El embarazo se llevó en secreto. La Charo no salió de casa en los nueve meses que duró. Nueve meses inauditos para ella en los que, literalmente, no pisó la calle. Siguió trabajando. Fregando, cocinando, lavando, tendiendo, planchando y limpiando a destajo. Pero en los dos últimos no planchó una camisa, ni tendió una prenda. Fue un tiempo durante el cual, cuando había visitas, que no había muchas —se sabe, por ejemplo, que en dos ocasiones acudió don Eustaqui y en una el chico de los recados de los talleres—, la Charo tenía orden de dejar lista la comida y la cafetera preparada porque entonces debía quedarse en el cuarto de servicio, escuchando la radio o haciendo punto, lo que quisiera, pero sin moverse, y sin poder acudir a ninguno de los baños aunque le vinieran náuseas o se sintiera mareada o simplemente tuviera necesidades, que la señora Baldrich ya se preocuparía de llevar la comida a la mesa y de decir que la criada estaba enferma, mientras debajo del vestido escondía un cojín o un puñado de ropas dobladas que provocaran en su cuerpo el efecto abultado de un embarazo. No obstante se trataron de evitar todas las visitas. Y casi nadie aparecía por la casa durante el día, a no ser el chico del mercado de Gala Placidia o los chavales de los colmados de las calles París y Lóndres, que solían traer los encargos de fruta, verduras, leche y otros más pudientes de carne y pescado.
Un día antes de romper aguas la Charo empezó a marearse y a sentirse floja. Entonces se atrevió a solicitar, pulsando el timbre de la cocina, la presencia del señor. Por una vez se intercambiaron los papeles y el señor acudió deprisa y corriendo para ver a la sirvienta sentada, respirando profundamente, sudando y con una mano en la frente y la otra encima del delantal que recubría su ensanchada tripa, para preguntar de manera alterada:
—¿Ya?
La criada, a quien le bullían los tuétanos y que parecía ser veinte años mayor de lo que era, se atrevió a asentir pero no tuvo valor para decir que sí. Todo lo que pudo balbucear fue:
—No lo sé, señor, creo…
Y eso bastó para que el señor la condujera hasta la clínica La Alianza en su Fiat Topolino burdeos con asientos marrones que parecían de plástico. No hizo falta fingir nada. Acompañó a su criada hasta el lugar de los partos y la entregó a los especialistas.
—Pero ¿cómo se atreve a romper aguas esta tarde de perros? —soltó a los ojos asustados de la Charo una de las enfermeras en la recepción, quizás para desdramatizar el asunto.
No supo si lo decía en serio o en broma, por lo que ella, igualmente, se quedó muda entrando en la sala de partos. Era un domingo, 16 de julio de 1950. Llovía a cántaros en una Barcelona sin gravedad, pero con bochorno. Aquella repentina tormenta de verano dejó las calles vacías y recogió a la gente de sus paseos. En el vestíbulo de la clínica La Alianza se respiraba un hálito de humedad, de tisis y de anginas. Alguien había esparcido hojas de periódicos atrasados por el suelo. De las puntas de los paraguas caían gotas de agua que resbalaban el paso. El señor Baldrich, mientras la Charo se alejaba pasillo adentro en una silla de ruedas, con un nudo en el estómago, debió de pensar en las faldas estampadas de la señora Petra, aquel contoneo que le inició en su vida sexual y en toda aquella infancia merendando dulces por su cara bonita, chupando azúcar en los dedos y haciendo cuentas con el lápiz, y por un instante que duraría lo que duró su ingenuidad, puede que se sintiera pobre como un mendigo, y a lo mejor hasta pidió limosna al futuro mientras abría el paraguas al pisar la calle y buscaba un bar con la mirada.
Entró en la cafetería Alaska. La radio estaba encendida. De este modo, a oídos de Jenaro llegaron momentos de la segunda parte de la final de la IV Copa Mundial de fútbol. España había quedado entre los cuatro primeros pero no disputó la final. En la barra, ante una taza de café con leche y una copa de coñac que no terminó, leyó en el noticiero Mundo retazos de la guerra de Corea y de la inferioridad numérica del ejército norteamericano. Desde allí, después de que un limpiabotas, que también cargaba un transistor, le enluciese los zapatos que la lluvia había salpicado, Jenaro Baldrich pudo saber que Uruguay ganaba dos a uno a Brasil, en Río de Janeiro, y dejaba en silencio a un país entero. El Maracanazo. Sin embargo Baldrich, lejos de pensar únicamente en el fútbol, visualizó en un mapa mental Brasil y Uruguay y recordó que colindaban con Argentina, y ese viaje especulativo de ultramar desaliñó el resultado.
Luego volvió a La Alianza y aguardó en la sala de espera. Aquella noche no parió, pero la Charo se quedó ingresada por lo que pudiera pasar. Antes de irse a casa, Baldrich pasó por recepción para avisar de que él se haría cargo de la minuta. Una vez en el salón de Muntaner, sin decirse una palabra, la señora y él escucharon por radio el final de una novela por entregas protagonizada por valientes militares, luego atendieron algo sobre el levantamiento de un bloqueo internacional a España, y el parte meteorológico, que anunciaba buen tiempo, todo ello mientras miraban aquel recién comprado aparato de radio, parecido a una caja de madera, que se sintonizaba dando vueltas a una voluta, y que habían puesto en el salón, sobre la mesa.
El señor volvió a la clínica tan pronto como amanecía el lunes. Debían de ser las siete y media de la mañana cuando Jenaro Baldrich llegó a la sala de espera. Enseguida fue informado de que la Charo todavía no había dado a luz. Tuvo que aguantar hasta la una. Ni se planteó la posibilidad de asistir al parto. Estaba esperando en el pasillo, de pie, con el rostro del Generalísimo arrugado en la portada del Diario de Barcelona, el mismo que plegaban sus manos cuando vio a una enfermera salir del cuarto, a quien Baldrich preguntó si había ido todo bien. Le dijeron que sí. Entonces respiró tranquilo, pero tardó unos minutos en acceder a conocer al bebé. Cuando entró en la sala, la Charo sostenía a un niño azul y rojo en su regazo. Los dos lloraban como bestias.
La miró a los ojos, pero no le dijo nada. No supo cómo dirigirse a aquel manojo de lágrimas que sollozaba bajo las sábanas y que parecía albergar entonces en su pecho el azote que había recibido antes, y todas las patadas que le había propinado el pequeño que sujetaba entre los brazos durante los últimos meses del embarazo. La Charo tampoco abría la boca si no era para emitir balbuceos de satisfacción o de angustia. Es probable que el señor llegara a sentir lástima, pero no obstante lo disimuló. Y así, mirándose como quien no quiere verse, los dos levantaron los hombros y dibujaron la sonrisa menos alegre que hubieran imaginado. El señor tuvo que acercarse hasta los lindes de la cama, sin otro remedio que decir algo:
—Bueno, Charo, pues ya está…
—Ha sido niño, señor, lo llamarán Jaime, ¿verdad?