Un día de invierno en que el señor Baldrich se hallaba en algún pueblo de la provincia de Barcelona viendo máquinas, cuando ya había pasado más de un año desde la boda, llegó la primera carta. La Charo, que llevaba dos meses en la casa, había enviado giros a su familia y tenía un sueldo y una comida asegurados, fue la encargada de recibirla de manos del cartero. Y aunque le resultó extraño recoger correspondencia a nombre de la señora, se la entregó sin darle vueltas al asunto.
Cuando Sagrario tuvo entre las manos aquel sobre y leyó la palabra Argentina grabada sobre los sellos no pudo evitar sobresaltarse. Se hallaba en el salón, agachada delante del hogar, contando troncos de leña, abrigada con una bata. Y tan pronto vio su nombre escrito con una ortografía impecable y la falta de remite, empezaron a temblarle los nudillos y una conocida presión inundó su pecho.
Buenos Aires, 7 de diciembre de 1944
Querida Sagrario:
He sabido de tu boda con mi primo y me gustaría felicitarte por ello. A su lado jamás te faltará de nada y eso es algo que por un lado me duele y por otro me consuela. He pensado mucho en ti este último año. Buenos Aires es una ciudad en la que sobra espacio para pensar. Y la verdad, no sé cuánto habrá pagado mi tío a tus padres para acercarte a su hijo con tanta velocidad, a lo mejor le ha costado más que expulsarnos a mi padre y a nosotros, tampoco importa, después de todo ya sois marido y mujer, pero es preciso que lo sepas. Y lo sabes tan bien como yo sé que te habrá preguntado por mí y que le habrás dicho que nunca me conociste y que nunca estuvimos solos paseando por la playa de Comarruga, cuando las gaviotas de la primavera te daban miedo.
Todo es tan distinto acá, incluso las mujeres de nuestra edad fuman en público. Los bares se llaman boliches y a veces pienso que te enseño la ciudad como te enseñé la playa y las casas de pescadores. Como es tan grande, muchas cosas las verías desde un ómnibus, pero iluminadas por este verano. Aquí la Navidad es para ir a bañarte, si hubiera mar como en Comarruga, pero sólo hay puerto. Hay también muchos exiliados como nosotros. Mis primos segundos, aquellos familiares que te dije que se habían ido antes de que acabara la guerra, residen en Buenos Aires. Al principio caímos en su casa, pero viven tan lejos que hay que coger un tren, y ya los veo menos. Mi padre dice que saldremos adelante. Ha empezado a trabajar en un boliche donde vamos a comer todos los días una comida riquísima. Y dice que podré empezar a estudiar en la universidad cuando él se monte su propio restaurante… Según él será pronto, porque con Perón el mundo de los trabajadores va a cambiar y todo será diferente.
Como si aquella no fuera su casa y tuviera miedo de represalias o de que las paredes hablaran, Sagrario, cuando llevaba leída la primera hoja de la carta, tuvo que retirarse a uno de los servicios. Allí, sentada sobre la taza del inodoro, empezó a llorar, y así, con las mejillas regadas y sintiendo un dolor muy próximo a la envidia y a la fascinación que le arrugaba el corazón, o lo que le quedaba de vida, continuó leyendo:
El café donde mi padre trabaja de mozo (camarero) se llama el Británico, y está muy cerca de donde vivimos, es grande y lleno de sillas y mesas de madera. A Carlos y a mí nos gusta pasarnos las tardes sentados allí. Hemos traído una baraja y jugamos a la escalera. El bar está en la calle Defensa esquina con la calle Brasil, los dos nombres me gustan, sobre todo el primero. Desde las ventanas se ve un parque inmenso. Es muy clásico, las mesas son redondas y se sientan señores que hablan toda la tarde. Pero mi padre lo que quiere es un restaurante que se parezca a la Confitería Ideal, que es su lugar favorito porque tiene un salón enorme y siempre está lleno de gente y de humo; como te he dicho, en Buenos Aires también fuman las mujeres, y también se sientan con los hombres en las mesas de los cafés. Está en la calle Suipacha, muy cerca de Corrientes, que es la avenida más larga que he visto en mi vida; ya nos ha llevado varias veces a Carlos y a mí, dice que allí va la esposa de Perón, que se llama Eva Duarte y la llaman Evita, pero nunca la hemos visto. Perón es el que manda ahora, y dice mi padre que con él todo va a ir bien, porque está modificando las cosas y defiende a los trabajadores.
Bueno, ya dejo de escribir, que mi hermano me llama y tenemos que irnos a comer (cenar para nosotros) y así envío cuanto antes esta carta.
Puedes quemar lo escrito, y puedes borrarme, pero jamás será posible que deje de quererte y de recordar, como dice la copla que oímos aquel día: sólo para olvidarte sigo vivo, sólo de recordarte no me he muerto.
ignaciopárbole
Bastante antes de terminar de leer la carta, Sagrario se reafirmó en su anterior cavilación y se juró por sus padres que no volvería a abrir una carta de Ignacio Párbole en lo que le restaba de vida. En cuanto salió del baño se dirigió al fuego. Guardó las hojas en un bolsillo de la bata mientras vio cómo el sobre se hacía cenizas. Aprovechó que la Charo pasaba por allí para pedirle, sin girarse, sin mirarla, que le trajera un vaso de agua. Cuando dejó de oír sus pasos pasillo adentro sacó el pañuelo del bolsillo y volvió a sonarse la nariz. Borró de su rostro cualquier rastro de congoja que pudiera quedar y expuso las palmas de sus manos al fuego hasta que recibió el vaso de agua. Lo bebió pausadamente. De pie, sintiendo calor en las rodillas. Seguramente se esforzó por no pensar, pero seguramente todos los esfuerzos fueron inútiles y el calor que subía por sus piernas la trasladara a ese verano de Buenos Aires, desconocido, quizás idolatrado, o al verano de años atrás, cuando conoció la playa de Comarruga y se asustó con tantas gaviotas gorjeando y revoloteando juntas.
El transistor que acompañaba a la Charo en sus desplazamientos por la casa llegó hasta el salón y dejó flotando el final de una copla de Concha Piquer muy popular. Sagrario la vio dispuesta a arrodillarse, antes colocó encima de una mesa el receptor y ambas escucharon sin entusiasmo algo sobre el fuero de los españoles, una nueva ley fundamental para el régimen, en la que se definirían los derechos y los deberes de los españoles, y sus libertades, que seguirían mantenidas por los ideales programáticos de la Falange, por la obediencia al jefe, y a la religión católica, la única del Estado y de los españoles.
Esa misma noche regresó Jenaro Baldrich. Lo hizo de manera enérgica, como era habitual en él. Preguntó qué había de cena y le pareció bien. Comprobó que no faltara leña. Apagó las luces del pasillo. Corrió las cortinas. Era viernes y terminaba una semana que no le había cansado en absoluto. La criada, con el delantal puesto, sirvió la cena en el salón. Mientras sorbían la sopa de galets Jenaro le contó a su mujer parte de lo que había hecho durante el día. Habló de maquinarias y algunas modificaciones, pormenores sobre tornos y fresadoras y ciertos detalles de un automóvil de cuatro plazas. De los platos de sopa emergían sendos rulos de humo. Las astillas crepitaban en el hogar. Después de tragar una cucharada caliente, con el ceño fruncido miró a su esposa y le dijo:
—Y alegra esa cara, mujer, que mañana nos vamos a bailar. La semana que viene me iré al fútbol, pero mañana nos vamos a La Paloma.
—Nunca he estado allí.
—Por eso, mañana estarás. ¿Se sabe algo?
—No. Pero el lunes voy al doctor Balcells.
—Sí, tienes que ir, dale muchos recuerdos, míos y de mi padre. Es muy raro. Llevamos ya meses dale que te pego y nada, a ver si es que no se puede…, y yo quiero tener hijos, cuanto antes mejor, nosotros que podemos tenemos que hacerlos…, si no…
No se sabe si lo de ir a bailar fue idea de Jenaro Baldrich o si llevó a cabo aquella empresa por indicación de su padre o, quizás, por prescripción del doctor Balcells. Se sabe, no obstante, que Jenaro y Sagrario fueron aquella tarde de sábado a conocer La Paloma, después de que él sopesara acudir a la Sala de Fiestas Monumental, la del café Vienés, y descartara el Salón Rosa. Fue la primera y la última vez que bailaron juntos tanto rato. No se puede negar que se divirtieron y que a Sagrario la reanimó y le gustó aquel universo de sinfonías, brillantinas y parejas. Es probable, además, que ella sintiera un indicio de fascinación por su marido, ese hombre emprendedor y sin miedos, capaz de lidiar con cualquier contratiempo y en cualquier situación, que le había traído una comodidad económica más próxima a la burguesía de lo que pudiera imaginar, y gracias al cual a ella la llamaban y era una señora, y que por consiguiente los ojos le brillaran al mirarlo y sentir que la guiaba por la cintura entre aquel enjambre de pliegues de vestidos y luces y contornos, mambo y chachachá.
Hicieron una pausa para sentarse y tomar un refresco, él bebió cerveza, y luego siguieron bailando hasta las ocho de la noche, momento en el que volvieron en taxi a la calle Muntaner. Una vez en la habitación, todavía guiados por la presunta euforia y el sudor de los bailes, intentaron hacer el amor con una pasión superior a la que habían conocido hasta la fecha, la que sin duda les traería ese hijo que tanto anhelaba el señor y para el que Sagrario estaba dispuesta.
A pesar de la escenificación del deseo de la noche, lo primero que le dijo Jenaro Baldrich a su mujer a la mañana siguiente fue que no olvidara la cita del lunes con el doctor Balcells. Luego se vistió con lo primero que encontró en el armario. Con un meneo de cabeza le anunció a Sagrario que abandonaba la estancia. Antes de ello su mujer le preguntó si irían a misa, pero él contestó que no hacía falta, que ya irían el domingo que viene. Ella se quedó un rato más en la cama, rumiando las torpezas de la noche anterior, cuando tuvo encima a su marido. Él salió y anunció a la Charo que desayunaría en la cocina. Allí mismo ella le sirvió el café y los dulces. No hizo ningún comentario mientras masticaba y sorbía. Pero cuando la sirvienta se secaba las manos e hizo ademán de retirada, el señor le dijo:
—No hace falta que te vayas, mujer, puedes sentarte ahí.
Sagrario oyó ese comentario, con aquel apelativo, y a pesar de que le sorprendió no dijo nada. Se sentó frente a su marido y esperó a que la Charo le sirviera también a ella.
La tarde del domingo siguiente, como estaba previsto, Jenaro Baldrich se fue al fútbol. Curiosamente lo hizo con un chaval de los talleres, para mayor casualidad llamado Mateu, al que había prometido acompañarle. Era ese chiquillo de nueve años, delgado y fibroso, que aprovechaba cualquier hora libre que le dejara la escuela para hacer recados en los Talleres Mateu y ganarse así una propina por pequeña que fuera, pues su abuela vivía al lado y conocía al dueño de la fábrica. Con los operarios, mucho más mayores que él, se mostraba charlatán, carente de vergüenza y sobrado de desenvoltura. Aseguraba sin reparo que se llevaba colando en el estadio de fútbol toda la temporada y parte de la anterior. Sorprendía el desparpajo con el que hablaba de su equipo, lo que propiciaba que a menudo la emoción le atropellara adjetivos en la lengua; además, al conversar, por momentos se le escapaban catalanismos que para nada molestaban a Baldrich. Fue ese niño, aprendiz de todo, quien le habló a su manera del cosmopolitismo, pues había oído esa rara palabra en las gradas del campo, en una conversación de mayores que se le quedó grabada, una vez que logró disimular su paso hasta tribuna.
A buen seguro disfrutaron del partido. Es indudable que Baldrich agasajó al chaval invitándole a tomar algo después. Y que en los minutos que durase aquella confabulación pensara en silencio en sus aspiraciones fabriles más allá de los Talleres Mateu, mientras el chico apuraba una limonada y repetía los nombres de la delantera azulgrana. Pues era algo que Baldrich llevaba desde hacía tiempo en la cabeza y a lo que no paraba de darle vueltas y para lo que no veía el momento de dar el paso. También le preguntó al muchacho si sabía por qué el Barcelona vestía con colores tan sugerentes y tan distintos al resto, y ahí Mateu se quedó bloqueado, levantando los hombros, con la mirada elevada a los ojos del regente de los talleres. Entonces Baldrich, que también empezaba a informarse sobre aquel club, le hizo saber que los colores azul y grana eran los colores del paisaje de la Suiza natal de su fundador, aquel, el Hans Gamper que ya conocía. Le traían recuerdos de su infancia. Y la manera que encontró de exportarlos por el mundo fue poniéndolos en la zamarra que representaba sus designios. No es que Baldrich necesitase sentirse incitado por los comentarios del niño, pero la vivacidad y la expresión que ponía a la hora de transmitir los sentimientos, esa emoción que llevaba implícita su manera de pronunciar el descaro, le mantenían en pie, a gusto, explicándole además que el primer presidente del Barcelona había sido inglés, de nombre Walter Wild.
Tampoco importaba que el chico tuviera tan sólo nueve años, ni que fuese de familia humilde. Era espabilado, muy inquieto y trabajador. Y cuando Jenaro le preguntó si quería que le acompañara a su casa, el chaval le dijo que no, que él se colaba en el metro y llegaba solo porque se sabía Barcelona de carrerilla, detalle que dejó en la retentiva del mayor un regusto de proeza que ya quisiera para sí mismo.
Así, Jenaro Baldrich y Mateu se dijeron hasta mañana a las puertas del metro de Sans, donde el chiquillo descendió las escaleras feliz por la victoria de su equipo y donde el señor, tras recibir el bufido de un trolebús que parecía purgar la calle Numancia, detuvo un taxi ayudándose del sombrero, que lo condujo a la calle Muntaner esquina Diagonal y en cuyo asiento trasero no es descabellado creer que pensara en lo mucho que le gustaría que sus hijos fueran cosmopolitas, astutos e incansables, y con los ojos azules o verdes como el Mediterráneo.
Sagrario pasó la tarde en casa, la mayor parte en la cocina, junto a la Charo, manoseando ejemplares de El Hogar y la Moda, haciéndole preguntas sobre comidas, sobre su familia, sobre su pasado en aquel pueblo, sobre la salud de sus padres. Y Sagrario, mientras la ayudaba a colocar cada cacharro en su sitio, le habló igualmente de los corrales de Torredembarra y los huevos recién puestos y la playa y los pescadores y la pastelería de su tía en Tarragona, donde conoció al señor, y muchas otras cosas. Así entablaron la Charo y Sagrario una complicidad a la que siempre le faltó un grado para llamarla amistad. Es de suponer que Sagrario tuvo miedo de ello. Pero paulatinamente, entre ambas, crecía una connivencia alimentada por la cercanía de unos linajes sumisos y por la diferencia de suertes que la vida, a las dos, les había impuesto.
Al regresar por la noche, ya en la cama, mientras acomodaba las mantas y la colcha a su estatura, antes de dormirse, con un gesto en la cara muy próximo al contento o a la fascinación, Jenaro Baldrich sólo mencionó cinco palabras a las que su mujer no encontró modo de responder:
—Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón.