Dos semanas después de la boda llegó a casa la Menca. Era la criada de los Baldrich en Tarragona. La enviaba su padre. Tenía sesenta y cinco años y le retemblaban las piernas al andar. Le quedaban unos meses de trabajo antes de retirarse al pueblo que la vio nacer. Se quedaría con ellos hasta que consiguieran otra mujer que les llevara la casa. Jenaro Baldrich no le había comentado nada a su esposa, quien recibió con extrañeza enmudecida aquella presencia femenina entrada en años que a ratos hablaba con desparpajo y a ratos no abría la boca. Se llamaba así por un mote que le habían puesto en su pueblo de Murcia, cuyo nombre Sagrario jamás fue capaz de memorizar.
La Menca había visto nacer a los dos hijos de Baldrich. Conocía los gustos del señor, por lo que no le fue difícil ponerse manos a la obra. Tenía aprendidas las pautas de su tarea. Los límites que se debían respetar con los señores, los momentos de entrar en el salón, las cantidades de sal de todas las comidas y el modo de planchar la raya de los pantalones o de sacar lustre a los zapatos. Limpió de arriba abajo el piso y la terraza. Aquel quehacer dejó un penetrante olor a lejía que a punto estuvo de obligar a Sagrario a dar su primer paseo sola por el barrio. Luego, amedrentada por no se sabe qué prudencia, desistió. Sin duda el piso de la calle Muntaner, ubicado unos pocos metros por encima de la Diagonal, se diferenciaba bastante del piso de huéspedes que Jenaro Baldrich había habitado los años de la carrera y de noviazgo y, a juzgar por sus dimensiones, requería de una servidora. La enormidad de las habitaciones y la complejidad laberíntica de los pasillos hacían de aquel ático un escenario propicio para llenarlo de familia. Resultaba cálido cuando la luz que inundaba la terraza entraba por los balcones, y se dilataba como un resplandor progresivo por el interior y buscaba los rincones y achicaba los techos, pero de noche se enfriaba, y así, todavía sin muchos muebles, la casa parecía ensancharse. No obstante don Eustaqui Baldrich había tenido buen ojo. Lejos de adquirir un principal con claraboya, como solían hacer las familias distinguidas, se adelantó a la costumbre y le dio a Jenaro el piso más alto y con más metros de terraza, como si al comprarlo hubiera medido en metros cuadrados la felicidad de su hijo. Por su parte, Sagrario tuvo que perderse varias veces en aquella extensión embaldosada hasta tomarle la mesura, demasiado grande para su condición humilde, más habituada a plantas bajas, gallineros en las galerías y acalorados cobertizos.
Por aquellas fechas el señor Baldrich empezó a trabajar como ingeniero industrial en los Talleres Mateu del barrio de Las Cortes. Aun siendo su titulación de perito, decidió comenzar desde abajo. Enseguida se familiarizó con los planos de las piezas que posteriormente se mecanizaban en dichos talleres. La falta de titulados técnicos en el sector industrial hacía de encontrar trabajo una tarea fácil. Aquella Barcelona dejaba al descubierto su penuria, sus edades avanzadas, sus viudas, y su necesidad de progresar con nuevas inquietudes. Su padre le aconsejó asimilar el mundo laboral y Jenaro Baldrich quiso asumir esa escuela. En dos semanas sus ideas empezaron a catalizarse de manera natural, y a los tres meses era considerado como persona de referencia en la empresa. Prepararon ferias para toda la comarca. Eso le obligó a ausentarse de casa durante días. Sugería con buena mano el trabajo que debían llevar a cabo sus operarios, pero él era el primero en trabajar y en dar ejemplo.
Fue allí, en los Talleres Mateu, donde se aficionó al fútbol. La cercanía de los talleres con el Estadio de Les Corts hizo que simpatizara con el Barcelona y que se preocupara por su historia. Gracias a ello escuchó por primera vez la palabra «cosmopolitismo». Un chaval avispado que hacía recados dijo que aquel club era cosmopolita, y otro obrero mucho más mayor añadió que lo había fundado un suizo, además protestante, llamado Hans Gamper, junto con otros jóvenes catalanes y extranjeros, muy receptivo a las combinaciones culturales, a la miscelánea mediterránea. Aquello gustó a Jenaro Baldrich y quiso también él ser cosmopolita, y abrirse al mundo, y generar hazañas. Desde el interior de los talleres se oía a la muchedumbre gritar en las gradas del campo. El Barça acabó ganando aquella Liga de 1945 y Jenaro Baldrich se aficionó a ese deporte que empezaba a crear aglomeraciones y discusiones en los bares por las mañanas. Y aunque también le dijeron, en voz baja, que su penúltimo presidente, Josep Suñol, había sido asesinado en 1936 por los soldados franquistas en la sierra de Guadarrama, eso ya no lo quiso escuchar con tanto entusiasmo como la palabra cosmopolitismo.
Meses después de aquel final de Liga y ya con el mes de noviembre dispuesto a congelar la ciudad, apremiado por su padre, el señor Baldrich se dirigió al convento de las monjas de Consejo de Ciento y pidió hablar con la madre Mercedes. El motivo de la visita era transmitir a la superiora su interés por contratar a una mujer joven que estuviera dispuesta a servir a la familia. La superiora le dijo que estaría al tanto y que en cuanto tuviera noticias le avisaría. Al despedirse, Jenaro Baldrich dejó una propina debajo de un calendario mariano y simplemente dijo:
—Un detalle, madre, para la comunidad, que buena falta nos hace…
Así apareció Charo en la vida de los Baldrich. Recomendada para servir por aquellas monjas, recién llegada de la provincia de Huesca. Vino en un autobús que se detuvo al lado de la plaza de la Universidad, en la ronda de San Pedro, frente a la escasa luz de la Cafetería Estudiantil. Tras la ventana seguramente vio a las religiosas, cubiertas por sus hábitos, tal vez tiritando, esperando a que llegara y buscándola con la mirada. Se presentó cuando estrenaba la mayoría de edad y después de haber fregado, arrodillada, junto a su madre, cada mañana durante tantos años, el bar de su pueblo; que esa fue su academia, el bar y su abuela Irene postrada en la cama, a quien tenía que limpiar y cambiar y levantar echando una mano a su madre todas las veces que hicieran falta. Hecha con la fibra propia de los trabajadores prematuros, aquella mujer no carecía del criterio de la limpieza.
Y así apareció de la mano de la madre Mercedes en el despacho de Baldrich en los Talleres Mateu al día siguiente de llegar a Barcelona. Lo hizo dispuesta a servir lo que mandaran los señores y preparada para quedarse, a ser posible, para siempre, y poder así enviar giros con dinero a su familia. Asomó en el despacho todavía incrédula por el trayecto que habían hecho en un vagón bajo tierra. El transporte que llamaban Metro Transversal. Era el mes de enero de 1945. Y es muy posible que jamás olvidara el miedo y los presagios que traía, ambos nublados como aquel cielo, cuando aquel mes helado, después de ver los tranvías chirriando por un paseo de Gracia plateado de nieve, descendió las escaleras del metro para subir al vagón que la llevó hasta el barrio de Las Cortes. Luego entró en aquel despacho, niña y adulta a la vez, predispuesta y sumisa como una oveja dócil.
La monja dijo algo así como «Señor Baldrich, ella podría suplir a la Menca, es joven, al menos por un tiempo…», y aquel hombre de espalda ancha y hombros embravecidos, altanero y socarrón, señorito con olor a masaje, a buen seguro afeitado a navaja aquella misma mañana en alguna barbería cercana a los talleres, detrás de la mesa, sonrió y añadió:
—Bien, madre Mercedes, probaremos. Viniendo de su parte, es una garantía. Ya sabe que yo soy un liberal…
Ella, la Charo, no entendía. Y entendió menos, quizás, cuando acto seguido Jenaro Baldrich recordó:
—Pero como mínimo el catalán deberá entenderlo. Que no lo hable me trae sin cuidado, pero que lo comprenda es fundamental, tendrá que esforzarse, ya sabe, viene mucha gente por casa, gente de aquí y de allá… El llamado cosmopolitismo, no sé si me explico…