6.

Pero por aquel entonces, justo aquella semana, sucedió algo que perturbó los pensamientos de Jenaro Baldrich acerca de su nuevo proyecto industrial. Fue algo que podría preverse pero que nadie quería creer a ciencia cierta. Gonzalo Baldrich sufrió una nueva crisis mental y hubo que internarlo en un sanatorio cerca de Vallvidrera. Se le diagnosticó esquizofrenia aguda, con claros indicios de demencia senil progresiva, y el padre, Eustaqui Baldrich, al enterarse, sufrió en su raciocinio un derrame de tristeza que le llevó a evocar el tiempo en que vio nacer a su primer hijo. Maldijo la guerra. Se preguntó qué habría hecho él de malo. Injurió en silencio contra los vencidos y también, aunque a menor escala, contra los vencedores, pero trató de acusarse a sí mismo de todo. Procuró que su esposa, Cinta Campà, se mantuviera, como siempre en lo relacionado con sus hijos, al margen de aquel trance y no permitió que fuera a verlo ni una sola vez. Se hizo cargo de los gastos del internado y acompañó a su hijo, en su primer día, hasta la puerta misma del centro. La mujer que venía con el enfermo no pasó de la cancela del jardín. No obstante esperó a Eustaqui Baldrich. Cuando este salió hablaron menos de dos minutos y luego cada cual se fue por su lado.

Tan pronto como le fue posible acudió Jenaro a visitar a su hermano. Lo hizo todos los días de aquella semana, por la tarde, después de comer. Es natural creer que en una de sus visitas le contara sus proyectos futuros. Que le hablara de su idea de hacer carrera con las ropas y los tejidos, y de que estaba a punto de fundar un negocio que le reportaría dinero y prestigio, pero que todavía no tenía nombre, ni capital suficiente para enderezarlo, ni local donde ubicarlo, pero que en cualquier caso era una idea con cuerpo y con alma.

Gonzalo Baldrich se salía por la tangente y sólo hablaba de la guerra. A ratos entonaba canciones, a ratos hablaba de cartuchos y escopetas o refugios; de casas repletas de conserva en adobo encontradas casualmente al amanecer después de días comiendo rancho; de oraciones y charlas en grupo ante la hoguera; de paisajes; de colaboradores; de espías; de extranjeros que pelearon con él y de otros que lo perseguían; de cómo se empieza a cavar una trinchera y acaso del dolor que vio y del daño que no se atrevió a reparar. Y tuvo que ser en una de esas visitas cuando el hermano mayor, con la voz enclenque, le habló a Jenaro Baldrich de un episodio vivido en Tolosa, cuando después de capturar a varios prisioneros rojos, antes de fusilarlos al amanecer, uno de sus compañeros de batallón, el italiano Sandro Carnelli, con el fusil al hombro y dispuesto a apuntar al cuerpo de los jóvenes que temblaban con la espalda en la pared, le advirtió, al ver que muchos habitantes del pueblo, niños incluidos, acudían a presenciar el fusilamiento de los rojos con churros en las manos y con ganas de aplaudir, que aquello no estaba bien, que era demasiado.

—Y me lo dijo Sandro Carnelli, que era más fascista que Mussolini. Pero un hombre muy abierto, y elegante, Sandro Carnelli, eso que tú dices de la ropa, él ya me lo decía a mí, llevaba gafas, se lustraba las botas, siempre rezaba, y hablaba de la sua nonna, que quiere decir abuela…, ¿entiendes? Ahora que Italia ha salido ya de esa guerra me acuerdo de él… con el fusil… ratatatatatá…

Jenaro Baldrich asentía. De vez en cuando caminaba con su hermano por el jardín y le cogía del brazo. Escuchaba las batallas de aquel treintañero camino del delirio y pensaba cosas que no quería pensar, cosas que ponían en tela de juicio un presente huérfano, desdichado. Luego enseguida se reafirmaba en su posición de vencedor y se gustaba a sí mismo al escuchar las reverencias que las clases bajas solían otorgarle, y a decir verdad, jamás llegó a sentir algo parecido a la piedad.

El sanatorio de Vallvidrera contaba con vistas de toda la ciudad. Desde allí Jenaro Baldrich vislumbraba, aunque muy a lo lejos, el mar Mediterráneo. Dejaba que su pensamiento viajara en barcos y que su ambición atracara en distintos puertos, exportando su ciencia, su ciudad y su talante. Ya empezaba a saber y a decirse a sí mismo que la fe no mueve montañas, pero que el trabajo y la constancia pueden atravesar mares. También pensaba en su primo Ignacio, y eso le oprimía el corazón. Sentía un no sé qué, debía de ser odio, en el estómago, y al padre de este sí podía verlo como promotor de la enfermedad de su hermano. Imaginaba cómo transcurriría su vida en la Argentina, si se casaría, si tendría hijos, si montaría un negocio.

Después de varias elucubraciones reaparecía en el presente junto a su hermano, y así escuchó de nuevo recuerdos de ofensivas y blasfemias contra anarquistas y algunos altos cargos rojos que su escuadrón tuvo presos. A veces le preguntaba qué tal iban los estudios, otras si ya se había casado…, y así hasta que se despedía de él con la promesa de siempre, la de llevarle un día de estos a ver un partido de fútbol al campo de Les Corts.

Al llegar a casa, uno de aquellos días, puede que fuera martes o miércoles, en los que haber visto a su hermano le arraigaba el mal genio, preso de una irritación fácil de intuir, Jenaro Baldrich encerró a su mujer en el cuarto de ambos y le hizo dos preguntas:

—¿Qué te ha dicho el doctor Balcells?

Sagrario deshizo el nudo que formaban sus manos a la altura del abdomen, donde se le cerraba la bata, y como concediendo sin querer una excusa, repuso:

—Que no sabe con seguridad, pero que parece que no puedo.

Esa fue la primera pregunta. Mientras esperaba para hacer la segunda, Jenaro Baldrich pudo ver a Sagrario guardar ropa limpia y planchada en uno de los cajones del sinfonier. Él se quitó los zapatos. Se cambió de calzado. Se acercó al balcón. Resopló contra la ventana, y una mancha de vapor se quedó en el cristal y por un instante le nubló la vista. Vio cómo había oscurecido a gran velocidad y cómo las luces de las farolas parecían sabandijas lisiadas, dejadas de la mano de Dios, en la estepa de la calle Muntaner. Alguien llevaba una garrafa de agua de la fuente de la Diagonal. El tránsito era impasible. Hasta la habitación llegaba un olor a comida que ambos podían reconocer pero que no nombraron. Jenaro Baldrich se giró para mirar a su mujer y para, como era habitual en él y como no podía ser de otra manera, embestir la situación sin miramientos.

—Entonces ya sabes lo que hay. ¿Estás preparada?

Sagrario dudó un instante. Parecía que iba a decir algo. Pero se encogió de hombros y salió de aquella habitación como una resignación que huye hacia ninguna parte.