió de ser el razonamiento de Baldrich aquella mañana cuando ya sabía que la corrupción se había instalado como forma habitual de gobierno. Así empezó a ponerse al tanto de los contactos del régimen con el exterior. Pero siempre con prudencia, apostando por lo razonable, mirando al más allá pero con los pies y la cabeza en la superficie de Sandro Carnelli.
Fue Gloria, la mujer de Mateu, que desde los primeros días ejercía de costurera en Sandro Carnelli, quien avisó al señor Baldrich de la visita que había recibido aquella misma mañana por parte de una señora llamada Candela Margalef, quien, ante la ausencia del señor, había decidido esperarlo en una cafetería a dos pasos del local.
Al oír el nombre de Candela, Jenaro Baldrich tardó en reaccionar. No fue algo instantáneo, sino más bien paulatino, que Jenaro Baldrich llegara a relacionar a Candela con su hermano. Entonces, al pensar en él, salió apresurado hacia la cafetería.
La reconoció al instante. Habían pasado ya once años desde la última vez que se habían visto, en la boda de Jenaro y Sagrario, en el convite de El Jabalí, pero la recordó sin dificultades. Baldrich se sentó frente a ella. Ni se besaron, ni se estrecharon la mano. Candela Margalef, la mujer de Gonzalo, la que consiguió casarse con él, había oído voces de la venta de la casa de Tarragona y Baldrich supo que quería dinero. No hizo falta escuchar ninguna amenaza, Jenaro no quiso complicarse. Sabía, porque su padre se lo había dicho, que, ya desde antes del internamiento de Gonzalo, la Margalef recopilaba canas al aire con títulos nobiliarios y se cepillaba lo que no está escrito en los mejores hoteles de la ciudad. Cuando Jenaro le preguntó por qué no había ido al entierro del que todavía sería su suegro Candela se salió por la tangente. Y cuando Jenaro le volvió a preguntar por qué nunca la había encontrado en Vallvidrera, ella dijo que no podía dedicarse de lleno a un hombre esquizofrénico, celoso y mentalmente enfermo, porque eso la sacaba de sus casillas a pesar de que era el hombre al que más había querido. La cantidad de dinero que Jenaro extendió a Candela sólo la supo él. Fue al día siguiente. La propia Gloria pudo ver el sobre.
Luego de despedir a la todavía esposa de su hermano, de acompañarla hasta la puerta y de, probablemente, desear no volver a verla más, Jenaro Baldrich llamó a Montoya, que andaba liado descargando telas de unas cajas, y le dijo que se iba, que estuviera al tanto.
Se dirigía en coche hasta Vallvidrera.
Las afueras de la ciudad también habían quedado a merced del Plan Comarcal de 1953, que ayudó a definir un plano industrial de aquella Barcelona que quería salir de la cuarentena. En dicho plano se mostraba que las actividades industriales ocupaban una superficie importante de la ciudad, destacándose las fuertes concentraciones de las áreas de levante y de poniente, así como la dispersión de industrias por buena parte de todo el tejido urbano, con excepción de una menor densidad fabril en los barrios de Sarriá y de San Gervasio, cerca de donde se hallaba Sandro Carnelli, como un faro en lo alto de la ciudad.
Por aquellas afueras enrarecidas circulaba Jenaro Baldrich de camino al sanatorio de Vallvidrera, dispuesto a ver a su hermano años después de haberlo visitado por última vez, cargando con un más que probable sentimiento de culpa o algún que otro remordimiento. Pero con la calma que le otorgaba saber que había sido honrado con la historia y con la familia y que continuaba siéndolo, pues seguía pagando la residencia, y había pagado a su cuñada y todo ello, de algún modo, le permitía mantener limpia la conciencia. Así debía de circular, con las ideas puestas en la política proteccionista del régimen, que consentía el mercado negro y el chanchullo, y en la apertura que tendría que llegar y aprobaría las inversiones en el extranjero, más allá de estos alrededores mustios. La radio emitía noticias sobre el Instituto Nacional de Industria y sobre el envío de víveres de los americanos, comprometidos con la causa de España, a los núcleos rurales, terriblemente devastados y anclados en la nada.
Posiblemente Jenaro Baldrich iba elucubrando sobre la instalación de grandes centros de producción de los sectores emergentes, como el del material ferroviario (Macosa), la automoción (SEAT, Pegaso, Montesa, Ducati) o de bienes de equipo como las máquinas de escribir y de calcular (Hispano Olivetti), que iban cambiando de escala y de contenido el paisaje industrial barcelonés mientras ocupaban superficies en modernos complejos fabriles, dispuestos a instaurar innovaciones industriales y técnicas a la vez que a aplicar de forma intensiva nuevas políticas sociales y favorecer el desarrollo de empresas auxiliares del sector mecánico, pero también del caucho, plástico, tapicería, cristalería… con las que establecer una integración de carácter horizontal.
Eso debía traer el aumento de la calidad de vida, debía traer más dinero y más clase media. Baldrich no se conformaba con una pequeña industria familiar, para ello ya estaban los productores de otros tipos de bienes de consumo como los artículos de perfumería, limpieza o alimentación, e incluso los dedicados a los electrodomésticos y menajes, que debían también poner su grano de arena y contribuir a la fascinación de las clases bajas por lo desconocido.
En todo ello o en cosas muy similares debía de pensar Jenaro Baldrich mientras se acercaba a la residencia de Vallvidrera para ver a su hermano Gonzalo, sin saber, y sin llegar a intuir, que esta sería la última vez que subiría a Vallvidrera. Porque hacía tan sólo una hora que su hermano se había colgado en su habitación con la ayuda de una cuerda de tender la ropa que había arrancado del jardín la noche anterior, después de haber recibido la visita de su mujer, Candela Margalef, que había estado a solas paseando junto a él y mostrándose cariñosa. Pues así se lo hicieron saber las monjas encargadas de la residencia a Jenaro Baldrich, segundos después de que aparcara y abriera la puerta del Fiat Topolino y se encontrara con un vocerío embarazoso, con la llegada de un coche parecido a una ambulancia y con las palabras, entre contenidos lamentos, que le balbuceó la directora:
—Le estábamos llamando a su casa, pero ya veo que ha sido el Señor quien lo ha llamado. Ha sido el Señor, el Señor…