12.

Así fue como Cinta Campà pasó a ser una nueva inquilina en el piso de la calle Muntaner. De este modo empezó a tomar contacto con sus dos nietos, Jaime y Rodrigo Baldrich, que correteaban por el piso, andando en tacataca por los pasillos, siendo meneados por las tres mujeres de la casa, y cuyas partidas de nacimiento permanecían guardadas en los cajones del armario de los señores, muy próximas a las cartas sin abrir que se iban acumulando en la vitrina de Sagrario, bajo sus ropas y su tormento.

Aquella primavera dotó a los plataneros de Barcelona del desplome de un polen impertinente que agudizó el asma de la señora Baldrich. Se vio obligada a pedir hora en varias ocasiones al doctor Balcells. En una de las visitas, el hombre le preguntó por los niños y Sagrario, que seguía vestida de negro en señal de luto por la desaparición de su suegro, sintió el deber de agradecerle todo lo que había hecho por la familia, a lo que el doctor respondió, y eso fue algo que recordó y confesó de manera calcada muchos años después, lo siguiente:

—Con su marido no hay quien pueda. Me faltarán años para agradecer a los Baldrich lo que hicieron por mí —sin que Sagrario llegara a comprender nunca a qué se refería, pero asumiendo también que la familia que ella representaba sería siempre una desconocida para ella.

Barcelona iba cambiando de fisonomía. La primavera sacó de las casas a la gente y por el Ensanche se vislumbraban cambios y trajín. La calle Muntaner invitaba a pasear bajo sus árboles. Un considerable aumento del tráfico, sobre todo de motocicletas, ponía en el ambiente un punto de cantinela que con los años resultaría familiar para los Baldrich. Los parques como el de Gala Placidia y los patios de los colegios iban absorbiendo pelotas de trapos y pelotones de niños en pantalón corto corriendo tras ellas, sudando y repitiendo nombres como Kubala o Moreno o Di Stéfano. Los escaparates de las pastelerías de la Vía Augusta, aderezados con tortells, neulas, buñuelos y cocas de piñones, llamaban la atención de la clientela. En la radio se dejaban oír inauguraciones de pantanos y anuncios de electrodomésticos. La prensa y las emisoras seguían hablando de las consecuencias del fin de la Segunda Guerra Mundial años después de que hubiese acontecido, entre unos pocos reclamos relativos al cuidado del hogar, consejos sobre recetas de cocina y proclamas de flanes Dhul; y también, por primera vez, se oyó hablar de Naciones Unidas y de posibles pactos y alianzas en el Atlántico Norte. Jenaro Baldrich escuchó por radio una victoria del Real Madrid contra el Benfica y se empezó a acostumbrar a que ese equipo ganase en Europa. Maldijo en silencio a Franco por no permitir que Di Stéfano y Kubala jugaran juntos en el Barcelona, ya que ambos habían sido fichados por el equipo catalán. Pero a final de temporada se le pasó el enfado cuando su equipo logró conquistar los cinco torneos que disputó y que así, tal cual, casi sin respirar, Liga, Copa, Copa Latina, Eva Duarte y Martini Rossi, le recitó un chaval que Baldrich conocía bien la tarde en que requirió su visita. Ahí estaba, con los estudios colgados y la inquietud en la labia, Mateu Mallol. Porque aquel chico de los recados de los talleres, sagaz y enérgico, que entonces ya tenía dieciséis años y se afeitaba el bigote y ocultaba el acné como podía, permanecía en la memoria de Jenaro. Y de este modo acudió a Sandro Carnelli aquella tarde, donde presentó a Gloria, su novia, dos años menor, con el deseo de que esta empezara a trabajar en lo que fuera, las horas necesarias, para coser, para hacer cuentas o para limpiar, pero junto a él, en la nueva empresa que Jenaro Baldrich estaba poniendo en marcha.

La ciudad se iba espesando. Aquel 1952 Barcelona acogió el Congreso Eucarístico Internacional y Jenaro Baldrich recibió una invitación para asistir a las jornadas por parte de la madre Mercedes. Los cuatro Baldrich hicieron acto de presencia y el matrimonio, como sugería la Iglesia, recibió la eucaristía. Igualmente, Jenaro y Sagrario hablaron con diferentes superioras de distintas congregaciones, sacerdotes, miembros del Opus Dei y de la Falange, mientras los niños correteaban bajo el auspicio de los árboles de los patios y las miradas de su madre y de las monjas. Jenaro se relacionó con facilidad, hizo algunos contactos, pero no habló de Sandro Carnelli. Pidió consejo a la hora de buscar colegio para los hijos, a los que mostró con orgullo a la madre Mercedes y al resto de las religiosas. Todas supieron leer en la corbata negra de Jenaro Baldrich, y en la vestimenta del mismo color de su mujer, el dolor por el fallecimiento de Eustaqui Baldrich, por lo que todas les dieron las condolencias a pesar del año transcurrido desde entonces. Aquel evento permitió la urbanización de un nuevo barrio que se llamó Congreso y que de alguna manera dio el pistoletazo de salida al desarrollo urbanístico de la ciudad. Un fenómeno que consistía en la construcción desenfrenada de viviendas baratas para atraer la inmigración rural procedente del sur. La edificación se llevó a cabo, en muchos casos, sin una planificación urbanística previa, y utilizando materiales baratos que, con los años, traerían la aluminosis. La fiebre constructora provocó un notable incremento demográfico y la creación de nuevos barrios, tanto en el interior de la ciudad, el Guinardó, como sobre las montañas, el Carmelo, o en las afueras, Hospitalet o Badalona. Eso gustó mucho a Jenaro Baldrich. Supo que su negocio estaba en esos distritos. Los visitaba a menudo y así iba descubriendo entornos a los que ser útil y a los que ofrecer su producto. Ahí estaba el impulso fundamental de su mercado: en la multiplicación demográfica del área metropolitana de Barcelona, que también empezó a llamarse «cinturón».

La casa que Jenaro Baldrich adquirió en Valldoreix con parte de lo que había heredado era más bien una finca. Enorme, rodeada de terrenos que ordenó cercar, en los que mandaría construir, con el paso del tiempo, piscina y pista de tenis, y un cobertizo donde acabó instalándose, años después, una pareja de masoveros.

Provista de varios pisos, con salones y habitaciones y cuartos de baño inmensos, aquella casa tenía que hacer olvidar el pasado de Tarragona. Debía recibir un nombre, y Jenaro Baldrich aprovechó un atropello verbal de su hijo mayor para llamarla La Valbal, uniendo en una palabra Valldoreix y Baldrich. Empezaron a frecuentar aquella finca los fines de semana. Allí fue donde Jaime y Rodrigo Baldrich dieron sus primeras carreras al aire libre, donde se iniciaron en el hábito de correr detrás de una pelota y donde se acostumbraron a las desproporcionadas dimensiones que poseía su familia. Así se iban criando Jaime y Rodrigo, rodeados de bosque en Valldoreix y de plantas en la terraza de Barcelona; idénticamente vestidos, protegidos por las tres mujeres de la casa, por los cuidados de la Charo, por los mimos, escasos y con restos de tos, de la abuela, y por la atención que Sagrario no tenía más remedio que dedicarles.

El piso de Muntaner se llenó de muebles. Después de la venta del caserón de Tarragona, Jenaro Baldrich decidió repartir la mayoría de ellos entre Muntaner y Valldoreix. Entre los que se quedaron en Barcelona había una inmensa librería que se situó en uno de los pasillos, con grandes cristaleras y con todos los libros que había dentro, que se fueron colocando uno por uno, y también el antiguo despacho de su padre, que fue el de Jenaro de entonces en adelante. La llegada de esos muebles y de muchos cuadros otorgó un matiz vetusto y casi campestre al piso de Muntaner. A ojos de Sagrario poco tenía que ver con el cosmopolitismo del que hablaba su marido, y a buen seguro tampoco con el fervor de Buenos Aires que intuía en las cartas que no leía y acumulaba. Pero aunque a ella no le gustaran ciertas cosas no abrió la boca y no discutió. El encargado de organizar la mudanza y de montar los trastos, y de limpiar el polvo a cada uno de los libros y colocarlos, y de abrillantar los cristales y desempolvar los cajones fue el gallego Montoya Luengo, secundado con esporádicas ayudas de la criada de la casa, con la que no llegó a hacer migas. Tanta era la confianza que Jenaro Baldrich depositaba en Montoya que este se vio capacitado, en algunos momentos de aquellos días, para decidir el traslado de algunos muebles a Valldoreix en lugar de permanecer en aquel piso, ya fuera por las dimensiones o por los tonos cromáticos. También entabló conversaciones con la señora Baldrich. Durante las mismas no dejó ni un instante de ensalzar la figura de su marido, así como la proyección que adquiriría en poco tiempo Sandro Carnelli.

En aquella Barcelona de 1954 se fraguó, en el local de la Bonanova, casi quince años después de que se ideara, el despegue de la compañía, que se llevó a cabo del modo siguiente: Jenaro se aseguró los clientes prioritarios, que serían la base que cubriría los primeros gastos generales de la empresa. Las cinco costureras estuvieron medio año fabricando trapos y delantales, y otro medio elaborando calcetines. Todo iba a parar a cajas que se acumulaban en la trastienda de la nave. Cuando hubo material suficiente para empezar a vender, Jenaro Baldrich ya tenía más posibles compradores de los que hubiese imaginado. Uno de ellos, mientras cerraban en una cafetería de la Rambla Justo Oliveras de Hospitalet la compra de dos mil trapos de cocina y quinientos delantales, le comentó que acababa de regresar de un viaje por esa Europa desarbolada que había dejado la guerra, y empezó a departir acerca de la recuperación económica que se estaba desarrollando en Italia, de la entrada de ese país en las Naciones Unidas y de la tradición textil del mismo. Le habló de Nápoles, de Roma, del cristianismo italiano, del fervor religioso y de su relación con la manera de vestir. Al nombrar Nápoles también comentó algo sobre la gente con escasos recursos, y sobre un puerto. Disertó sobre corbatas, sobre trajes, sobre complementos. Jenaro Baldrich no pudo no acordarse de su hermano, al que no iba a visitar desde hacía dos años, pero a quien seguía financiando la estancia en Vallvidrera. Esa imagen de la residencia y del hermano le hizo recordar al soldado Sandro Carnelli, y le devolvió la vista que desde la galería de Vallvidrera había del mar Mediterráneo, así como un manojo de deseos cosmopolitas. En la cabeza de Jenaro Baldrich reapareció Nápoles en la posguerra. Era un Nápoles transformado en una aglomeración que desbordaba su antiguo perímetro histórico. Una ciudad antigua, típicamente mediterránea, en la que se codean las oficinas de grandes compañías nacionales e internacionales, las administraciones y una población pobre entregada a la artesanía tradicional, a la economía sumergida, a la devoción católica y a la importación barata de telas, la materia prima que se le metió entre ceja y ceja a Jenaro Baldrich tres años antes de que se fundara la Comunidad Económica Europea, y mientras en la radio se hablaba con confusión de una nueva alianza militar entre países devastados que antes preferían prevenir que volver a curar.