Cuando Sandro Carnelli estaba en marcha Jenaro Baldrich, fiel a su entusiasmo emprendedor, se acordó de la figura del gallego José Antonio Montoya Luengo. Volvió a casa de su antigua patrona, en la calle Gerona esquina Valencia. Subió, saludó a la familia Iborra y dejó un papel escrito para el gallego. Aquel hombre curtido que mojaba el pan en la sopa no tardó en llamar. Así fue como Jenaro Baldrich lo encontró días después descargando bidones de aceite y balas de algodón de cien kilos en el puerto. Al ver a su antiguo compañero de pensión vestido con la gabardina, el gallego hizo una pausa en su trabajo, se le abrió una sonrisa, se pasó el antebrazo por la frente, se acercó hasta él e hizo un gesto con los hombros y las manos que quería decir que estaba sucio, sudado, que prefería no saludar. Jenaro Baldrich supo leerlo en el acto pero le dio una palmada en el brazo, fornido como siempre, y caliente a pesar del invierno.
El gallego aprovechó el momento para encender un pitillo. Antes de que lo terminara ya se habían despedido. Baldrich no tenía mucho que decir. En todo caso, el que tenía que decidir era Montoya. Quien lo tuvo claro desde el inicio. Aquella misma tarde pedía el finiquito en el puerto.
Sandro Carnelli nació una de aquellas tardes pero se venía proyectando desde hacía años. No obstante, Jenaro Baldrich no dejó de trabajar en los Talleres Mateu. Eso le facilitó establecer relaciones. Así debió de conocer el rincón de la calle Riereta en el que vendían agujas, ovillos de hilo fino y madejas de lana. Se llamaba Rius y Clarés. Jenaro Baldrich indicó al dueño de aquel establecimiento, que hablaba con acento desconocido, su necesidad de adquirir un telar textil. Entonces, aquel hombre le habló del último modelo DoTex, llegado de Bélgica, un telar exclusivo de la firma Dornier. Pero la avidez de Baldrich no se atrevió a permitirse aquel lujo. Pidió algo más económico y el hombre del acento raro lo citó para la semana siguiente en la fábrica de Manresa, donde podría ver la maquinaria y entonces, después de distinguir y comprobar, decidir. Mientras tanto Jenaro Baldrich seguía el camino marcado por la tenacidad. Combinaba la captación de proveedores y de futuros clientes con las máquinas y sus soldadores de los talleres sin aspavientos, pero dejando que las cosas avanzaran con más ímpetu que aquellos tiempos, lánguidos y omisos.
Lo primero que hizo el gallego José Antonio Montoya Luengo fue limpiar, fregar y desinfectar el local de la Bonanova. Luego colocó cinco mesas. Con cuatro maderas bien apuntadas y la ayuda de un vidrio de dos por dos habilitó un despacho para su jefe. Desatascó cañerías. Apuntaló anaqueles y armarios. Pintó paredes, puertas y fachada. Acompañó a Jenaro Baldrich a dos reuniones, es decir, le esperó fuera, vigilando el coche, y al final de aquellas dos primeras semanas recibió un sobre con una cantidad de dinero que no había visto en mucho tiempo, con el que a buen seguro liquidaría deudas con la patrona y que hizo, además, que en adelante y hasta su último suspiro se dirigiera a Baldrich llamándole don Jenaro.
A la semana siguiente, Jenaro Baldrich, vestido de traje, acudió al local de la calle Riereta. Allí le recibió el mismo hombre de la semana anterior. Un taxi los esperaba en la puerta. En el trayecto hasta Manresa se dijeron los nombres. Aquel señor de acento raro se apellidaba Mertens. Venía de familia de industriales alemanes. Jenaro Baldrich pensó en la guerra mundial pero no dijo nada. En Manresa, Baldrich descubrió la magnitud de la fábrica Rius y Clarés. Un fuerte sentimiento de envidia debió de inundar su discernimiento y su instinto. Allí, el señor Rius, entre los ruidos que producían las líneas de telares, secadoras y enfarfadoras y los montones de cajas que guardaban productos textiles embalados, le mostró su empresa. Jenaro Baldrich supo así de la existencia de telares de garrote y de un prototipo que se comercializaría en breve, un telar de tecnología punta, aquel del que le habló Mertens, traído desde Bélgica para una prueba industrial, el modelo DoTex, el primer telar Dornier. Baldrich quedó prendado del acompasado susurro que emitían las máquinas, del automatismo de los empleados, vestidos —pulcramente— con batas azules, de las mujeres que trabajaban sin rechistar, y le hicieron pensar en un universo ajeno a la Cataluña de alpargata, miseria e intemperie que reconocía a veces en los Talleres Mateu.
Baldrich compró el telar. Fue dos semanas después. Quiso garantías y las tuvo. También le ofrecieron pruebas. El señor Rius se lo hizo llegar al local de la Bonanova. Fue él mismo quien le explicó que la composición de la máquina venía dada por la bancada y las barras de cruzamiento de la urdimbre, la lengüeta de freno de la lanzadera, su guía, los garrotes, el mecanismo de presión del cilindro de almacenaje, el soporte del batán, las agujas de taco y la picada. Jenaro lo repitió dos veces. Ya no se le olvidaría nunca. No obstante fue necesaria la ayuda de unos mecánicos. Además, el señor Rius quedó en venderle materias primas. Y asimismo le facilitó la forma de pago, añadiendo que él ya sabía que los dos jugaban en el bando alejado de la escoria de los rojos y que si no fuera por gente como ellos y por el Movimiento el asco engulliría el porvenir.
Días después apareció por el local de la Bonanova el encargado auxiliar del señor Rius. Un tipo serio, aseado. Mostró extraordinarios conocimientos. Desembaló el telar de garrote de la familia Rius. Con tono riguroso se dirigió a Baldrich, que estaba junto a Montoya Luengo y dos mujeres traídas por este, y explicó que para conseguir la urdimbre del tejido la materia prima debía extraerse del plegador y estirarse hasta quedar bien tensa en el cilindro. A continuación, el hilo describiría una trayectoria hasta dividirse en dos cuerpos debido a la acción del cruce de las barras. Baldrich permaneció más embobado que atento a aquella demostración, planificando esplendores en su mente. Y aprendiendo que tras repartirse los hilos entre las varillas de lizos, pasarán estos a la lanzadera, donde se encuentra el hilo de trama. En la lanzadera quedarán insertados entre los hilos de la urdimbre, superiores e inferiores, las sucesivas pasadas del hilo de la trama y, por último, el peine comprimirá la trama contra el tejido y, una vez hecho eso, se cerrará todo en el cilindro de arrastre. Dicho esto, el encargado auxiliar del señor Rius se fue, despidiéndose educadamente y recordando que estaba para lo que el señor necesitase. Le tendió una tarjeta con un número de teléfono. Luego añadió que el señor Rius le había dicho que esperaba su llamada para cuando hiciese falta. Hablaron de piezas, de repuestos, de materiales. No nombraron el dinero, eso quedaba entre Rius y él. Así se quedó Baldrich junto al telar, diciendo cosas ininteligibles, solo, palpando la máquina. Montoya Luengo prefirió no preguntar y se llevó a las dos señoras a la calle.
Entonces, cuando todo estaba listo para que las mujeres a las que el gallego Montoya y Baldrich habían echado el ojo acudieran a coser a Sandro Carnelli y empezaran a fabricar trapos de cocina y delantales a destajo, una neumonía mal curada empezó a abrir una brecha en los renqueantes pulmones de don Eustaqui Baldrich. La perineumonía le arrasó los bronquios, que tenían setenta y cuatro años. Hubo que hospitalizarlo en Tarragona aquejado de graves crisis respiratorias. Debilitado y chupado lo vio su hijo Jenaro a las pocas horas de enterarse. Es seguro que desde la cama don Eustaqui Baldrich se interesaría por la salud de sus nietos y por la energía de la nueva empresa. Y también daría órdenes a su hijo con respecto a la herencia en caso de que pasara lo que tenía que pasar dos semanas después: que se fuera al otro mundo en una caja empotrada en uno de los nichos que los Baldrich tenían en el cementerio de Tarragona, homenajeado por sus asalariados y bajo la mirada de su hijo Jenaro; la presencia testimonial de sus dos nietos en los carritos; las lágrimas de su nuera Sagrario, que se vistió de negro, lloró y llegó a decir entre toses «pobre hombre» en varias ocasiones durante el funeral; la educación del doctor Balcells; la compañía de Quimet y de Petra, también bastante encanecidos; y la ausencia de su otro hijo, Gonzalo, quien ni se enteró de nada ni fue visitado por nadie aquellos días. Cinta Campà, su mujer, tampoco asistió al funeral, pues estaba en tratamiento. Aún no se había curado de aquel constipado que se convirtió en bronquitis crónica, una dolencia que la acompañó el resto de sus días.
En dos meses Jenaro Baldrich se quedó sin los consejos y las exhortaciones de su padre, que habían guiado su vida desde que nació en Tarragona. Se acordó, a buen seguro, de las primeras cuentas y las primeras propinas. Sin miramientos ni recelos instaló a su madre en un cuarto de la calle Muntaner y su indisposición pasó a ser una nueva obligación para la Charo. No obstante Jenaro Baldrich heredó la fortuna. Era el único beneficiario. Ventiló, en la notaría de la Rambla de Tarragona, el trámite en una mañana. Vendió la casa sin que a su madre, que quedaba como usufructuaria, le importase mucho. Se guardó los campos. Transfirió lo de la electricidad a una compañía más grande y compró una finca en Valldoreix.