7.

—Te importaría sentarte un momento, por favor. Tengo que hablar contigo…

De esta manera empezó a hablar Jenaro Baldrich la tarde siguiente desde el quicio de la puerta de la habitación del servicio. Había llegado del sanatorio antes de lo habitual. No se preocupó de ir a saludar a su mujer. Tampoco, como solía, repasó las luces que estaban encendidas ni miró si había que reponer leña.

Habló tal cual, de pie y sin soltar su mano del broche de la corbata, vislumbrando los ojos de la criada, con los privilegios que concede la sangre y el patrimonio. Mientras ella, sintiendo un brote de instintos palpitar en su estómago, con astucia de mujer de campo cansada de ver parir animales y de llenar cubos de cebada para engordarlos y de sacrificar conejos de cuajo en la sombra escasa del pajar de una era apañado como choza, ya sabía lo que el señor le iba a proponer. Porque tal vez tenía conciencia de que el dolor también es escuela o de que, viniendo de donde venía, ya nunca iba a poder amarrarse a una oportunidad parecida a la que de un momento a otro le iba a ser impuesta.

Y es que Jenaro Baldrich no sabía que la señora ya se lo había insinuado en la cocina mientras ella secaba la cazuela de barro dos semanas atrás. Porque él no estuvo. Baldrich había ido a ver un partido de fútbol cuando oyó por boca de Sagrario «No hay manera de que lleguen», y tampoco sabía que no había podido dormir desde entonces. Enseguida se vio aceptando, con la cabeza gacha. Su silencio fue su modo de decir que estaba para lo que mandasen. Tampoco Jenaro Baldrich esperó el consentimiento de nadie.

—Aquí te cuidaremos bien, ya verás… Ni a ti ni a los tuyos os faltará de nada… —y como para dejar un rastro de complicidad, o dibujar un impulso de acercamiento menos hermético, con la vista clavada en la más remota de las ausencias, agregó—: Mi mujer, al igual que tú, es de procedencia similar, pero muy honrada. Y a mí me gusta la gente honrada. Como tú lo eres. Bien sabe Dios que la naturaleza a veces es caprichosa, pero en este caso ha sido de forma negativa. ¿Y qué sentido tiene nuestra vida sin…? —y así, dejando a medias la retórica, ahora mirándola con la misma mirada con la que convencía a sus clientes, Jenaro Baldrich cambió de rumbo—. Jamás, créeme, podría hacer a nadie una proposición tan seria como esta si no supiese de tu limpieza de alma —para inmediatamente sentenciar—: Si es niño se llamará Jaime, como mi abuelo, y si es niña Natividad, como la abuela que me crio.

En ese instante una capa de silencio recubrió aquellas dos conciencias y se interpuso entre ambos. El señor no levantó la vista para ver cómo la Charo empezaba a asentir con la mandíbula a la vez que se acogía a Dios porque en los ojos le tiritaba el corazón; y de ese modo, ahora sin mirar, Jenaro Baldrich, como guiado por no se sabe qué pensamiento adelantado a su época, se atrevió a añadir:

—A partir de hoy, Charo —carraspeó un instante, para luego sentenciar—, considérate una más de la familia.

A la noche siguiente Jenaro Baldrich, después de regresar del sanatorio y de cenar solo en el salón, mientras su mujer estaría en busca de un sueño difícil, se encaminó a la minúscula habitación de la Charo sin llamar a la puerta. Ella se abrochaba el último botón del camisón cuando oyó que él arrastraba las zapatillas a lo largo del pasillo, al mismo tiempo que las suelas golpeaban el suelo fabricando una letanía lenta y con hambre de espanto.

—Te traigo un presente —dijo Baldrich, entre el chasquido de la puerta, a la vez que dejaba un perfume sobre la mesilla de noche.

La sirvienta sentía frío en las piernas, y también donde finalizaban. Tenía las rodillas juntas, y las manos sobre ellas, y el pelo suelto, lacio y negro cayendo por encima de sus hombros. Con la manga de felpa del camisón se limpió un poco la nariz y expelió así restos de un estornudo anterior, tragó saliva y esperó bajo las sábanas a que Baldrich colgara encima de su cofia la bata de seda y apagara la luz no de un golpe, como solía hacer, sino más despacio, acompañando la curva del enchufe, como si encendiera a tientas una vela en una cabaña de madera.

Entonces a la Charo se le difuminó la espalda del señor y lo sintió avanzar hasta el borde de la cama. Cuando las sábanas empezaron a moverse ella cerró los ojos y respiró un matiz de ausencia en la cercanía del tacto de aquel pijama de franela. Notó el hundimiento del colchón a la vez que escuchó la queja de los muelles. Fue una queja elástica y constante que ya entonces sabía que recordaría para siempre, porque su raciocinio, también abusando de su cuerpo, atravesó de un tirón muchos más de nueve meses, y ajeno a la gravedad se precipitó por un barranco sin fondo.