10.

Al mes siguiente del nacimiento de Jaime la señora Baldrich tuvo que interrumpir el cuidado de la alimentación de la criatura para acudir a la consulta. Lo que para ella fue un milagro para el doctor Balcells era un cambio normal de la naturaleza. En su despacho, el médico informó de que estaba embarazada. Y explicó que sucedía a menudo en las mujeres. No era un fenómeno paranormal. Era un fenómeno propio causado por el desarrollo de la constitución femenina, un cambio habitual del organismo.

Sagrario Losada salió de la consulta exhibiendo, por vez primera en mucho tiempo, una alegría desmesurada que la llevó a sentarse sola, y eso era algo que jamás se había atrevido a hacer, en el Escocés de la calle Mandri, y allí se pidió un chocolate con churros porque quería llevarse a la boca un trozo de los limbos de su infancia. Mojó los churros en el chocolate y masticó con la boca abierta, como si fuera la primera vez que probaba el sabor de los dulces. Incluso, después de ver a una mujer vestida de negro fumando en la barra, en lugar de pensar menuda fresca, le vinieron ganas de probar el tabaco.

Hasta que no cayó una lágrima en la taza no se percató de que estaba llorando. Lo hacía mientras pensaba en Ignacio Párbole y en la carta que le había llegado desde Buenos Aires la mañana del día anterior, esa carta que no abrió y dispuso entre las dos hojas de la anterior, bajo las ropas de su armario. También pensó en los veranos de Comarruga y en su luna de miel disipada a través de los flecos de los Talleres Mateu y la ambición. Entonces se sintió sonrojada y quiso borrar deprisa cualquier suspicacia, y con una servilleta de papel cuyo tacto le resultó áspero se secó las mejillas. Luego, con los dedos, se frotó los ojos y por momentos se detuvo a mirar por la ventana cómo la paciencia se adueñaba del tráfico de la ciudad, pues los turismos y varias motocicletas subían por Mandri a cámara lenta, rumbo a la Bonanova y a la montaña del Tibidabo, allí donde un día ella llevaría a sus hijos al parque de atracciones y donde se montaría con ellos en todas las que le pidieran, porque todo lo bueno estaba por venir. De momento se había atrevido a sentarse sola en una cafetería, a pedir lo que más le gustaba y a decirse a sí misma que este chocolate con churros sabía mejor que el que servían con ensaimada en la calle Petrichol, a pesar de que no recordaba con exactitud aquel gusto que acabó en boda y a su vez en estos años rancios que quizás no parecían ser los que imaginó cuando renunció a la verdad que latía en el corazón de su adolescencia.

Al entrar en la casa de Muntaner se quitó la rebeca y el foulard que recubría su cuello. Colgó ambas prendas en el perchero del recibidor y se acercó al cuarto de servicio. Ya desde el pasillo oía la palabra «chiquitín» repetida en modos diferentes. Allí estaba la sirvienta, con el niño en brazos, haciéndole carantoñas y hablando con el tono de quien ella creería una joven simpática. Tan pronto descubrió a la señora en el quicio de la puerta corrigió el desparpajo de su rostro y lo sustituyó por la obligada seriedad que le correspondía.

—Ya he puesto a hervir lo del caldo, señora.

—Muy bien, Charo.

—Sólo quedaba media cebolla, pero no se notará nada.

—Vengo del médico —dejó caer la señora, corredor adentro, como si esa frase fuera un complemento precioso de un ajuar.

Jenaro Baldrich llegó de los Talleres Mateu con su nueva empresa metida en la cabeza y justo para la cena. En cuanto oyó el tintineo de unas llaves y el consiguiente portazo, la criada, con pulcritud, traspasó la sopa a la sopera de barro, le señaló a la señora el fogón donde se encontraba el pescado y se retiró como era costumbre para que los señores cenaran en la cocina, porque desde que nació el pequeño ya no era cuestión de ensuciar el salón entre semana, pero solos, porque además la criada suponía que debían decirse cuatro cosas. Luego, cuando oyera en su cuarto el timbre, regresaría para limpiar y fregar los cacharros y la cocina y dejarla lista para la mañana siguiente. Por eso, porque se retiró antes, la Charo no vio al señor aquella noche, pero él sí la vio a ella, avanzar de espaldas por el pasillo, atravesando el olor a caldo en dirección al vacío de su habitación. Baldrich debió de rumiar algo que sólo supo él.

Sentado a la mesa, y ya comiendo el postre, recibió la noticia. No se oyó a sí mismo diciendo «A Déu gràcies, sirve para algo» porque sólo lo pensó. Continuó pelando la naranja, de cuyos gajos tuvo que escupir varias pepitas, pues no era temporada, y al fin dijo:

—Me alegro, mujer, en cuanto nazca este hacemos otro, habrá que aprovechar estos favores de Dios.

Y así siguió sonriendo al tiempo que se le escurría un reguero de jugo por la barbilla, mientras su mujer, muda y sin mirarle, limaba el borde de la mesa con la punta de una uña que a punto estuvo de partirse.

Desde hacía unos días, y por expreso deseo del señor, el bebé dormía en una cuna situada en la misma habitación que los señores. Jenaro Baldrich quiso probar, conseguir un atisbo de cariño del confuso aguacero de su matrimonio, y ofrecer calor paterno al pequeño Jaime, que ya empezaba a estirarse y agarrar los dedos de quien lo cuidaba con sus manos hechas como de un plástico mórbido. Pero aquella noche los lloros y los berridos de Jaime, nacidos de buenas a primeras, desvelaron a quienes dormían un sueño profundo en plena madrugada. El señor Baldrich lo hizo primero. Acto seguido ordenó a su mujer que se pusiera en pie para atender al pequeño. La señora gruñó algo mientras se desarrugaba los ojos, pero después de un rato de tenerlo en brazos, el bebé se reconcilió con el sueño y dejó que la señora entrara de nuevo en la cama. Entonces, con la seguridad que le otorgaba poder sentirse madre, guiada por una insólita ira, aún sumida en el letargo, sin saber a ciencia cierta lo que estaba diciendo, balbuceó:

—No nos hacía ninguna falta.

Y aquella expresión desató la furia contenida de Jenaro Baldrich. Lo sacó de la cama y le quitó el sueño. Un acopio de intensidad se removió en su conciencia de tal modo que logró ofender la sangre de su estirpe. Por lo que se sintió obligado a poner en pie a su mujer, y a partirle la cara de un manotazo que la mantuvo en silencio por el resto de sus días. Porque así se quedó, fosilizada ante el oscuro silencio del cuarto, como esperando uno o dos reveses más idénticos al que le acababan de asestar, sin atreverse a llorar ni a reír ni a esbozar ninguna mueca, simplemente así, como un bloque de cemento con una grieta, acusándose a sí misma de no tener más odio en sus entrañas.

De esta forma entendió Sagrario que, de entonces en adelante, todo lo que podría ofrecer a su marido era caerse muerta en esa misma cama. Pero el hijo que llevaba dentro la hizo sentarse sobre el colchón a pesar de que, tras palparse los pies helados y después de inhalar una dosis de cortisona, estirarse y taparse con las sábanas y las mantas y la colcha, tratando de tirar de ella lo más mínimo, quisiera correr sin asma y sin detenerse hasta llegar a su juventud. En el baño, mientras meaba sin apuntar, el señor Baldrich se repetía una y otra vez y sin disimulo: «La puta que la parió, se quedó descansada».

La lactancia de Jaime se basó en la preparación de biberones y papillas. Un trabajo que comprometió a la Charo y a Sagrario. Y cuando Jaime empezó a tener uso de razón ya tenía un hermano diez meses menor que él, que nació en la clínica del Pilar, a quien bautizaron en la iglesia del colegio San Miguel con el nombre de Rodrigo, en honor al abuelo materno del señor, con el mismo secreto con que fue bautizado el anterior y sin que ello supusiera ningún retroceso a los días en que la paciencia hacía olvidar las manchas de humedad de las paredes.