8.

Ni siquiera el padre de Jenaro supo nada. Su hijo consiguió captar con esmero que no estaba el hombre para más preocupaciones. El internamiento de su hermano Gonzalo había envejecido, en unas pocas semanas, varios años a Eustaqui Baldrich. Así lo apreció Jenaro el fin de semana siguiente, cuando se vieron en el sanatorio. Se encontró con un hombre más curvado, con más canas, más arrugas, más kilos y tal vez menos hábil. Tenía setenta y dos años. Y no arrastraba signos de agotamiento mental, porque podía entender y analizar la realidad desde el prisma vigía de siempre, pero sí se averiguaba en su gesto cierto desencanto. Enfrentarse a esa imagen no fue una tarea fácil para Jenaro Baldrich, quien, con intuir un instante la ausencia de su padre, se asustaba considerablemente. También recibió aquel mismo día, en el jardín del sanatorio, la noticia de que su madre estaba enferma.

—Un resfriado que no hay manera de limpiar… Lo que pasa es que con esto de Gonzalo ya ni come. Ay… María Cinta, María Cinta, tienes que comer, le digo…, pero… esta mujer no sé yo…

Eso le dolió menos que la fatiga de su padre. Pero le dejó un rastro de angustia en la mirada, del que quiso sobreponerse cuanto antes. Y es que a pesar de todos los infortunios que habían llegado juntos durante aquel tiempo, Jenaro Baldrich trató de hacerse más tenaz y quiso superar aquel bache con más trabajo que esperanza. Aun dirigiendo los Talleres Mateu, alquiló un local en la Bonanova y empezó a fraguar su negocio. Una cosa le hizo decidirse definitivamente. Eustaqui Baldrich le comunicó en esos días que, después de ver el estado de su hermano Gonzalo, debería él hacerse cargo de la herencia. Sería el heredero cuando ellos murieran. Eso significaba recibir el legado de un patrimonio que incluía muchas hectáreas y muchas pesetas. Un capital con el que poder llevar a cabo cualquier proyecto y de cualquier envergadura. Eso, es inútil negarlo, gustó a Jenaro Baldrich por encima de la salud de su hermano. Su carácter pragmático le hacía ver el mundo de manera utilitaria, realista.

Así, se animó a comprar el coche que quería, un Fiat Topolino de color burdeos. Se sacó la licencia en un santiamén. Contactó con posibles proveedores y enderezó las fórmulas para llevar a cabo la inversión y el despegue. Bajo ningún pretexto podía Jenaro Baldrich reconocerse en la imagen de un gandul o de alguien indeciso. Las enfermedades que asomaban desde el pasado de su familia fueron un toque de atención. Se puso manos a la obra con más coraje que nunca, como si le fuera a faltar tiempo o como si la fatalidad pudiera tener alguna opción de disuadirle.

No se preocupó de legalizar nada. Ni papeles en regla ni enemigos. Aquellos tiempos, en los que sobraban locales y hambre, no eran propicios para dormirse en los laureles. Nadie le reclamaría nada que no pudiera solventar. Jenaro Baldrich enderezó el rumbo de su empresa a golpe de ingenio, inventio y estraperlo. Incluso prometiendo lo que no estaba seguro de poder cumplir. Podía más el coraje que el posible fracaso. Fabricaría ropa. Contrataría mujeres, compraría agujas, hilo, algodón… En su almacén se elaborarían telas, trapos, delantales, calcetines, y luego, cuando estuviera despuntando en el mundo del producto acabado, se sumaría al carro de la moda.

Padre e hijo salieron juntos del sanatorio. Antes de que cada cual se subiera en su coche, don Eustaqui Baldrich preguntó a su hijo si estaba el nieto en marcha o no, a lo que Jenaro respondió que la cosa seguía su curso natural.

Jenaro Baldrich condujo hasta la calle Muntaner con la imagen de su hermano en la memoria. Vería semáforos achacosos, socavones, restos de ojeriza en una ciudad que bostezaba a las siete de la tarde y que se aburría de verse a sí misma como un animal magullado. Advertiría el paso de cierto chaval desdichado con media barra de pan, las luces prendidas de los ultramarinos de la Vía Augusta, algún biscúter mucho más lento que su Fiat, las persianas echadas del cine Aquitania, dispersas inercias en aras del abastecimiento. Y es lógico que Jenaro Baldrich pensara en la herencia, en las tierras de Tarragona, en la finca en la que había nacido. Puede que fuera entonces cuando decidió que si algún día faltaban sus padres todo aquello habría que borrarlo. Se vendería. No podría Jenaro cargar con el peso de un linaje y de una historia y de toda su infancia. También pensó en su negocio, y seguramente fue en aquel intervalo de evocaciones tan reales cuando tuvo claro que su empresa y la marca de ropa sólo podría llamarse con un nombre que le llenara las arcas de importancia, de suculentos dividendos y del respeto que confieren los ojos de los demás. Y que honrara a partes iguales a su hermano, a los caídos por Dios y por la patria y a su idea del cosmopolitismo. Sandro Carnelli.