3.

En la iglesia de la Inmaculada Concepción de la calle Aragón, el Domingo de Ramos de 1944, se casaron Jenaro Baldrich y Sagrario Losada, después de tres años y medio de noviazgo en los que la pareja no durmió ni un solo día juntos. Don Eustaqui Baldrich aconsejó a su hijo casarse en Barcelona para ir forjando una personalidad nueva, que lo desvinculara sin preámbulos de la vida de hogar de Tarragona. De ese modo también asistirían menos invitados. Sagrario no opuso resistencia, tampoco su familia, ya que los gastos del festín corrían a cargo de los Baldrich. El cura que ofició la misa advirtió a los dos jóvenes de los tiempos duros que corrían, y de la necesidad de quererse sin trampas. Ellos asumieron su compromiso con Dios y con una patria finalmente liberada de demonios, asintiendo, ratificando su responsabilidad. Se colocaron los anillos de plata que había comprado don Eustaqui Baldrich. Jenaro reconoció el color de sus ojos bajo el pelo rizado, y se besaron en la cara por dos veces en lo que resultó una fría manera de empezar el matrimonio. Luego, el rostro de Jenaro Baldrich, al girarse y poner rumbo al horizonte y escrutar la puerta inmensa de la iglesia y el chorro de luz que se colaba a través de las vidrieras, exhibió una mueca de contento, pero más que placer era alivio lo que se veía en su gesto, el alivio de abandonar por fin la casa de los familiares de su novia.

Los recién casados y los escasos asistentes a la ceremonia acudieron a comer a El Jabalí. El ambiente festivo del día se vio desmerecido por un encapotamiento del cielo a medida que pasaban las horas. Gonzalo Baldrich se emborrachó en el aperitivo y en el primer brindis se le desparramó una copa. Eustaqui Baldrich esbozó fastidio, antes de clavarle el puñal de una mirada más compasiva que otra cosa. La mujer que acompañaba a Gonzalo se fijó en los ojos del padre y sintió lástima por ambos. Hubo comida abundante y varios brindis por los novios. Enseguida notó Sagrario que los zapatos nuevos le abrían una llaga en los dedos y que le costaría bailar. Algunas burbujas de champán se le subieron a la cabeza antes del postre. Eso la hacía sonreír cuando su madre y su tía, muy atentas a ella, la miraban. El vestido blanco le venía largo pero nadie comentó nada, no obstante, una marca negra quedó para siempre grabada en el último pliegue. Jenaro Baldrich no se mostró radiante ni aburrido. Dejó pasar el día como un trámite, y puso buena cara ante todos.

Quimet, Petra, los Iborra, algunos trabajadores de la electricidad, varios estudiantes y el gallego José Antonio Montoya Luengo, a quien Jenaro Baldrich había invitado en un acto visto por todos como de extrema generosidad, bailaron pasodobles al compás de un gramófono a continuación de la tarta, y después de haber dado buena cuenta de todas las botellas de vino tinto que Eustaqui Baldrich había ordenado descorchar durante la comida. A la salida del convite, aquella Semana Santa que terminaba había dejado restos de palmas por el suelo y una lluvia lacónica que ni siquiera llegó a formar charcos. Los invitados se pusieron sus abrigos y empezaron a despedirse de aquel día que se iba deshilachando, entre manchas de vino y sombras.

El gallego Montoya quiso abrazar a Jenaro Baldrich pero le acabó tomando del brazo y le cuchicheó algo al oído. El alcohol le había enrojecido el rostro, le había hinchado el cuello y le borraba la timidez. Luego tiró el cigarro al suelo, lo pisó mientras expelía el humo y en el borde de la calle se dirigió a Sagrario con modales gozosos. Tras el paso fugaz y atronador de un Fiat Balilla, le tendió la mano y le comentó:

—Qué suerte la suya, señora.

Una frase a la que Sagrario accedió sin llegar a abrir la boca, más preocupada por el dolor de pies que por el cumplido. Los padres de la novia anunciaron que volvían a Torredembarra a la mañana siguiente, y que se retiraban a casa de sus familiares, unas calles más abajo del restaurante. Gonzalo Baldrich se fue del brazo de su acompañante haciendo un gesto a su hermano que quería decir «ya hablaremos», o «ya te llamaré». Eustaqui Baldrich y su mujer llevaron en coche al matrimonio hasta su nuevo hogar.

La luna de miel quedó postergada hasta que llegara el buen tiempo, pero terminó arrugándose como una promesa bajo un chaparrón, por lo que la noche de bodas la pasaron en la calle Muntaner, en el corazón del Ensanche, el barrio proyectado por Ildefonso Cerdá hacía noventa años, equidistante y bruñido igual que un folio cuadriculado. Era el piso que el matrimonio Baldrich había recibido como regalo por parte de los padres del novio, por lo que el único que había visto hasta ese día el suelo de esa casa había sido don Eustaqui.

Una vez en la habitación, con su primera noche para dormir juntos y casi toda una vida por delante, antes de meterse en faena, Jenaro Baldrich le preguntó a su mujer si había oído hablar alguna vez de Ignacio Párbole. Al escuchar aquel nombre, después de tanto tiempo, es probable que Sagrario sintiera sobrevenir un aguacero en su ánimo. No obstante salió del paso con serenidad y no le tembló la voz:

—No.

—¿Seguro?

—Sí.

—Mejor. ¿Y?

—¿Y qué?

—¿Que qué hacemos? ¿Tú sabes cómo se hace?

—¿El qué?

—El qué va a ser, mujer, los niños… La gente, cuando se casa…

—No.

Sagrario, encorvada por el dolor de los pies, volvió a mentir mientras se palpaba las enaguas.